“EL HORROR FUE CUBIERTO CON CAPAS SONORAS”
Música y dictadura. En Satisfaction en la ESMA, su nuevo libro, Abel Gilbert traza el vínculo oculto entre el Estadio Obras y la Escuela de la Armada, ubicados a siete cuadras de distancia.
Que Abel Gilbert haya compuesto una ópera, liderado uno de los conjuntos más singulares en experimentación de los últimos años como Factor Burzaco (que tambalea entre Frank Zappa, King Crimson y el lirismo dodecafónico) y además sea docente y Doctor en Comunicación no debería amedrentar. Sus ensayos van desde lo político (como el revelador Cuba de vuelta. El presente y el futuro de los hijos de la Revolución) a lo musical, como el recién reeditado Piazzolla el malentendido, junto a Diego Fischerman. Ese recorrido desemboca en un nuevo libro de ¿música? Luego de leerlo, Satisfaction en la ESMA nos hace preguntarnos dos cuestiones muy ricas: ¿este es un ensayo, que por su objeto de estudio y conclusiones, debería colocarse en una batea más general que la de los libros de música o, por el contrario, deberíamos empezar a pensar los libros de música como una manera amplia de ver (de oír) toda la cultura?
Ñ conversó por teléfono con el autor para desentrañar y ampliar aún más las caras, personajes y sonidos de una época, los 70, a la que siempre es fundamental volver. –Este es un libro en el que, a pesar de ser un ensayo, aparece tu voz. Ni más ni menos que la “voz” en un libro sobre trata de políticas del sonido: sucesos que viviste en la dictadura y tu propia experiencia.
–Algo de eso hay, por el propio entrevero de ensayo y memoria, en el sentido doble. Quise recomponer mi propia escucha, en un cruce de la biografía de mis afinidades electivas, mi educación sentimental bajo el terror, y a la vez, el recuerdo crítico de mi propia experiencia como adolescente y joven en un entorno, si se quiere, politizado.
–La idea que guía el libro es la de una presencia invisible, “muda” . Física, en la distancia entre la ESMA donde se torturaba y Obras, el nuevo templo del rock; y temporal, cuando al mismo tiempo que se realizaba el festival PrimaRock se secuestraban personas de 18 años.
–El horror fue cubierto con capas sonoras y discursivas pero al mismo tiempo la dictadura constituyó en líneas generales un “régimen de escucha” que dañó los sentidos, orientó la audición, determinó comportamientos que se naturalizaron. La contigüidad territorial entre el “homo sacer”, aquel que puede ser eliminado, y el “homo musicus”, el melómano guiado por un placer desinteresado, es perturbadora. ESMA: Avenida del Libertador 8151. Obras: Avenida del Libertador 7395. Unos 700 metros de separacio n. Y la mu sica, que es el medio, en el medio. Nuestro agujero negro. Ese fue el poder del campo fronteras afuera. Y el campo estaba en todas partes, irradiaba su efecto. Hay una escena muy interesante durante el concierto de La solidaridad Latinoamericana para la gesta de Malvinas en el que Spinetta le pide al público que abandone el lugar pacíficamente “como hemos aprendido”. ¿Ironía? ¿Fallido? No importa. El estado de excepción fue también perceptual. Eso es lo que queda completamente claro de esos años.
–¿Hubo, con las película pro-militares de Palito Ortega o con el acercamiento entre Videla y el compositor Alberto Ginastera, el intento deliberado de la dictadura de crear una cultura oficial musical, tanto clásica como popular? –En 1980, la dictadura se creía eterna, por eso Galtieri dice aquello de que “las urnas están bien guardadas”. En ese año, cuando Videla prepara la transición, se verifican intentos de crear una música claramente “afirmativa”, en especial en el ámbito de la tradición escrita, lo que llamamos música clásica. Por eso una obra de Ginastera, “Iubilum” (“Júbilo”, en latín, un significado muy sugerente en medio del horror) puede coincidir con la versión del “Himno a la alegría” por Palito Ortega y una banda de uniformados en “¡Qué linda es mi familia!”. Pero esa tentativa, amorfa, no completamente programática del gobierno de facto, se va a pique inmediatamente.
–Dos ídolos musicales aparecen en el libro: con Charly García tenemos una canción emblema de la alegoría de la dictadura como “Canción de Alicia” y a la que le dedicás un capítulo entero ¿Pensás que es “la canción” conciencia del estado terrorista? Y de Spinetta resaltás cuando, antes de interpretar “Aguila
de trueno” (“Estaqueado de pies y manos / Y este cuero / Ya se acorta / Pero no mi fe…”) pide no ser leído en clave polìtica. ¿Es supervivencia o hartazgo de la polisemia en clave política y de protesta?
–La “Alicia” de Charly es una muy buena canción, importante, pero que nos hace saltar a la vista un problema que la excede: está casi sola en lo que podríamos llamar “canciones sobre el horror”. Y, además, fue compuesta mayoritariamente antes del golpe. Me parece más fuerte el nombre de Alicia en sí, por Alice Domon, la monja francesa desaparecida y por el nombre del personaje de La historia oficial, entre varias Alicias. Con respecto a Spinetta y lo que sucede en ese recital, creo que hay que pensar en las condiciones perceptuales de 1977 y en la capacidad de los receptores de expandir los sentidos con una frase que pendula entre el sermón y quizá, la ironía. Yo creo que hay algo de inconsciencia: y no lo reprocho. Pero finalmente está la canción, con una fuerza que ningún paratexto puede inhibir.
–Todo lo relativo a la tortura con sonido que describe el libro es espeluznante y revelador: tanto las canciones usadas o el ruido del juego de ping-pong con el que se distendían los torturadores y que sirivió para que las víctimas den cuenta de escenas, ¿todo esto ya estaba en el Nunca Más?
–La información estaba en los expedientes, a la vista, y también en el Nunca Más. Pero otra cosa muy diferente es organizar un corpus, encontrar continuidades, juntar lo que está disperso y desatendido. Por eso, en su acumulación irrumpe la potencia. La ESMA fue una suerte de proto Guantánamo (desde 2008 que sabemos sobre el uso de canciones como forma habitual de tortura en la base militar) esporádica, circunstancial, pero en sintonía con los manuales de tortura que se escribieron durante la Guerra Fría, y cuyas prácticas se verifican en Grecia, Chile, el conflicto irlandés y, claro, la Argentina.
–Hoy se discute mucho la “querella estéticopolítico” como vos la enunciás en el libro. Algo que también incluye la cultura de la cancelación. ¿Tenés alguna reflexión sobre esto?
–No me atrevería a generalizar y sentar “doctrina”. En lo personal, el interrogante saltó a la vista: ¿podemos compartir gustos con asesinos y canallas? ¿Hablamos, finalmente, de la misma obra aunque tenga el mismo nombre? Es evidente que leer a Celine no es, en un plano, lo mismo que escuchar “hoy” a Michael Jackson. Cada uno debe sacar sus conclusiones y ver qué tipo de relaciones establece con un objeto y su creador. Es un tema resbaladizo.