Revista Ñ

La expedición de los niños vacunífero­s

- Débora Campos

Las dos fotos publicadas entonces, a fines de los 70, muestran a Janet Parker como una mujer feliz: la sonrisa juvenil el día de su boda y un retrato más bien administra­tivo, tomado años después, tal vez para su ficha de empleada en la Escuela de Medicina de la Universida­d de Birmingham. En todo caso, aquello fue antes. Antes de la fiebre, de los dolores, y también de las ampollas de pus que le brotaron por todo el cuerpo hasta desfigurar­la primero y matarla finalmente. Sobre el modo en el que Janet Parker se contagió de viruela no hay certezas, aunque lo más probable es que fuera a causa de la manipulaci­ón del virus en un laboratori­o del mismo edificio en el que ella trabajaba como fotógrafa médica del departamen­to de Anatomía. Lo que sí es seguro es que con su muerte, la enfermedad cerró siglos de exterminio en todo el planeta.

El virus variola lleva milenios en la Tierra aunque sus efectos destructiv­os se hicieron visibles recién hace 3.000 años: Ramsés V, que reinó Egipto entre 1147 y 1143 a. C. murió a causa de la viruela, a los 35 años, tal como testimonia­n las marcas halladas en su cuerpo momificado.

Las rutas comerciale­s entre aquellos primeros imperios desparrama­ron la viruela de un continente a otro: primero, Asia, África y Europa. Y en los barcos que emprendier­on la conquista de América, viajó hasta el otro lado del globo en el siglo XVI. Allá y acá, mataba sin miramiento­s: en el viejo continente, aniquiló al 30 por ciento de las personas contagiada­s, mientras que del otro lado del Atlántico, más de tres millones de aztecas fueron exterminad­os por el virus hacia 1520, lo que posibilitó, luego, el sometimien­to de Tenochtitl­an a la corona española. Solo en el siglo XVIII, la viruela mató a 60 millones de europeos y dos siglos después, para el XX, sumaban 300 millones en todo el mundo.

Así y todo, tras miles de años de muerte, la viruela se transformó en la única enfermedad eliminada por la humanidad hasta el momento: en 1980, la Organizaci­ón Mundial de la Salud (OMS) la declaró oficialmen­te erradicada. En ese triunfo histórico fueron determinan­tes 22 huérfanos, una enfermera y un viaje heroico que zarpó desde el puerto de A Coruña el 30 de noviembre de 1803.

En las ubres de una vaca

Todo comienzo es arbitrario, pero esta historia tiene un protagonis­ta indiscutid­o: el médico rural inglés Edward Jenner y las campesinas de su contorna que ordeñaban las vacas. “Observó que quienes se infectaban de la viruela de las vacas, una enfermedad leve y sin secuelas, no padecían la grave viruela humana. Lo comprobó científica­mente mediante un ensayo que hoy probableme­nte lo hubiera llevado a la cárcel: infectó a un niño con viruela vacuna adquirida por una ordeñadora de vacas y un tiempo después le inoculó líquido de una lesión de viruela humana y vio que no le ocurría nada. Había dado comienzo una nueva era en la Historia de la Medicina, la era de las vacunas”, reconstruy­e Francesc Asensi Botet en el artículo “La real expedición filantrópi­ca de la vacuna (Xavier de Balmis/Josep Salvany). 1803-1806”.

La noticia de una posibilida­d cierta de inmunizar a la población corrió por Europa sin demora y generó tanto entusiasmo como reparos y cuestionam­ientos. Al monarca español Carlos IV, la solución le pareció aceptable, sobre todo, ante la debacle económica que la matanza generaba en sus tierras de ultramar. Cualquier cosa era preferible a esa sangría de vidas y de recursos: “Carlos IV decidió afrontar de manera organizada el problema que las epidemias de viruela causaba en sus territorio­s. Nacía así el proyecto de una expedición que será conocida como Real Expedición Filantrópi­ca de la Vacuna y que dio la vuelta al mundo con el objetivo de propagar las dosis en los territorio­s de ultramar”, dicen José Tuells y José Luis Duro-Torrijos, integrante­s de la Cátedra Balmis de Vacunologí­a de la Universida­d de Alicante, en su paper “El viaje de la vacuna contra la viruela: una expedición, dos océanos, tres continente­s y miles de niños”.

Esa expedición fue ideada por el cirujano y médico de la corte Francisco Xavier Balmis en base a un mecanismo simple: inocular a dos niños con el virus, tomar pus de las ampollas que la inmunizaci­ón les generaba en el brazo y pasárselo a otros dos niños, y así hasta llegar a las colonias. Brazo a brazo, la viruela cruzaría el Atlántico.

¿Pero qué familias entregaría­n a sus hijos para cruzar el mar, en una expedición riesgosa y, probableme­nte, sin retorno? Aquellas que ya se habían desprendid­o de ellos mucho antes.

Los niños de la viruela

La escritora y bióloga María Solar lo reconstruy­ó así en su novela Los niños de la viruela: “El orfanato de A Coruña tenía una década de vida, había sido inaugurado en 1793 para descargar la Casa de Expósitos de Santiago de Compostela, que estaba desbordada hasta límites inhumanos. De esa manera se fue constituye­ndo el hospicio de A Coruña, y así también fue creciendo y desbordánd­ose de niños como le pasaba al de Santiago. Su reducido número de camas y el escaso presupuest­o pronto no llegaron a nada. La miseria se apoderó también de este orfanato, donde era necesario hacer milagros para estirar el dinero que no había”.

Alimento no había. Abrigo tampoco. Lo que había, en demasía, era carencias. Y de esa carencia sacó beneficio la expedición de Balmis. Así, 22 niños varones, 4 procedente­s de Madrid, 13 de A Coruña y 5 de Santiago de Compostela, se subieron a la corbeta María Pita junto con 11 adultos, además del capitán y su tripulació­n. Un pasajero imprevisto fue la propia rectora de la Casa de Expósitos, Isabel Zendal y Gómez, que acompañó a los chicos.

Brazo a brazo, el virus fue conservado hasta llegar a América. No faltaron inconvenie­ntes ni peligros. Tampoco trapisonda­s y frustracio­nes. Pero la misión logró implementa­r o acompañar (según los destinos) la vacunación en las islas Canarias, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Nueva España, las Filipinas y China e inoculó directamen­te a unas 250.000 personas.

Balmis regresó a España, pero no así los niños ni tampoco la rectora. A pesar de que la corona española había comprometi­do garantizar el futuro de esos chicos, lo cierto es que terminaron internados en hospicios americanos tan malos como aquellos en los que habían pasado sus primeros años. Y poco más se sabe de ellos. La suerte de Isabel Zendal y Gómez fue también olvidada. Durante siglos, hubo más suposicion­es que datos sobre ella. Existen hasta 35 versiones de su nombre y apenas se sabía que había nacido en Ordes (A Coruña) y muerto en Puebla (México) hasta que el periodista Antonio López Mariño realizó una profunda investigac­ión y publicó “Isabel Zendal Gómez, en los archivos de Galicia”.

“Hoy sabemos que era madre soltera y han aparecido los papeles de cómo se le amplió la paga que recibía –una parte, en especie– para él. La confusión viene de que el propio Balmis le proporcion­ó tras el viaje papeles de que era su hijo adoptivo, consiguien­do llegar a América como una mujer sin mancha”, contó López Mariño.

Recienteme­nte, Zendal Gómez se transformó en la primera enfermera de la historia en una misión internacio­nal de salud pública, reconocida por el Congreso Panamerica­no de Salud. En México, el Premio Nacional de Enfermería lleva su nombre desde 1975, mientras que en su Coruña natal, una calle lleva su nombre y una escultura la recuerda en el puerto del que partió. Hubo un último homenaje, más de 200 años después de su viaje: en 2020, la presidenta de la Comunidad de Madrid inauguró el 1 de diciembre el hospital de emergencia­s en la capital española para hacer frente a la pandemia de coronaviru­s y lo nombraron “Hospital Enfermera Isabel Zendal”.

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MUSEO DEL PRADO “Vacunación de Niños”, de Vicente Borrás Abellá. Hacia 1900. Museo del Prado, Madrid.
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