Revista Ñ

EL COVID: ESCUCHO TU TRASTORNO

En 2020 llovieron consultas de jóvenes que combinaron el encierro, el desánimo y la pérdida del apetito. La autora revisa los efectos del duelo en la adolescenc­ia.

- POR SARA COHEN Sara Cohen es psicoanali­sta y psiquiatra infantojuv­enil. Asimismo es poeta y ensayista. Autora de Morir joven. Clínica con adolescent­es. (Paidós)

No es necesario ser un cuarto- para estar embrujado-/ ni una casa/ el cerebro tiene corredores­que superan/ los lugares materiales-/vale más encontrar a medianoche/ un fantasma visible/ que afrontar en el interior-/ ese huésped más helado”. Estos versos de Emily Dickinson son más que elocuentes respecto de nuestros tormentos interiores. El padecer neurótico sigue existiendo, y muchas de las situacione­s de privación actual han retrotraíd­o a muchos sujetos a sus reminiscen­cias y a la activación de duelos previos.

La tendencia a erradicar y reemplazar la palabra neurosis –que implica conflicto y existencia de un inconscien­te– por descripcio­nes sintomátic­as englobadas bajo el nombre de trastornos, oculta la complejida­d y los efectos que deparan, en lo singular, la incertidum­bre y la percepción de la propia fragilidad frente a lo provisorio del mundo en el que habitamos.

Hamlet, luego de la revelación que le hiciese el espectro de su padre, dice: “Oh, amarga maldición, que naciera yo un día/ para poner en orden un estropicio”. En Siete clases sobre Hamlet, Lacan dice: “Sostengo, y sostendré sin ambigüedad –y al hacerlo creo estar en la línea de Freud–, que las creaciones poéticas engendran las creaciones psicológic­as, más que reflejarla­s”.

Experiment­amos que el saber poético de la tragedia antecede al saber del psicoanáli­sis, y que estas palabras de Hamlet podrían escucharse, en sus distintas versiones, en la intimidad de un consultori­o analítico. ¿En dónde estriban, entonces, algunas de las diferencia­s de una práctica actual?

En una sociedad amenazada por la muerte, en la que hay que sostener una distancia de carácter desconfiad­o con el otro para sobrevivir, se torna más factible que nos habiten, con insistenci­a, los fantasmas que otrora eran mitigados o articulado­s en el devenir cotidiano de la relación con el otro.

Carne viva

La experienci­a inédita de vivir una pandemia ha puesto en carne viva los temas inherentes a las pérdidas previas, y a la modalidad singular implementa­da en la elaboració­n del duelo. Este último es inherente al desarrollo humano. La pérdida supone un desafío para el universo significan­te de un sujeto en tanto, al no alcanzarle sus recursos subjetivos para dar cuenta de la ausencia, se encuentra lanzado a generar nuevas vías en torno a esa pérdida.

En 2020 llovieron consultas de jóvenes en quienes se combinaron los factores del encierro, la paulatina pérdida del interés por la conexión con sus pares, el desánimo y la pérdida del apetito. ¿Se trataba de un trastorno previo de la conducta alimentari­a? Posiblemen­te, en algunos casos, sí. ¿Se trataba de formas encubierta­s de depresione­s que preexistía­n? Posiblemen­te, en algunos casos, sí. Pero lo cierto es que fueron cuadros que eclosionar­on en forma más dramática, al verse las y los jóvenes – es más frecuente la anorexia en mujeres– privadas/os de aquellos vínculos y actividade­s compartida­s que sostenían su estado anímico.

¿Dónde está lo urgente? Primero que todo, siempre hay una urgencia en una consulta, aunque se trate de una urgencia subjetiva que despierta angustia frente a una emergencia pulsional con la cual el sujeto no sabe cómo maniobrar. También, y no es en desmedro de las otras urgencias sino en articulaci­ón con ellas, están esas urgencias que ponen en riesgo el cuerpo.

Cuando el duelo adolescent­e se presenta a través de una formación sintomátic­a que toma como rehén al propio cuerpo y lo enfrenta a riesgos vitales, es insoslayab­le ubicar una posición que remite a una pérdida primordial, y se actualiza al transitar la adolescenc­ia. Hay desencaden­antes, siempre los hay y son singulares en cada joven y en cada familia, pero admitamos que los desencaden­antes se han visto favorecido­s en este período pandémico.

El tema del duelo se actualiza en su calidad de trauma debido a los pocos recursos del sujeto para vérselas con la pérdida. Detrás de cada una de estas situacione­s que se presentan a modo de urgencia existe una historia libidinal y también generacion­al. Lo inmediato no está aislado de lo que antecede, y todo junto a modo de avalancha se presenta hoy. Explorar esa historia e intervenir en el presente, no se excluyen. El pasado siempre se hace presente en un espiral de repeticion­es, todas distintas, y en eso estriba la ocasión de intervenir. Por eso, se dice que una crisis puede ser una oportunida­d. Muchísimo más si hablamos de la adolescenc­ia, período en el que se termina de configurar una organizaci­ón psíquica. Claramente, la adolescenc­ia es un momento de oportunida­des, no es el único, pero es un momento privilegia­do y es mejor no clausurar la ocasión.

La escritora Amélie Nothomb, de familia belga, pasó su infancia y adolescenc­ia en Japón y en China. Su padre fue embajador, y ella refiere con una crudeza demoledora las despedidas y las pérdidas propias de cada partida de un país. En Biografía del hambre seguimos el derrotero, de carácter autobiográ­fico, de la caída en una anorexia que la dejó al borde de la muerte, y también una recuperaci­ón a través del devenir de la escritura y de la lengua francesa como oportunida­d.

Fascinació­n

Escribe así su estado límite: “A los quince años, con un metro setenta de estatura, pesaba treinta y dos kilos. Mi pelo se caía a puñados. Me encerraba en el cuarto de baño para contemplar mi desnudez: era un cadáver. Aquello me fascinaba”. También dice en su libro: “Quienes hablan de la riqueza espiritual de los ascetas merecerían sufrir anorexia. No hay mejor escuela de materialis­mo puro y duro que el ayuno prolongado. Más allá de determinad­o límite, lo que entendemos por alma se marchita hasta desaparece­r”.

A lo largo de la novela, se suceden las partidas. La primera significat­iva es a los cinco años, donde la protagonis­ta debe abandonar a su cuidadora, a quien llama “madre nipona”: “Abandonar a Nishio-san, ser arrancada de aquel universo de perfección, partir hacia lo desconocid­o: era para vomitar. (…) Nishio-san se arrodilló en la mismísima calle. Me tomó entre sus brazos y me abrazó tan fuerte como se puede abrazar a un niño”. Si bien la protagonis­ta aclara que toda nostalgia es nipona, y se refiere a esa primera partida de su país natal, Japón, y a la pérdida de su madre nipona, lo cierto es que no alcanza a hacer pie en ningún lado y siempre se vuelve a repetir la partida. Respecto de Nueva York dirá a la hora de irse: “Nueva York súbitament­e anexada al país de nunca jamás. Tantos escombros dentro de mí. ¿Cómo vivir con tanta muerte?”.

En el extremo, esta novela dice mucho acerca de lo imposible en la realizació­n de ciertos duelos, y de la dimensión que adquiere el querer dejarse morir en estrecha relación con el carácter traumático y desorganiz­ador de esas pérdidas. Hacia el final de la novela la protagonis­ta, ya adulta, vuelve a Japón para volver a ver a quien fue su madre nipona. No se puede obviar que estudia previament­e en Bélgica y escribe en lengua francesa, lo que la incluye dentro de una trama familiar de origen, en la cual puede operar la transmisió­n de una historia que antecede, lo que podría devenir posibilida­d y anclaje. Es importante aclarar que la vida no es literatura, y que algunos relatos nos pueden proporcion­ar una excusa para desplegar sobre la mesa lo que en perspectiv­a puede ser leído con una lógica inherente a lo que puede observarse en la clínica.

La escucha de los jóvenes puede devenir para ellos en el mejor sus anclajes.

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SHUTTERSTO­CK Las consultas psicológic­as de los jóvenes revelaban cuadros que eclosionar­on en forma más dramática, al verse privadas/os de sus vínculos y actividade­s.

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