Revista Ñ

Siempre anduvo errante por el mundo

Poesía. Célebre escritor italiano de la primera mitad del siglo XX, Umberto Saba creaba versos de una simplicida­d oblicua, tangencial­mente autobiográ­ficos, capaces de latigazos líricos insospecha­dos.

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Autobiogra­fia

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Mi padre fue para mí siempre “el asesino”; hasta que a mis veinte años lo encontré. Entonces comprendí que él era un niño, y que el don que poseo de él provenía.

Tenía en su rostro mi mirada azul, una sonrisa, en la indigencia, dulce y astuta. Siempre anduvo errante por el mundo; más de una mujer lo amó y lo alimentó.

Era alegre y ligero; mi madre sentía todo el peso de la vida.

Se le escapó de las manos, como una pelota. “No te parezcas – me decía – a tu padre”:

Y yo en mí mismo lo comprendí más tarde: Eran dos razas en antigua contienda. Traducción: Ana Maria del Re

Límite

Habla conmigo largamente mi compañera de cosas tristes, graves, que sobre el pecho pesan como una piedra; maraña de males inextricab­les, que ninguna mano, tampoco la mía, puede desatar. Un pájaro de la casa de enfrente sobre el alero se posa un instante, al sol brilla, regresa al cielo azul que lo cobija.

¡Él, dichoso entre los dichosos! Tiene alas, ignora mi pena secreta, mi dolor de hombre junto a un límite: la certeza de no poder salvar a quien se ama.

La cabra

He hablado a una cabra.

Estaba sola en el prado, estaba atada. Harta de hierba, bañada por la lluvia, balaba.

Aquel balido igual era fraterno a mi dolor. Y contesté, primero por broma, después porque el dolor es eterno, tiene una sola voz y no varía.

Y yo oía esta voz gemir en una cabra solitaria.

En una cabra de rostro semita oía lamentarse cualquier otro dolor, cualquier otra vida. Versión de Jesús López Pacheco

Invierno

Es noche, invierno ruinoso. Tú alzas un poco los visillos, miras. Vibran tus cabellos salvajes, la alegría te dilata de pronto el ojo negro;

pues lo que has visto

–era una imagen del fin del mundo– te conforta y hace cálida y suave tu alma más hundida.

Un hombre se aventura por un lago de hielo, bajo una lámpara torcida. Versión de Jesús López Pacheco

Partido decimoterc­ero

Sobre las gradas un pequeño grupo extenuado se calentaba con su propio calor.

Y cuando

–inmensa áurea– el sol ocultó tras una casa su brillo, la cancha se aclaró con el presentimi­ento de la noche. Corrían por todas partes camisetas rojas, camisetas blancas, bajo una luz de extraña, iridiscent­e transparen­cia. El viento desviaba la pelota, la Fortuna se ponía otra vez una venda en los ojos.

Era agradable estar así, tan pocos, tiritando juntos, como los últimos hombres sobre una montaña, viendo desde allá el último combate. Traducción: Ana María del Re

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