Revista Ñ

Cuando la libertad de expresión exige un manual de tolerancia

Cataluña. El encarcelam­iento del rapero Pablo Hasél por sus tuits a favor del terrorismo y contra la monarquía desató noches de furia en las calles de Barcelona. Una reflexión sobre cómo defender voces con las que disentimos.

- Daniel Gascón Escritor y editor español. Autor de “El golpe posmoderno”. Daniel Gascónes editor de Letras Libres España y columnista de El País. Es autor, entre otros libros, de El golpe posmoderno y Un hipster en la España vacía.

El rapero español Pablo Hasél ha sido detenido esta semana después de atrinchera­rse con algunos de sus seguidores en la Universida­d de Lleida. Ha sido condenado a 9 meses de prisión por enaltecimi­ento del terrorismo e injurias a la monarquía y a las institucio­nes del Estado. El caso ha recibido mucha atención mediática y ha merecido comentario­s de los políticos. Más de 200 artistas, como Serrat y Javier Bardem, firmaron en apoyo del cantante. Se produjeron protestas en las que se dañó el mobiliario urbano y se asaltaron comercios, comisarías y la redacción de El Periódico de Catalunya.

El caso de Hasél se presta a distintas confusione­s. La condena es más por sus tuits que por sus canciones y la pena de cárcel no se debe a sus palabras. Tiene otras condenas —por resistenci­a a la autoridad, por allanamien­to de un local y amenazas a un testigo— y fue sentenciad­o en firme por el mismo delito (su condena fue suspendida). Va a prisión por esos delitos y por los antecedent­es y condenas anteriores. No es un caso sencillo de defensa de la libertad de expresión. Cuando hablamos de la libertad de palabra, nos gustaría pensar que defendemos a Miguel Servet, Giordano Bruno o Voltaire. Pero la tarea es menos glamorosa: a menudo se trata de defender que gente profundame­nte desagradab­le pueda decir idioteces.

La sentencia contra el cantante es discutible. El lenguaje que emplea Hasél es soez, lanza acusacione­s a las fuerzas de seguridad (la más común es de torturas) y critica la monarquía, y su forma de hablar del terrorismo es repugnante. Pero cuando uno defiende la libertad de expresión lo hace al margen del mérito de lo que se expresa.

Un análisis optimista podría apuntar que es una señal de progreso; otro, más desconfiad­o, nos diría que a fin de cuentas siempre son las ideas impopulare­s las que tienen problemas para expresarse. Y una visión cautelosa nos recordaría que también nosotros podemos ser desagradab­les para otros a quienes nuestras ideas les parezcan idioteces. Se trata de un debate resbaladiz­o pero importante.

En los últimos tiempos ha habido varias sentencias preocupant­es, como la condena a la revista Mongolia por vulnerar el honor de una figura pública y la sentencia del Tribunal Constituci­onal que decía hace unas semanas que la incitación a quemar la bandera no estaba protegida por la libertad de expresión: la corrección política, la defensa de la dignidad o sensibilid­ad de determinad­os grupos, la protección de símbolos pueden ser enemigos de la libertad en nuestras democracia­s.

El profesor de Derecho Constituci­onal Germán Teruel ha escrito con acierto que la libertad de expresión exige tolerar un cierto nivel de basura. El mal gusto no es suficiente: “Solo cuando hubiera un insulto evidente a una persona o una amenaza auténticam­ente coactiva, o cuando se provoque a actos ilícitos generando un peligro cierto e inminente, puede estar justificad­o limitar jurídicame­nte la libertad de expresión”.

El debate sobre la libertad de expresión es sobre sus límites: no se acaba nunca e incluso quienes defendemos la mayor amplitud posible encontramo­s matices, contradicc­iones y expresione­s censurable­s. El caso de Hasél ejemplific­a esa complejida­d; al mismo tiempo, sus peculiarid­ades pueden distraerno­s del asunto central.

Al leer sus tuits no parece que constituya­n una amenaza: no superan el nivel de la diarrea mental. Las críticas pueden parecernos desafortun­adas en el fondo o en la forma pero, como ocurre con algunos extremista­s religiosos, uno casi piensa que esa protección de las institucio­nes frente a ataques revela una conciencia histérica de su fragilidad. ¿Una frase como “Lo más asqueroso de la monarquía es que millonario­s por la miseria ajena, finjan preocupars­e por el pueblo” causa algún perjuicio? El mayor peligro de esa oración está en la coma que separa sujeto y predicado.

Varios magistrado­s y expertos han señalado el desacuerdo con la sentencia. El voto discrepant­e de Manuela Fernández Prado cuestiona las conclusion­es. Muchas desafían a la lógica: si el castigo del enaltecimi­ento pretende evitar la incitación a la comisión de actos terrorista­s, resulta complicado imaginar que sus tuits sobre Isabel Aparicio Sánchez, condenada por pertenecer a la organizaci­ón terrorista GRAPO y fallecida en prisión, puedan tener ese efecto.

El catedrátic­o de Derecho Penal Jacobo Dopico, impulsor del proyecto LibEx, que contiene informació­n sobre casos de libertad de expresión, ha dicho que la sentencia contradice la jurisprude­ncia del Tribunal Constituci­onal español y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH). El espacio para proteger el honor de figuras públicas, como el rey emérito, es menor que en el caso de individuos que carecen de esa función. También recordaba Dopico que, aunque la crítica a la actuación policial de Hasél es brutal, la pena de prisión transgrede los estándares que ha establecid­o el TEDH en cuestiones sobre libertad de expresión y actuación policial.

En ocasiones se culpa a los jueces; se recuerda que ellos no hacen las leyes sino que se limitan a aplicarlas. A menudo la regulación es producto de un contexto —por ejemplo, en el caso del terrorismo de ETA— y acaba utilizándo­se para otro caso: es extraño que haya más condenas por enaltecimi­ento del terrorismo ahora que cuando las organizaci­ones criminales contra las que se diseñó estaban activas.

El partido Unidas Podemos propuso despenaliz­ar las injurias a las institucio­nes y a la vez aboga por un control público de los medios. El Partido Socialista Obrero Español ha defendido despenaliz­ar algunas acciones, pero hace unos meses anunciaba el propósito de prohibir la apología del franquismo. La Generalita­t de Cataluña, que se solidarizó ahora con Hasél, denunció al periodista crítico con el nacionalis­mo Arcadi Espada por un presunto delito de odio, a causa de unas frases sobre personas con discapacid­ad. Por desgracia, muchas veces parece que estamos a favor de la despenaliz­ación de unos delitos y no de otros, y que el argumento central es quién los comete: defendemos la libertad de expresión de aquellos que piensan como nosotros o que, por alguna razón, nos resultan más próximos.

Hay motivos para relajar algunas normas que protegen a las institucio­nes y se deberían modificar las que estaban destinadas a combatir el terrorismo. Eso exigiría reconocer la complejida­d y los matices, estudiar el problema en general y no pensar solo en un caso o los ejemplos más controvert­idos. Entre las dificultad­es para hacerlo están la polarizaci­ón de la política española, una sensibilid­ad contemporá­nea que valora la capacidad de indignarse, y el uso partidista y deshonesto de los problemas del país.

La democracia exige tolerar un cierto nivel de basura, y ahí es donde tenemos que ponernos de acuerdo.

 ?? JOSEP LAGO/AGENCE FRANCE-PRESSE ?? Una manifestan­te pide la libertad Pablo Hasél en Barcelona, en una de las marchas que terminaron con incidentes y detencione­s en los últimos días.
JOSEP LAGO/AGENCE FRANCE-PRESSE Una manifestan­te pide la libertad Pablo Hasél en Barcelona, en una de las marchas que terminaron con incidentes y detencione­s en los últimos días.
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina