CONTAR LAS COSTILLAS DE LA VACA MARINA
Aunque el mamífero del norte llamado Rhytina stelleri se extinguió hacia 1760, el zoólogo Ernst von Baer emprendió una curiosa búsqueda en medio de la basura para recuperar sus huesos.
Mucho se habla de la reutilización de la basura, pero poco se piensa en las ciencias y profesiones intrínsecamente ligadas a la práctica de reincorporar lo descartado a un nuevo ciclo económico de producción y consumo. Dejando de lado las ingenierías y esas yerbas, ahí están la arqueología, la antropología y el folclore, surgidas, en parte, gracias a la transformación de los detritus de la vida cotidiana en evidencia de un pasado que se materializa en ellos. Menos se reflexionan sobre las contingencias concretas en los que la basura se volvió fundamental para concebir aquello que los humanos habían colaborado a exterminar o a borrar de la faz de la tierra: animales, objetos, otras personas, lenguas…
Sin ir muy lejos, en la capital de la región de Kamchatka, el famoso zoólogo y naturista Ernst von Baer publicaba en 1840 la historia del exterminio de la vaca marina del norte. Es decir, de la especie Hydrodamalis gigas, en el siglo XIX conocida como Rhytina stelleri, un corpulento mamífero que, hasta mediados del siglo XVIII, habría vivido en el Pacífico septentrional, entre Asia y América del Norte.
Una historia, de hecho, bastante corta: la especie desapareció hacia fines de la década de 1760, poco después de la primera descripción hecha en 1741 por Georg Steller, el naturalista y médico bávaro que acompañó la expedición rusa de Vitus Bering a las costas de Alaska y Kamchatka. Todos naufragaron en una isla deshabitada que, desde entonces cobija los restos del ilustre comandante y lleva su nombre.
Las islas, incorporadas a la administración rusa a través de la compañía dedicada a la industria extractiva de pieles de mamíferos marinos, empezaron a poblarse de administradores y cazadores, muchos de ellos aleutianos, expertos en el arte de seguir a sus presas en el gélido paisaje del estrecho, bautizado ahora con el nombre del marino de origen danés.
Steller, por su parte, moriría en 1746. Nunca regresó al puerto de partida, al que sí llegarían algunos de sus dibujos y apuntes. En esas notas, destacaba que la bestia descubierta se trataba de un manatí, la Vacca Marinae de los holandeses, dándole el nombre de un mamífero que habitaba en las regiones de África, América y las costas del Océano Índico y del Pacífico sur.
En realidad nadie sabía muy bien qué relación guardaban entre ellos porque para clasificarlos se necesitaban los huesos, reales o figurados pero, en el caso de la vaca septentrional, además del boceto de Steller, apenas si se contaba con dos costillas y una placa dentaria, depositadas en el Museo de Zoología de la Academia de San Petersburgo. Von Baer, con sorna, escribiría: “solo nos queda redactar su obituario”.
Lejos de resignarse, von Baer acudió a su astucia de funcionario y de fino observador de las costumbres: los loberos y balleneros, los cazadores y pescadores, al carnear sus presas, dejaban las osamentas abandonadas, si carecían de valor económico. Se trataba entonces de distinguir en qué forma se habían depositado. Y así se hizo: muy pronto, los oficiales de la compañía empezaron a reportar hallazgos. Luego se estableció un premio para dar con más partes del animal gracias a las cuales, J.B. Brandt, el director del Museo, publicaría una descripción anatómica y varias láminas que volverían a las colonias para instruir visualmente a los residentes.
Así, en 1855, Petersburgo ostentaba un esqueleto completo que disparó la codicia de otros museos, como el de Helsinki –por entonces parte del Imperio Ruso– que se lanzaron a esa misma búsqueda. En 1860, Europa contaba con tres.
Von Baer había sugerido, además, revisar en la basura de los cazadores que se habían instalado en el archipiélago del Comandante a fines del siglo XVIII y que seguramente se habían alimentado de este pobre animal. Unos consejos que serían seguidos por más de un viajero a cargo del fomento de esta nueva industria del reciclado de los restos de comida. Así, en la circunnavegación de Eurasia a través del Ártico, realizada en el Vega entre los años 1878-1880, el explorador sueco Adolf Erik Nordenskiöld descendería en las islas del Comandante con el objetivo de llevarse huesos de ritina para los museos de su patria.
Nordenskiöld inventaría un método para cosechar huesos en la playa bajo la mirada escéptica de los europeos y norteamericanos: se enteró que las cabañas de los nativos atesoraban algunas colecciones de huesos y las compró a un precio exagerado de manera de cebar al vendedor y provocar la envidia de sus vecinos.
Ni lerdos ni perezosos, gran parte de la población masculina salió tras ellos, con tanto entusiasmo que Nordesnkiöld se despidió desde babor del Vega parado al lado de veintiún barriles y varios toneles llenos de huesos. Sobre ellos, tres cráneos completos. Había bastado examinar el suelo con una varilla puntiaguda, prestando atención al sonido y a la lógica de los basurales.
A pesar de ellos, había sido imposible dar con las costillas: eran duras como el marfil, los nativos se habían adelantado a los zoólogos y las habían reutilizado para sus tallas o para afilar los patines de los trineos.
Este episodio menor, ocurrido en el más marginal de los espacios, conecta las prácticas de la historia natural, la arqueología y la historia de las extinciones causadas por el hombre pero también muestra cómo la explotación de la basura fue adquiriendo nuevas dimensiones científicas, comerciales y simbólicas.
La prosa de von Baer no dejó ninguna reflexión al respecto. Pero el envío de instrucciones y de láminas, las recompensas monetarias, la mera presencia de preparadores o investigadores en la isla dispuestos a invertir tiempo y dinero preguntando qué se hacía con los desechos de comida y buceando en los recuerdos de los más viejos, no hicieron más que despertar una actividad económica y una especialidad a tiempo completo o parcial: la de buscador de huesos en la basura de los abuelos. Sí, en esas islas del lejano oriente ruso, donde Bering, todavía, espera la llegada de un barco que le traiga las costillas de regreso.