ANDREW O’HAGAN
GLASGOW, ESCOCIA, 1968.
Entre 1991 y 1994 trabajó en la London Review of Books, revista de la que hoy, como es el caso de Esquire, es editor. Publicó cuentos, ensayos y artículos en The New York Review of Books, The Guardian, The New Yorker y Granta. Publicó ensayos y biografías (The Missing, 1995; The Atlantic Ocean, 2008) y novelas: Padres nuestros, 1999; Personalidad, 2003; Quédate a mi lado, 2006; Vida y opiniones del perro Maf y de su amiga Marilyn Monroe, 2010; The Illuminations, 2015.
–De alguna manera esto remite a lo que escribió en el prólogo a la antología de los 40 años del London Review of Books: “En las manos correctas, editar es una especie de autobiografía”. ¿Podría explayarse al respecto?
–¿Cuánto tiempo tenés? En general, los editores son mucho más egocéntricos que los escritores, pero es una suerte de egocentrismo muy necesario. Me gusta cómo se matan trabajando, insertando sus voces en un texto ajeno, o asegurándose de que se ajuste a la idea que se hacen de uno. Mi editor en Faber, Alex Bowler, es una especie de genio para liberar al escritor, y para garantizar que la estructura y el movimiento de las oraciones cumplan con el potencial del libro. Para eso, se requiere no sólo un buen oído sino también un sano sentido de la propia identidad. El editor se comporta como un productor de música o un gran director, imaginando las cosas a tu lado, creándolas del mejor modo. Es imposible para mí no ver eso como una suerte de autobiografía. Si te fijás en el New Yorker de los años 60 y 70, toda la revista, entre todas sus líneas, es una biografía implícita del editor William Shawn y de todo lo que le importaba. Hay gente que puede agregar o quitar comas, pero un verdadero editor es una presencia moral que cuenta su historia de una manera invisible.
–Es perturbador leer que para Assange todas las otras vidas carecen de identidad, aun la de la persona que está trabajando para darle forma decente a la suya en una cierta cantidad de páginas. El libro señala una paradoja notable: si Assange disfrutaba tanto de su propia voz, ¿para qué contrató una mano ajena para redactar su autobiografía? Es doblemente llamativo cuando el lector es consciente de que sin duda Assange no buscaba una distancia adecuada con relación a sí mismo.
–“Distancia” es una palabra interesante. Como novelistas, cultivamos lo opuesto, mientras consolidamos una distancia que no sólo es necesaria para la obra sino típica de la vida. Consideremos nuevamente a Henry James, en Los embajadores, y cuán cerca está de esos personajes en París, en sus habitaciones y jardines, mientras él mismo se coloca a toda la distancia necesaria para su supervivencia. La conciencia es una fiesta móvil: Assange tiene una visión simplista de cómo va a aparecer, y disfruta de una fantasía de control sobre lo que elige o se niega a revelar. Cree que es bueno y que todos los demás son más o menos malos. Pero sus ilusiones son al menos tan interesantes como sus virtudes, lo que es como maná para el escritor.
–Las vidas retratadas involucran a la tecnología como elemento ineludible, y las historias son causadas y guiadas por motivos o adminículos tecnológicos. Estos modifican el modo en que se percibe y produce una identidad, de manera que las narraciones correspondientes tienden hacia la ficción para ser, paradójicamente, más fieles y realistas. ¿Es más difícil darle densidad literaria a esta clase de vida?
–Me sucede naturalmente desde siempre. Cuando era chico, una Navidad mi padre compró un grabador ITT. Tenía un botón verde y podía grabar voces. Grabé a todos los miembros de mi familia y estaba más intrigado por el sonido de sus voces en una cinta y cómo se transformaban a sí mismos que por sus presencias reales. Gente fabricando sus identidades ha sido un tema, explícito o subterráneo, en cada libro que escribí. Es el espíritu de estos tiempos. La tecnolog{ía se ha entrelazado con nuestra existencia de maneras brillantes y aterradoras. Necesitamos a Sartre. Necesitamos un florecimiento del ser y la nada en la era de los robots.
–En el prefacio dice que las vidas sobre las que escribe viven en un mundo autocreado, cercano a la ficción, una observación que remite a la introducción a su colección de ensayos The Atlantic Ocean: “Siento que mi generación fue criada para sentir instintivamente cómo la no ficción podía ser escrita como ficción”. ¿Siente que el pacto de la suspensión de la incredulidad que requiere la ficción se vuelve cada vez más débil, y el prestigio de lo documental se fortalece cada día más? Una rara paradoja parec eestar reinando: se exige evidencia autobiográfica para asitir y publicitar a la ficción.
–Sí, eso es fascinante. La “auto-ficción” es una etiqueta errónea. Tanto en Balzac como en Muriel Spark, para los autores ha sido algo natural usar sus propias vidas, y la única diferencia con las generaciones recientes es que éstas quieren publicitar su esencial extrañeza. Los escritores que me importan usan lo documental de una manera mucho más exploratoria, por ejemplo Don DeLillo en Libra, una novela conectada con los interrogantes más profundos de lo documental. No creo que sea necesario para publicitar la ficción; es simplemente un aspecto de cómo vivimos hoy. –Subraya que hay millones de vidas falsas o prestadas en facebook, twitter, etc. “¿Nos hemos vuelto adictos a la falsedad?”, se pregunta. Lo intentó con su historia de Ronald Pinn, con la que creó una biografía, que en este caso también significó una autobiografía falsificada.
¿Qué gusto le dejó en términos de descubrimientos literarios, o desilusiones?
–Eso sucedió pocos años antes de Donald Trump. Pasamos de dudar de una identidad falsificada a tener a una persona de mentira como presidente de los EE.UU. Todo lo que dijo no era verdad, y sin embargo creció como fenómeno y cautivó a gente harta de “mentiras”. Caramba, si al menos George Orwell hubiera estado vivo en estos tiempos. Mi modesto intento con Ronald Pinn fue simplemente el de testear, en aquel momento, la capacidad de la no ficción para transportar una buena cantidad de carga ficcional. El gusto posterior fue claramente de preocupación y una especie de extravío espiritual, que los políticos, casualmente, han capitalizado, inaugurando una especie de populismo vengativo.
–Hay fragmentos de su reciente novela Mayflies que hacen imaginar una habitación colmada de gente buscándose a sí misma. En The Missing recuperó, por decirlo así, vidas perdidas. ¿En la escritura de novelas experimentó una mayor vulnerabilidad que en la redacción de crónicas o notas periodísticas?
–Sí, creo que sí. Nunca escribí una novela documentada. El espacio en el que ocurre la ficción es en mí demasiado íntimo para eso, aunque sentí una gran expansión de ese espacio desde que terminé Mayflies, que fue un libro bisagra, en términos de lo que podía hacer con el material de mi pasado. En una carrera como autor, lo que aprendés es que ciertos libros no pueden ser escritos hasta que otros lo hayan sido. Es una escalada, y si tenés suerte un día llegás a un lugar desde el que podés ver más lejos.
–En un ensayo en el London Review of Books sobre el pintor Lucian Freud dice que “con el tiempo, la cualidad pictórica de sus retratos llegarán a borrar a los sujetos”. ¿Es esta la razón por la que la escritura biográfica, en general, no induce o alienta una prosa más estilizada?
–Es el motivo por el que se escriben muy pocas biografías verdaderamente originales de personas que están vivas. Un biógrafo no debe temerle a nada en la apuesta por su propio estilo. Diría lo mismo de un pintor, pero basta ver la cantidad de retratos insípidos que hay de gente viva. Uno no tiene que preocuparse por la mirada del retratado, excepto sobre la tela.