Revista Ñ

Obras liberadas de la cuarentena

En su doble rol de artista y curador, Andrés Sobrino rescató piezas del encierro obligado en los talleres para hacerlas florecer en una muestra.

- POR JULIA VILLARO

Lejos de las paredes impolutas del cubo blanco de las galerías; lejos del silencio eclesial de los museos; como aquellas actrices deslucidas, que bajo el escenario pierden el glamoroso brillo que las hace inalcanzab­les; puertas adentro de los talleres, las obras de arte pueden tener una vida muy distinta de la que imaginamos. El artista plástico, el que –todavía– pinta, esculpe, o monta un objeto en el espacio, construye un vínculo físico con sus obras. Distinto es el tema para quienes trabajan con palabras, ideas, o partituras: la vida en el taller, el encuentro ineludible, la falta de espacio, exponen las obras a ciertos peligros, como el roce o la humedad. También al odio, al reciclaje y al olvido, por parte del artista creador. Mostrar-se/ de-mostrar, la muestra que curó Andrés Sobrino y que puede visitarse estos días en Smart Gallery, juega con esta idea: ¿qué le pasó a los artistas durante el año en que la pandemia nos confinó al encierro? ¿Y qué suerte corrieron sus obras, encerradas sin posibilida­d de encuentro, ofrecidas como paisaje cotidiano una y otra vez a los mismos ojos, acaso hartos de verlas?

La muestra reúne trabajos de ocho artistas (incluido Sobrino) cuyas obras fueron o bien realizadas durante la pandemia, o bien rescatadas del olvido del taller, por un curador intrépido que las encontró hurgando en los rincones. Así cuenta Sobrino que dio con las pinturas de Hernán Salamanco, una especie de sorprenden­te lado B para quien asocie a este artista con sus óleos y esmaltes más conocidos, en los que la naturaleza es la más hermosa excusa para darle briosa vida al color. “En su taller hay objetos punzantes –describe Sobrino– martillos, amoladoras, esmaltes, barnices y lacas (…) de algún modo nos muestran cómo su cuerpo rebota contra las chapas que pinta, raspa, golpea y cada capa es un acto sobre otro acto”. Oscuras, rotas, desbordada­s, las pinturas de Salamanco que pueden verse en la muestra recuerdan cuán necesario es el caos, como decía Nietzsche, “para poner en el mundo una estrella danzante”.

Justo enfrente de esas obras, las de Julián Prebisch parecen ser el opuesto perfecto. Su abstracció­n geométrica y el modelado de las sombras en la tela invitan a adivinar al dibujante obsesivo debajo de la pintura. Aquí no hay caos ni hay cosmos. Tanto su acrílico como la pequeña instalació­n de madera laqueada ubicada junto a él, construyen un mundo hecho de puras formas, sin presencia humana. “Paisajista geométrico y ebanista orgánico”, define sensibleme­nte Sobrino a este artista, y así configura un atractivo modo de abordaje de esas extrañas piezas.

De bronces, yesos y reflejos está hecha “Déjà vu”, la obra de Verónica Romano. En esta instalació­n que cuelga de la pared al mismo tiempo que se despliega en el suelo, la blandura de las formas entra en tensión con la frialdad de sus materiales. Hay cadenas, hay máscaras, y hay animales ofrecidos en sacrificio. “Espacios como fábulas australes”, poetiza el curador. La obra se abre y se cierra sobre sí misma para configurar una suerte de ritual pagano en el fondo de la sala.

No muy lejos, ubicadas en soslayado tándem, las pinturas de Andrés Sobrino ponen sobriament­e un acento de color a esta sala. Apoyados sobre el suelo (¿evocando, acaso algo del hábitat de taller?) sus cuadros se complement­an cromáticam­ente. Es el justo equilibrio entre el desborde expresivo de Salamanco y la meticulosi­dad de Prebisch: entre su cuadrícula perfecta y sus tonos controlado­s, Sobrino hace lugar también para el azar: entonces el pasado de la tela (uno de los “peligros”, recordemos, a los que las obras se exponen es, justamente, el del reciclado) inexorable­mente asoma, tiñendo sensualmen­te los colores desde abajo.

“El toro” se llama la obra de Valeria Maculán que pende en el centro de la sala. Su blandura quiebra la rígida tersura de todos los otros materiales: de las chapas de Salamanco y las telas de Sobrino, pero también de la madera y el vidrio en las instalacio­nes de Prebisch y Romano. La tela cae haciendo pliegos, es como una flor gigante marchitánd­ose en el centro de la escena. Pero es, además, un delantal. Así también condensa, sencilla y efectivame­nte, esa sensación tan 2020 de que la vida doméstica se nos hacía omnipresen­te y sofocante.

Las tres pinturas de 2015 de Juan Stoppani y Jean Yves Legavre fueron un hallazgo de curador en el taller. Lo primero que salta a la vista es la libertad de las composicio­nes y la paleta. Una libertad que, acaso, solo regalen el tiempo y la trayectori­a. También tienen algo de lúdico las obras de Natalia Cacciarell­i que se encuentran no muy lejos. Juegos ópticos en los que las diagonales parecen abrir dimensione­s al interior de la tela. “Sus pinturas –describe Sobrino– nos llaman a verlas (…) y cuando se es presa, molestan y perturban. Serial y obsesiva lleva a cabo su plan”.

Justo enfrente, las tres pequeñas pinturas de Hernán Paganini también nos atrapan, pero desde lo afectivo. Nos convoca la vida pasada de sus soportes: cajas desarmadas, cartones que no esconden sus cicatrices. Paganini pinta encima formas que no hacen más que resguardar la belleza de lo roto.

“¿No habrá un cansancio de las cosas, de todas las cosas?” se preguntaba Pessoa en un poema. Acaso sea por el tiempo en que durmieron en los talleres; acaso por la mirada, de Sobrino, más amorosa o más sensible, más descansada de las pretension­es de racionalid­ad en las que suelen caer los curadores. Lo cierto es que las obras parecen estar felices de habitar el espacio de estas salas, de ser vistas, pero de serlo en compañía de las otras. Como si ellas también necesitara­n, al igual que nosotros, de la presencia que escasea.

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Julián Prebisch. “Modelo troquelado para armar su propio escape”, 2019. Acrílico s/madera laqueada.
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Andrés Sobrino. Sin título, 2020.

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