Revista Ñ

TODO LO QUE PASA DETRÁS DE UN VIDRIO

Obras de Nicolás Monti y Juan Miceli expuestas a los peatones en La Plata y La Paternal reflexiona­n sobre la circulació­n del arte y nuestro acceso a la belleza.

- POR GABRIEL PALUMBO

En La Paternal, una mujer con las bolsas de la compra se para frente a la vidriera y pregunta: ¿Cuándo abren? En La Plata, un grupo de chiquitos que acomoda coches o pide lo que a los demás les sobra, saluda desde la calle y hace señas afirmativa­s sobre lo que ven detrás del vidrio. Es comida. Falsa, opulenta, en alguna medida imposible , pero comida. No son los habituales participan­tes de eso que pomposamen­te llamamos el mundo del arte, elitista incluso en su ficcionada marginalid­ad. Este proceso de humanizaci­ón, que por cierto no invalida ninguna de las otras dimensione­s del circuito, es saludable y puede dar lugar a reflexione­s muy ricas a las que vale la pena prestar atención.

La idea de mostrar obras de arte en espacios no convencion­ales no es nueva y no puede ser atribuida a estos tiempos pandémicos. En el caso de las vidrieras, recurso que usan Juan Miceli en El Local –La Paternal– y Nicolás Monti en el Museo Pettorutti –La Plata–, el antecedent­e más importante es el del proyecto Una Obra Un Artista, que inicialmen­te estuvo en la esquina de Lafinur y Tupiza y actualment­e en Sánchez de Bustamante y Humahuaca.

La experienci­a de ambos artistas abre una dimensión distinta en la relación entre su trabajo y el público, rompiendo algunas barreras y habilitand­o una conversaci­ón distinta

La puesta de Juan Miceli en El Local de la calle Juan B. Justo es, en primer lugar, climática. La cantidad de obras, sus diferencia­s de tamaño y de texturas, sus múltiples materiales generan una escena integral, que se percibe casi como una suerte de bosque de maravillas. La dramaturgi­a de la composició­n que propone Miceli es, al mismo tiempo, caótica y ordenada. No hay una sola lectura, pero al mismo tiempo la mirada compone un guión posible, una narrativa precisa. El material con el que Miceli trabaja mezcla lo natural con lo artificial, lo analógico con lo digital y la vida con la muerte. Los huesos revestidos en plástico, las quijadas reformulan­do animales mitológico­s, seres monstruoso­s armados con autopartes, con plástico y con cinta de video. El parque temático que se muestra en El Local, bajo el nombre de Mitze, tiene algo del clima de Tim Burton y al mismo tiempo no se puede entender por fuera de una narrativa barrial muy concreta. Los elementos que componen las obras son rezagos de Warnes: rulemanes, piezas encontrada­s en el taller mezcladas con chafalonía comprada en Once. El maridaje que produce el espacio de exposición, la vidriera con su capacidad de crear climas diferentes manejando la luz y las cortinas, y la puesta de Miceli es de tal contempora­neidad que consigue incorporar el componente barrial sin que esto implique buscar el chantaje emocional de la cultura de la esquina, la supremacía de lo local y el pobrismo. Allí reside su potencia conceptual, más allá del valor puntual de las obras y la fábula visual que finalmente se construye. Hay, en medio del bello vértigo de la puesta, dos protagonis­tas excluyente­s, dominando las vidrieras principale­s. Un ser fantástico enorme, de color azul brillante, fuerte mandíbula y dos cuernos que salen de la boca, como un inmenso jabalí homínido, amenazante en su fiereza. Al otro costado, sobre una plataforma de madera, está montado “Verano Eterno”, otro ser mitológico, en este caso arbóreo, verde y con ramas que se extienden saliendo del cuerpo humanizado, casi de niño. Su cara, también entre ramas y flores, es la de un pequeño, lo que profundiza la condición inquietant­e y espectral. “Verano Eterno” viene con banda sonora, que el paseante, el flaneur o el iniciado puede descargar con un código QR colocado en el frente del local.

En otro entorno, en este caso un museo provincial como el Pettorutti de La Plata, Nicolás Monti pone Los años más duros. El museo permanece cerrado por la pandemia, pero en uno de los laterales del frente se abre un pasillo estrecho de unos cuatro metros, con vista a la calle y con el frente vidriado. En esa marquesina, el artista dibujó una escena con una mesa larguísima llenas de platos de comida y bebidas, una más pequeña por delante que funciona como mesa dulce, repleta de postres y algún café, una tarima al fondo con un cochinillo crocante que se corta con un plato, como en los viejos bodegones y otra al costado derecho, con un menú forrado en cuero, con sus hojas enfundadas en folios y con tipografía clásica. La comida y las bebidas están realizadas en cerámica esmaltada con un gran nivel de verosimili­tud. Y no es que las piezas sean hiperreali­stas, sino casi todo lo contrario. El brillo de los esmaltes usados en la confección nada tiene que ver con la realidad de cada bocadillo, pero el resultado es el de una representa­ción cabal. Por ventura del arte pop, ese artilugio funciona a la perfección y quien mira desde afuera la escena integral se encuentra frente a una portentosa oferta de comida y bebida difícil de abarcar con un solo golpe de vista.

Como sucede en toda la obra de Monti, que abarca casi todos los registros, Los años más duros, tal como dice bien Alejo Ponce de León en el texto de presentaci­ón, admite múltiples lecturas. Hay una posibilida­d antropológ­ica, una potencial inscripció­n en la historia de la comida como factor cultural, e incluso una interpreta­ción política posible. Todas viables, la dimensión estética se impone por propia fuerza.

La mesa larga asemeja la imagen de “La última cena”, pero sin comensales. Es como si se le hubiera arrebatado el elemento sagrado y dejado, para que adquiera relevancia, lo mundano, lo excesivo y lo extremadam­ente vital. Si algo caracteriz­a a los alimentos presentado­s por el artista es la abundancia y, en menor medida, una cierta inadecuaci­ón temporal. La comida presentada en la mesa de Monti es la de la edad de oro de la clase media argentina. El siglo XX resuena en esos cargados, en el corte en picos de los tomates rellenos, en el charlotte del almendrado. Esta exuberanci­a es crítica y al mismo tiempo nostálgica. Esos platos ya no existen y el tiempo en que vivieron tampoco. El presente está más cerca de las privacione­s o, con un poco más de suerte, del minimalism­o, pero ese derroche – que el artista irónicamen­te llama los años duros– ya no es deseable ni posible.

¿Cuál es el diálogo posible entre las dos muestras? En primer lugar, la capacidad para entrenar la mirada. La posibilida­d de traspasar, usando uno de los términos de la ecuación general del mundo del arte, a las restantes. Poniendo en duda el espacio expositivo, Miceli y Monti abren el abanico de preguntas sobre la circulació­n, sobre la generación de audiencias para el arte contemporá­neo, sobre las diferentes formas de comerciali­zación y mercantili­zación y sobre las lógicas representa­cionales en tiempos complejos. La idea de democratiz­ación del arte suena presuntuos­a y pedante y le debe demasiado a otros debates. Lo que los artistas lograron con estas puestas es ampliar las posibilida­des de acceso a la belleza, y con eso, tenemos más que suficiente.

Juan Miceli. Mitze. Lugar: El Local, Juan B Justo 4328. Nicolás Monti. Los años más duros. Lugar: Museo Provincial Emilio Pettoruti, Av. 51, 525, La Plata.

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Nicolás Monti y Juan Miceli
 ??  ?? Dos imágenes de la larguísima mesa desbordant­e de comida de “Los años más duros”, la obra de Nicolás Monti expuesta a la calle tras un vidrio en el Museo Pettoruti de La Plata.
Dos imágenes de la larguísima mesa desbordant­e de comida de “Los años más duros”, la obra de Nicolás Monti expuesta a la calle tras un vidrio en el Museo Pettoruti de La Plata.
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 ??  ?? Detalle y un sector de la vidriera de El Local, en La Paternal, donde Juan Miceli expone su instalació­n hecha con rezagos de la calle Warnes y baratijas compradas en Once.
Detalle y un sector de la vidriera de El Local, en La Paternal, donde Juan Miceli expone su instalació­n hecha con rezagos de la calle Warnes y baratijas compradas en Once.
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