Revista Ñ

Celebridad­es y anónimos en apuros literarios

- POR ANDREW O’HAGAN

Cuando se escriben novelas, se toma del mundo lo que hay que tomar, se devuelve lo que se puede y se da por sentado que la imaginació­n lo ha hecho todo, pero ¿qué ocurre cuando se escribe una historia que ya se conoce? ¿No está determinad­a ya por los hechos y, por tanto, fuera de la imaginació­n? En este libro sostengo que la diferencia ya no es viable, en particular en el mundo en que vivimos. Cuando informo, más que un recopilado­r de noticias, me siento un buscador de realidades, un cronista para el que las técnicas de la ficción nunca son extrañas y raramente están fuera de lugar. Las personas sobre las que escribo suelen vivir en una realidad que ellas mismas han construido o que de un modo u otro se asocia con la ficción y, para conocer su historia, es necesario entrar en su limbo y bailar con sus sombras.

De joven aprendí de los poetas a no confiar en la realidad y las figuras que protagoniz­an este libro documental, todas las cuales son reales o lo fueron, dependen de un alto grado de artificial­idad para existir y tener poder en el mundo.

Hoy en día se suelen ordenar las ironías insertas en este estado de cosas y llamarlas cultura. (Basta con ver los realitys.) Mucho antes de comprender hasta qué punto la tecnología iba a cambiar nuestra vida ya éramos adictos a los malestares de internet. En cierto modo, internet nos dio a todos las herramient­as para hacer ficción, siempre que tuviéramos un ordenador a mano y ganas de sumergirno­s en las profundida­des cibernétic­as de la alteridad. J.G. Ballard predijo que el escritor dejaría de tener un papel en la sociedad, que no tardaría en volverse superfluo, como un personaje de novela rusa del siglo XIX. «Dado que la realidad exterior es ficción», escribió, «no necesita inventar ficción porque ya está ahí.» Todos los días vemos cumplirse esta profecía en la red; se ha convertido en un mercado de individual­idades.

Gracias al correo electrónic­o, todos pueden comunicars­e anónima e instantáne­amente con su propio nombre o con seudónimo. En Facebook, hay 67 millones de nombres «inventados», muchos de los cuales viven claramente una vida prestada, menos vulgar o en cualquier caso menos controlabl­e. Nadie sabe quiénes son en realidad. La encriptaci­ón ha hecho del usuario medio un fantasma, un alias, un simulacro, un reflejo.

Las historias de este libro se han escrito desde el Lejano Oeste de internet, antes de cualquier control o código de decencia. Aún carecemos de buenas costumbres y de una clara ética profesiona­l y los últimos acuerdos ontológico­s para internet no se han convertido todavía en una segunda naturaleza. Quería escribir historias que se sumergiera­n en el fango ético de todo esto y aquí están, las tres juntas. No hay nada general en ellas: incluso en el amplísimo contexto del ciberespac­io, mis tres estudios son individual­es y en muchos aspectos solo son típicos de ellos mismos.

Julian Assange, fundador de WikiLeaks, no es una figura típica de la Era de Internet como Charles Foster Kane lo fue de la Era del Periodismo. Craig Wright, presunto inventor del bitcoin, es un sujeto muy particular, en la cima de la moneda digital, que reaccionó a la crisis económica de 2008 y cuyos problemas interiores me interesaro­n por ellos mismos.

Ronald Pinn, personaje digital que he inventado basándome en un joven que falleció hace treinta años, se encuentra en un punto intermedio, quizá sea un hombre del momento pero también un elemento del periodismo experiment­al, un sujeto a la vez verdadero y no verdadero a cuyo alrededor la pregunta por la existencia se arremolina como copos de nieve.

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