Revista Ñ

Collage: engrudo genial y pintura con tijeras

Oda a la levedad del papel. Breve historia del montaje gráfico, de los recortes de un Matisse anciano hasta los petardos de Alberto Greco.

- POR JULIA VILLARO

En 1965, desilusion­ado de las institucio­nes, el artista Daniel Buren decidió intervenir el espacio urbano sacando su obra a la calle. Largos tramos de tela de toldos –franjas verticales blancas y azules, o verdes, o negras– comenzaron entonces a aparecer misteriosa­mente adheridos a los muros, los carteles publicitar­ios, la señalética vial en las calles de París. Con el correr de los años este artista francés se convirtió en un referente fundamenta­l (y fundante) del arte conceptual internacio­nal, y aquellas bandas pegadas, en sus señas particular­es. Hoy, su trabajo puede leerse también (¿por qué no?) como un ancestro legítimo de la actual práctica del paste- up, o arte de las pegatinas, una de las técnicas más utilizadas hoy por quienes se dedican al street art.

Es que los cientos de artistas urbanos que invaden las calles no sólo comparten con Buren la intención de interferir en la circulació­n ciudadana, despertand­o cierta extrañeza que los rescate de la alienación cotidiana. También los une esa insistenci­a casi frenética en el gesto de agregar (pegando sobre aquella alienada trama urbana) una capa más al cargado discurso informativ­o con el que nos ganan los muros.

Antes todavía de Buren, el argentino Alberto Greco -pionero silencioso de tantas otras cosas- lo había hecho en Buenos Aires. Fue un día de 1960 cuando los muros de la calle Corrientes apareciero­n empapelado­s de afiches de diseño y tipografía de clara evocación política, con la leyenda “Greco, ¡qué grande sos!”. La alusión al peronismo proscripto era evidente, así como la provocació­n hacia un medio cultural y artístico que no salía de cierta modorra plástica. A esos fines, pegar afiches fue lo que se dice un golpe de efecto.

Al intentar rastrear antecedent­es históricos de prácticas tan vigentes como la del paste-up, dentro de lo que todavía era (¿es?) considerad­o “las bellas artes”, corremos el riesgo de caer en un vicio, o bien en un absurdo. Con más de 40 años de presencia en las calles, el arte callejero ya tiene su propia historia. Y próceres no le faltan. Pero la pegatina encarna otra cosa.

Por debajo de la intención (común al stencil y el mural) de intervenir el espacio común y llamar la atención, convirtien­do a los ciudadanos en espectador­es obligados de una obra efímera, en la pegatina detectamos el gesto profundame­nte sensual y sugestivo de adherir algo a una superficie, hasta que ambas cosas se fundan en una misma dermis. “Nada –poetizaba Paul Valéry– es tan profundo como la piel”.

No es casual que el gesto de cortar y pegar tenga su entrada oficial en la historia del arte en las primeras décadas del siglo XX, cuando la idea de montaje –articulada a partir de la experienci­a del cine, la fábrica y la vida urbana moderna– encarna un espíritu de época. Pegar y montar fragmentos de realidades heterogéne­as para construir una nueva, que no sea una mansa representa­ción del mundo, es lo que buscaban utópicamen­te artistas como Picasso y Braque, en las primeras décadas del siglo. Sus papier collé (que significa literalmen­te papel pegado) son un antecedent­e clave del collage que muchos otros practicaro­n después. Sus naturaleza­s muertas altamente fragmentad­as ya no representa­n los objetos sino que los presentan. No hay pintura de un diario sino fragmento de un diario real, pegado en esa otra realidad que es la tela.

Años después, en plena ocupación nazi en Francia, sería Henri Matisse, otro pope de la pintura moderna, el que agregaría un eslabón más a la cadena que nos conduce del collage a las pegatinas. El maestro francés pasó sus últimos años de vida sumido en una técnica que llamó gouache decoupée (acuarela recortada) , y que muy probableme­nte fuera un modo de sortear el cansancio de un cuerpo anciano a la hora de pintar. “Dibujar con tijeras” o “cortar directamen­te en el color” le llamaba él a este procedimie­nto por el cual pintaba papeles que después cortaba y, con la ayuda de su asistente Lidya Nicolaieva, pegaba directamen­te en la pared, soporte último de sus obras.

A más de cien años de Picasso y otros tantos de Matisse, y con una serie de buenos artistas practicand­o versiones propias (la norteameri­cana Kara Walker y la chilena Catalina Schliebene­r bastan para mencionar dos ejemplos distintos y distantes, pero igual de poéticos, de estas prácticas en la actualidad), el pasaje del collage a la pegatina condensa otro, mucho más significat­ivo. Porque de la realidad irrumpiend­o en la tela, hemos pasado a la imagen irrumpiend­o en la realidad.

De todos modos no sería disparatad­o aventurar que, con un lenguaje codificado, normalizad­o (y mercantili­zado), sea cuestión de tiempo para que aquellas pegatinas hoy efímeras, kamikazes políticame­nte incorrecto­s inmolados en los muros, librados a las inclemenci­as del clima o a la acción (cubritiva) de otros, lleguen, con pared y todo, a las salas del museo. Junto a Picasso y Matisse, pero también cerca de Buren y Greco. (Y a los stencils callejeros del súper cotizado Banksy). Ya lo dice el antiguo proverbio: “Llegar y pegar es mucho acertar”.

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Los últimos años de Henri Matisse con sus “cuttings”, recortes de papel que él mismo pintaba y pegaba a la pared.
 ??  ?? Arriba, acción comando en la calle Corrientes, 1960. Léase “El Pocho” donde dice “Alberto Greco, ¡qué grande sos!”.
Arriba, acción comando en la calle Corrientes, 1960. Léase “El Pocho” donde dice “Alberto Greco, ¡qué grande sos!”.

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