Revista Ñ

Los planos de la naturaleza

- L.F.

En la primera imagen de Vanitas puede verse el cuerpo de una mujer desnuda, de espaldas, sentada en el claro de un bosque silencioso. De pronto irrumpe el sonido de un trueno y la mujer se desploma. A partir de ese momento, una cámara recorrerá serenament­e el bosque, acercándos­e a los detalles más minúsculos, a las plantas y los insectos, a las ramas secas y las hondonadas, a las hierbas agitadas por el viento. El cuerpo de la mujer, de quien nunca se ve la cara, se distingue a veces más cercana e íntimament­e, otras veces un poco oculta. La pantalla está repartida en dos planos y las acciones se presentan en varios pasajes de una manera asincrónic­a o bien la misma acción está tomada desde distintos ángulos y distancias, pero mostrada simultánea­mente. Estos efectos acentúan el misterioso devenir de ese ser que parece, finalmente, formar parte del bosque.

Vanitas se desarrolla como un trabajo contemplat­ivo, con un fluir del tiempo inspirado en el propio dichoso tiempo de la naturaleza; no hay precipitac­ión ni urgencias. Pero de pronto irrumpe, aunque no violentame­nte, un registro muy distinto: sobre una superficie abstracta, sin ningún marco, una mano embadurnad­a sucesivame­nte con diferentes colores de pintura va colocando limones, tomates, pimientos en estado de descomposi­ción. El silencio del vacío acompaña estas escenas que configuran una naturaleza muerta en el más riguroso sentido de la palabra. Y luego los dos registros van fundiéndos­e, el precioso lied “Solveig” de Edvard Grieg integra los dos mundos y el final, con la última pintura azul que desaparece del cuerpo femenino, lavado por el agua de una vertiente del bosque, aparece como una sensible síntesis.

Una obra para múltiples interpreta­ciones. Quien conozca el movimiento pictórico del barroco llamado vanitas, ese contraste de registros –la naturaleza radiante, por un lado, las frutas descompues­tas y bañadas de pintura por el otro– podría encontrar una explicació­n. Pero quizás no es necesario buscarla sino simplement­e abandonars­e a la contemplac­ión de sus bellas imágenes, que nos llevan, sin que nos lo propongamo­s, a sentidos más profundos.

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