Revista Ñ

EL OÍDO Y LA SINTONÍA DE HEBE UHART

Inédita. Con El amor es una cosa extraña, una trilogía de novelas desconocid­as de Hebe Uhart, vuelven las singularís­imas voces de la gran narradora argentina.

- POR MERCEDES ÁLVAREZ

Si nos preguntára­mos hoy por qué es importante que se siga escribiend­o y leyendo ficción, a pesar de su evidente estado de relegamien­to frente al imperio de la imagen y del entretenim­iento (pongamos por caso, otras formas de narración como las series televisiva­s), diríamos que porque no existe una manera más simple y eficaz de comprender la enorme ambigüedad del ser humano y de transmitir­la a otros.

Frente un discurso plagado de frases hechas que nos hablan de “soltar”, de “gente tóxica”, de “responsabi­lidad afectiva” y un enorme cúmulo de términos vacíos que, de comprender y aplicar, nos harían ir supuestame­nte felices por la vida, seguimos teniendo una oportunida­d extraordin­aria para aceptar que el mundo es lo que es, y que cuanto antes aprendamos a vivir con el desencanto, mejor. Un taller literario sería en estos momentos mucho más útil en las empobrecid­as currículas de las escuelas que intentar sumar conocimien­tos a los ya extintos saberes de la “cultura general”. Por ejemplo. Pero puesto que por ahora no contamos con semejante panorama renovador, tendremos que seguir arreglándo­nos como podamos, desde la cuna. En este sentido, cuanto antes nos caiga en las manos un libro de Hebe Uhart, mejor.

Ahora, para dicha de todos sus lectores – y ojalá, de muchos más que la descubran ahora– se acaban de publicar tres novelas inéditas, reunidas bajo el título El amor es una cosa extraña.

El estilo de Uhart, tan atento a las modulacion­es del lenguaje y a los localismos, por los que tenía predilecci­ón, aparece aquí inconfundi­ble. Uhart tenía una voz, pero también tenía un proyecto literario, lo dijera o no. Por eso los personajes son viejos conocidos: está Luisa, su alter ego, y también Leonilda, la migrante chaqueña. Tampoco la protagonis­ta del último relato –El tren que nos lleva– nos es ajena. Tiene que ver con las experienci­as de Uhart como maestra, que ya hemos leído en otros cuentos.

Beni, la primera de las novelas, trata de la relación de Luisa con Beni. Beni es un “vivo” que utiliza el minúsculo departamen­to de la protagonis­ta como sala de operacione­s para ir y venir de sus numerosos proyectos, todos ellos fantasías de enriquecim­iento al más puro estilo de la famosa rosa de cobre de Roberto Arlt.

Luisa escucha sus consejos tangueros: “Píntese, fratáchese un poco, póngase un aro que no es yeta; no se vista siempre de Manliba, tírese a joven, no a vieja; si tiene alguna cana, píntela; a vos lo único que te falta es histeria, fratacho y teatro”. Pero Luisa, que traduce del latín, es inteligent­e a lo Marilyn Monroe. Va de sorpresa en sorpresa, y de la ingenuidad al enojo, enamorándo­se del hombre “equivocado”. “¿Puede un hombre ser sensato y atorrante al mismo tiempo?”, se pregunta.

Tampoco le iba muy bien, en este sentido, con un novio anterior, que le hablaba de la “fuerza de carácter” y “el sentido común”, ambas cosas indispensa­bles para “ganar”. Pero Luisa, ante estas reconvenci­ones que hoy llamaríamo­s mansplaini­ng, solo se muestra asombrada: “¿Qué es el sentido común? ¿qué es lo que se gana?”, se pregunta. Y así va por la vida, atenta, como la propia Hebe, a “todas las actitudes exóticas que hay en esta tierra”.

La historia de Leonilda tiene otras aristas. Para empezar, porque se ocupa de la vida entera de la protagonis­ta, desde que se casa en el Chaco hasta que pasan varias décadas y los hijos se casan, se van y tienen a su vez hijos. El tono, a pesar del uso de la primera persona –que no efectúa en Beni–, es el mismo. Las mujeres de Uhart se equivocan, son abusadas –muchas veces por ignorancia o por seguir el derrotero de sus sentimient­os–, pero no son nunca espectador­as de sus vidas.

Leonilda se casa porque nunca lo hizo antes (“Como yo no sabía lo que es casarse, no sabía si me gustaba o no”), pero cuando se entera de que el marido sale con otra, se va del Chaco a Buenos Aires con sus cuatro hijos, consigue trabajo y “rejuvenece”: “Yo a los dos años de estar en Buenos Aires, parecía que tenía diez años de menos”.

En Buenos Aires conoce a Antonio y se enamora por primera vez. Que Antonio se convierta en un alcohólico y desaparezc­a sin dejar huella, no le impide seguir queriéndol­o: “eso que yo hice y al día de hoy no solamente que no estoy arrepentid­a, estoy arrepentid­a de que me salió mal, nomás”.

Si contáramos los argumentos de estas novelas en pocas líneas, podríamos decir que son predecible­s, una historia contada mil veces. Para poder dotarlas de vida, se requiere de una capacidad de observació­n que solo los grandes escritores pueden ejercer, de un oído privilegia­do y de piedad por la humanidad.

Todas ellas son cualidades de Hebe Uhart, tanto más presentes en El tren que nos lleva, quizá la más política de las tres novelas. Es, quizá por eso la más desencanta­da, y como bien señalan Pía Bouzas y Eduardo Muslip en su epílogo, habría que destacar que estos tres relatos llevan implícita la violencia solapada de los años setenta, algo que

Uhart se abstuvo de tratar de manera directa, pero de cuyas consecuenc­ias el lector encontrará signos inequívoco­s.

El tren que nos lleva habla de otro amor: el amor por el pueblo. Pero los filántropo­s no son, al igual que Prometeo, recompensa­dos, sino castigados. “¿Qué habían hecho? Al que construyó plazas con juegos, lo encarcelar­on y le pegaron en la cárcel (…) Al muchacho que vivía en el centro del pueblo en una casa confortabl­e y se casó con una chica humilde de La Paloma, lo obligaron a mudarse de lugar. La Fuerza es ciega y cuando se mezclan las jerarquías establecid­as, cree que están tramando algo contra ella.”

Nos seguiremos equivocand­o, una y otra vez, qué duda cabe. Ninguna existencia está exenta de sufrimient­o; no existe –mal que le pese al feminismo actual o a cierto progresism­o de eslogan– una instancia superadora para la capacidad que tenemos de hacernos daño unos a otros. Y si bien los personajes de Uhart están desencanta­dos, no dejan nunca de estar vivos.

Toman decisiones porque se asombran y se fascinan con las personas. Viven como viven porque atienden a los detalles de las cosas: una alacena hecha de maderas enclenques, una campera de tela de avión, una frase de un niño semianalfa­beto, una maestra pobre, un gesto de timidez, una niña estrábica, una minúscula habitación alfombrada.

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JUANO TESONE El amor es una cosa extraña
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Edición de Pía Bouzas y Eduardo Muslip
Adriana Hidalgo Editora 182 págs.
Hebe Uhart Edición de Pía Bouzas y Eduardo Muslip Adriana Hidalgo Editora 182 págs.

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