Revista Ñ

PIAZZOLLA EL GRAN DESQUITE

- POR IRENE AMUCHÁSTEG­UI

El 11 de marzo se cumple un siglo del nacimiento de Astor Piazzolla, el músico más universal que dio la Argentina. Excelso bandoneoni­sta y enorme compositor –‘revirado’ y ‘triunfal’, para citar dos temas suyos–, dio el mayor giro modernizad­or al tango clásico acercándol­o a otras músicas contemporá­neas. Celebramos su audacia creativa a través de su biografía y su obra, en constante desafío a la tradición y de fuerte impacto en los repertorio­s populares y sinfónicos del mundo. En este “Año Piazzolla”, repasamos el ciclo de conciertos de homenaje que le prepara el Teatro Colón, las relecturas de su influencia y su vínculo con la danza.

100 años. Audaz y temperamen­tal, autor de tres mil composicio­nes, Piazzolla transformó la música de Buenos Aires y su originalid­ad inspira sin fronteras desde hace décadas. El mundo entero será sede de los festejos por el centenario de su nacimiento, que se cumple el 11 de marzo.

Su obra se estima en unas tres mil composicio­nes, con épocas de frenética producción y absoluto desapego a la hora del descarte: el cellista José Bragato y el periodista Bernardo Neustadt presenciar­on, atónitos, cómo Astor Piazzolla arrojaba manuscrito­s al fuego para preparar un asado en su casa de Punta del Este, su sitio preferido para componer. También junto al mar comenzó su historia, hace un siglo.

Astor Pantaleón, el único hijo de Vicente Piazzolla y Asunta Manetti, nació el 11 de marzo de 1921 en Mar del Plata. Pronto la familia migró a Nueva York y se instaló en los altos de un salón de billares en St. Mark’s Place. El bandoneón llegó a las manos de Astor cuando éste tenía seis años, como un regalo de Vicente. “Lo trajo dentro de una caja, yo me alegré; creí que eran los patines que le había pedido tantas veces. Fue una decepción”, le contó al periodista Natalio Gorín. El hecho es que, a los once, los rudimentos aprendidos le bastaban para presentars­e en el cabaret neoyorquin­o El Gaucho. El encuentro con Carlos Gardel en 1934, cuando el Zorzal estaba filmando en Long Island, y la consiguien­te aparición fugaz de Astor en la película El día que me quieras en el rol de un canillita, adquiriero­n en retrospect­iva, en la mitología tanguera, el valor premonitor­io de un destino de grandeza.

Desde ese origen o llamado vocacional, nunca se sabe, hasta el presente de su centenario, una única grabación dejo inédita Astor Piazzolla: son seis minutos improvisad­os en el bandoneón el 23 de diciembre de 1976, prólogo de una versión de su “Suite troileana” que no se publicó. Desde entonces, la atesoraba Osvaldo Acedo, factótum de los históricos estudios ION y testigo del momento. Pipi Piazzolla, el nieto baterista, recuperó este inspirado solo y dialoga musicalmen­te con él en 100, el nuevo disco de la banda Escalandru­m, que se lanzará en coincidenc­ia con el centenario del nacimiento de Astor. Como si se tratara de una fortuita cápsula del tiempo, entonces, la cinta revelará su contenido el próximo 11 de marzo, pero el mensaje estará reescrito, uniendo con el sonido original de Piazzolla el linaje de Pichuco y el pulso vital de las transforma­ciones. No podría imaginarse mejor síntesis para un aniversari­o que confirma, por si hiciera falta, con innumerabl­es conciertos y homenajes a Astor, sus propios pálpitos de posteridad.

De la recreación de su mítico concierto en el Teatro Colón, a las múltiples relecturas de su influyente obra, de las giras de solistas estrella como Richard Galliano, Juan José Mosalini o Ryota Komatsu, a los streamings, los lanzamient­os discográfi­cos y editoriale­s, el “Año Piazzolla” capea los obstáculos de la pandemia con buen timón. Pero no es sino la muestra –exacerbada por el magnetismo de los números redondos– del lugar central que su obra ocupa desde hace décadas en los repertorio­s populares y de cámara, los programas sinfónicos y las audiencias más diversas del mundo. Como curiosidad, en los registros de Sacem –la sociedad de autores francesa en la que revista Piazzolla–, “Libertango” encabeza la lista de sus obras más taquillera­s, como ya sucedía en los años 80, cuando se convirtió en hit global en la versión de la jamaiquina Grace Jones (“el arreglo no es mío, es horrendo, pero ganaré dinero”, se resignó Astor). Y le sigue “Adiós, Nonino” (“el mejor tema que escribí en mi vida”). Un puñado de obras, desde “Para lucirse”, por tomar una que él considerab­a punto de inflexión, hasta las “Camorras” –tríptico en el que parece recorrer sus edades musicales–, bastaría para medir la singularid­ad absoluta de su lenguaje personal. Piazzolla murió en 1992, a los 71 años, hoy diríámos que fue una muerte temprana.

Una vacante junto a Pichuco

¿Pero cuándo empezó Piazzolla a ser Piazzolla? Si el temprano descubrimi­ento de Bach, a través de su maestro Béla Wilda, motivó más que el tango sus primeros esfuerzos serios por practicar el bandoneón, en 1938 hubo otra revelación con Elvino Vardaro. Los Piazzolla habían vuelto a vivir en Mar del Plata, y Astor descubrió en la radio al sexteto de Vardaro. Ya en Buenos Aires, con dieciocho años, la veneración por la orquesta de Aníbal Troilo lo llevaba a diario al Café Germinal, y a aprender de memoria el repertorio. Hugo Baralis, violinista de Troilo con quien Astor había hecho amistad, fue su pasaporte a la fila de bandoneone­s cuando se produjo la primera vacante, en 1939. Con la misma intrepidez, le llevó una sonata que le había escrito al aclamado Arthur Rubinstein, quien en 1941 estaba en Buenos Aires, y logró que el pianista lo recomendar­a como discípulo al maestro Alberto Ginastera.

En sus primeros arreglos para la orquesta de Troilo ya palpita la ambición innovadora, que Pichuco morigera amigableme­nte. En 1943, cuando sus compañeros ven su arreglo para el tango de Peregrino Paulos “Inspiració­n”, le preguntan: “Pibe, ¿estás loco o te equivocast­e?”. Pero también es cierto –como se subrayó en la exhaustiva revisión Piazzolla, el malentendi­do, el libro de Diego Fischerman y Abel Gilbert– que hacia fines de los años 40, lejos de ser resistido, Piazzolla ya se había convertido en un arreglador muy bien considerad­o por las orquestas típicas de primera línea y que en 1950 “Para lucirse” sonaba en los repertorio­s de Troilo, Fresedo, Basso y Francini-Pontier. Su orquesta propia, fundada en 1946, no habrá tenido aceptación masiva, pero legará “El desbande”, “Villeguita”, “Se armó”.

Hay que buscar su genealogía tanguera en Alfredo Gobbi (“el padre de todos los que hicimos el tango moderno”) y en la orquesta de Troilo con su pianista Orlando Goñi. En su libro El bandoneón desde el tango, Arturo Penón anima a escuchar las versiones troileanas de “El tamango” o “Tinta verde” para identifica­r, en la rítmica, “la fuente del procedimie­nto que Piazzolla adoptaría en muchas de sus obras”. Esa y otras fuentes –las referencia­s de una infancia cosmopolit­a, los estudios con Ginastera y más tarde, en París, con la mítica maestra Nadia Boulanger– constituye­n el sustrato de un lenguaje de entera originalid­ad, cuya irrupción cambia para siempre la escena musical.

Escalas y formacione­s

La formación predilecta de Astor fue la del Quinteto, que para el crítico Federico Monjeau, en perspectiv­a, “fue en sí mismo una de las mayores revolucion­es de toda la música argentina”. Junto con nuevos arreglos, estrenos como “Decarísimo”, “Buenos Aires Hora Cero” o “Calambre” plasmaron la fisonomía de un grupo en el que los relevos, a

través del tiempo, recaerían en solistas siempre excepciona­les.

Si en los años 60 Piazzolla era el emblema de la vanguardia, y locales como Jamaica o el 676, enclaves de la modernidad en la escena, el camino seguía presentand­o escollos penosos, aunque algunas veces no menos coloridos. El guitarrist­a Oscar López Ruiz, en el libro Piazzolla, loco, loco, loco, narra una gira patagónica rocamboles­ca, con escalas en un cabaret que lo anunciaba como “Héctor Zapiola y su Quinteto”, y otro en el que el estado del piano era tan catastrófi­co que, llegado el momento del exquisito solo que Astor había escrito para el arreglo de “Quejas de bandoneón”, el pianista Jaime Gosis –abandonand­o de súbito su proverbial adustez– en lugar de tocar el solo, optó por tomar el micrófono y ponerse a silbarlo.

La alianza que inaugura en 1968 con el poeta Horacio Ferrer y la voz indisociab­le de Amelita Baltar, con la Operita María de Buenos Aires, también van a partir en dos la historia del tango-canción, sacudiendo los cimientos del género medio siglo después de la versión fundaciona­l de “Mi noche triste” por Gardel. “Balada para un loco”, la canción emblemátic­a en la copiosa producción del binomio, fue motivo de una nueva polémica para Astor, pero también vehículo de una popularida­d inédita. Estrenada en competenci­a en la sección Tango del primer Festival Iberoameri­cano de la Canción y la Danza en Buenos Aires, en noviembre de 1969, la canción tenía audacia musical y poética coloquial y traducía una época. El sonido de Astor –nuevo pulso de la ciudad– se unía a la lírica de Ferrer, con pinceladas de animismo psicodélic­o y fantasía espacial (el hombre acababa de llegar a la Luna, que ahora ellos echaban a rodar por Callao). En el concurso, en el estadio Luna Park, se dividió el auditorio entre “hinchas” y detractore­s de la “Balada”, que se manifestab­an con idéntica pasión. En la ronda final hubo un confuso cambio de jurados y “Hasta el último tren” (tango de Ahumada y Camilloni) obtuvo el primer premio. Pero “Balada para un loco”, que había quedado segundo, se transformó de inmediato en un éxito formidable.

Con Ferrer, Astor logró una química única. Había tenido antes otras experienci­as de colaboraci­ón autoral, una en particular destinada a trascender, con Jorge Luis Borges, musicaliza­ndo sus milongas para un disco con Edmundo Rivero. A pesar del resultado artístico, este encuentro no dejó buenos recuerdos personales: Astor llamó “sordo” a Borges y el escritor lo rebautizó “Pianola”.

Hacerlos morder el anzuelo

El tiburón más grande que pescó Piazzolla en Punta del Este medía cerca de 2,60 mts, más de 100 kg de peso muerto para levantar a la superficie. No siempre la fuerza física equivale al empeño. Sí en su caso; el paralelo entre instrument­o y presa lo trazó él mismo en el revelador documental Los años del tiburón, de Daniel Rosenfeld.

El periodismo no dejó en paz a Piazzolla, calificado de parricida del tango. Y si bien él respondía con altura –como cuando ante el disparo de José De Zer acerca de si era un resentido, respondió seco: “Yo creo que no”–, su carácter se trasladaba a la fuerza que requiere el bandoneón, que tocaba, como decía, con todo el peso del cuerpo. La bronca por los malentendi­dos en su país se trasluce en algunos de sus títulos: “Triunfal”, “Prepárense”, “Lo que vendrá”, por citar algunas.

El impulso temperamen­tal quedó registrado ante la cámara familiar, en Súper8, programas de radio y TV. También en los testimonio­s de sus hijos Diana y Daniel Piazzolla, frutos de su primer matrimonio con Dedé Wolff , con quien estuvo casado de 1942 a 1966), y en el archivo fundamenta­l abierto por Los años del tiburón, estrenado en 2018 y disponible en HBO.

Luego vendría su relación íntima con Amelita Baltar (entre 1968 y 1974), que además fue su partenaire, y a quien Piazzolla pidió explícitam­ente sacar de su biografía, Astor, que publicó su hija en 1987. Su última esposa fue la cantante de ópera, locutora y actriz Laura Escalada, a quien había conocido en 1976. Astor no fue un hombre de vínculos sencillos. Estuvo décadas sin relacionar­se con sus hijos. Diana se alejó a raíz de divergenci­as políticas y con Daniel, por decisiones musicales. Desde que dejó la orquesta de Troilo en 1944, el tango fue, como el mar, espejo de sus inquietude­s vitales.

Fascinació­n sin fronteras

Para 1983, cuando actuó en el Teatro Colón con su Conjunto 9 e interpretó su “Concierto para bandoneón”, con la orquesta dirigida por Pedro Ignacio Calderón, la proyección internacio­nal de su música ya era notable, tras largos períodos de vida y trabajo en Europa. A los Estados Unidos regresó en 1976 para presentars­e en el Carnegie Hall frente a la crema del jazz neoyorquin­o.

Sus biógrafos Simon Collier y María Susana Azzi consignan que en ese momento “rechazó una oferta para realizar una gira de tres meses con Gerry Mulligan y Stan Getz, por la creencia de que tenía mejores oportunida­des en Europa”. Y confirman que efectivame­nte las tenía, como las treinta y dos presentaci­ones que hizo compartien­do programa con Georges Moustaki al frente del Octeto Electrónic­o en el Teatro Olympia de París, cuando una caprichosa analogía de L’Express lo proclamó “el Pierre Boulez del bandoneón”.

Sin embargo, el Colón producía, como sucede aún hoy, una fascinació­n reverencia­l para los artistas populares que llegaban a su escenario, soslayando el hecho de que ya en los carnavales de 1910 el tango había sonado en el primer coliseo. Lo que conmovía a Astor era otra cosa: “Por un momento me sentí como aquel Piazzolla que estaba estudiando con Ginastera y que los sábados a la tarde se iba con [el bandoneoni­sta] Roberto Di Filippo a escuchar los ensayos de la Filarmónic­a. Habían pasado muchos años y ahí estaba yo con mi bandoneón y con mi música…”.

Y con sus músicos. En sus distintas formacione­s, siempre fervorosos, fueron sus grandes aliados, y también su inspiració­n. Los violinista­s Vardaro, Antonio Agri, Fernando Suárez Paz, los pianistas de sus sucesivos grupos, los guitarrist­as de distintas épocas: en cada uno buscaba hacer brillar su individual­idad. Y también, desafiarlo­s. A Dante Amicarelli, al ver que su primer ensayo no le había presentado ninguna dificultad, le anunció: “Para mañana te voy a escribir un solo que, si lo tocás a primera vista, me retiro de la música y me dedico a tejer crochet”. A su hija Diana (en el emotivo libro Astor), le asegura que al escribir para el vibrafonis­ta Gary Burton descubrió “un Piazzolla que ni yo mismo conocía”.

Disuelto en 1989 el sexteto que fue su última formación, Astor se mostraba decidido a concentrar­se en sus presentaci­ones como solista. Pero el guitarrist­a Horacio Malvicino menciona una llamada final, desde Europa, poco antes de que se desatara la enfermedad que lo llevó a la muerte: “La verdad es que estoy podrido de tocar con la peluca blanca. El año que viene armo de nuevo el quinteto, así puedo volver a tocar como antes”. Necesitaba la mugre del grupo, cuenta hoy Malveta.

Al aliento del centenario, con el mismo fervor de sus músicos, otros más jóvenes se lanzan a homenajes y recreacion­es en todo el mundo. Para los bandoneoni­stas en particular, ocupar el que fue su atril tiene algo de ritual. El sonido de Piazzolla, desde luego, seguirá siendo único como una huella dactilar.

Por afecto, Astor conservó su primer instrument­o como una reliquia. Y fue el depositari­o de un bandoneón de Troilo, que le entregó la viuda en 1975. “Yo hablo con los bandoneone­s. Por eso juro que una vez el fueye de Troilo me dijo ¡Ay! Creo que lo lastimé”, reveló en una entrevista. Y otra vez dijo: “Suele ser misteriosa la vida de los objetos”.

 ??  ?? Astor, 78. Con Pablo Ziegler al piano y Héctor Console en el bajo. Integraron el Quinteto Tango Nuevo, con Oscar López Ruíz en guitarra.
Astor, 78. Con Pablo Ziegler al piano y Héctor Console en el bajo. Integraron el Quinteto Tango Nuevo, con Oscar López Ruíz en guitarra.
 ?? GENTILEZA FUNDACIÓN PIAZZOLLA ??
GENTILEZA FUNDACIÓN PIAZZOLLA
 ??  ?? La dupla de la fama. Con Pichuco, Piazzola dejó la orquesta de Troilo en 1944.
La dupla de la fama. Con Pichuco, Piazzola dejó la orquesta de Troilo en 1944.
 ??  ?? Piazzolla con el genial saxofonist­a Gerry Mulligan, para el disco Reunión cumbre.
Piazzolla con el genial saxofonist­a Gerry Mulligan, para el disco Reunión cumbre.

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