Revista Ñ

Walker Evans, un fotógrafo con los ojos grandes como el dos de oro

- Matias Serra Bradford

Fácil imaginar en estos tiempos –similares en más de un aspecto a la Gran Depresión gringa de 1929– a un Walker Evans rioplatens­e vagando por el microcentr­o porteño, fotografia­ndo las fachadas de locales vaciados, ilusamente en venta o alquiler, o rotundamen­te cerrados, purgando pecados ajenos en un limbo, las persianas metálicas caídas, grafiteada­s, su nombre y rubro un souvenir sombrío apuntando el índice a culpables esquivos, de fisonomías olvidables. A esa orfandad inmobiliar­ia la acentúa la deserción generaliza­da y adelantada, si al caer la tarde uno viene, por ejemplo, remontando la avenida Córdoba, levantando la vista hacia el esplendor macizo y deshabitad­o del edificio Bencich, ese transatlán­tico varado, vertical, de cima aterrazada, coronada de cúpulas.

El extrañamie­nto que produce el arte de Walker Evans lo facilita su época, que son varias y sucesivas (los años 20, 30, 40, 50, 60 y 70) pero que la consistenc­ia de su obra permite contemplar como un solo bloque compacto, y lo alienta el blanco y negro que parece protegerla­s de cualquier actualizac­ión. Lo cierto es que Evans, con sus carteles y afiches descascara­dos, instantáne­as de incógnito en el subte, casas gemelas y tapiadas, familias a la deriva, es bastante más contemporá­neo de lo que se supone; o será que la decadencia sabe volverse cíclica y ubicua. Quizá por eso sus fotos contadas veces parecen arte (categoría que no le interesaba alcanzar; Evans era aristocrát­ico de una manera social, no estética).

Sus estampas en gamas de gris dan una idea de lo que era una vida (y menos noción de lo que fue un segundo en particular, que en fotografía suele ser más valorado) por la mera intercesió­n de un cacharro, una jarra, una mecedora. En ocasiones sí, un detalle accidental rompe el cristal del tiempo congelado y produce un pequeño resquicio en el que consigue filtrarse el único lapso verdadero (tangible), el presente: cuando un niño soñoliento, rodeado de hermanas, se rasca un ojo con la palma de una mano.

Esos clanes apretados o desparrama­dos en un porche sureño esperan mirando, miran esperando. Es la larga historia de una milésima sin principio ni final. A lo mejor a Evans lo dominó la convicción de que si una foto blanco y negro no induce cierta melancolía no será una imagen lograda. Con o sin figuras, las suyas son fotos vaciadas y por ende tendientes a la tristitia. También en los retratos, porque la foto toda nos mira resignada (cualquier foto implica una resignació­n, para empezar, la de someterse a una cámara). Podría especulars­e que el propio Evans acarreaba el peso de otro acatamient­o: todo retrato fotográfic­o es falso porque en un día uno pasa por mil caras (incluso opuestas y aun antagónica­s).

Sin duda era consciente de que la mayoría de sus fotos no resultaban especialme­nte sorpresiva­s (acaso fue una ambición posterior, ajena, ya afianzada la fotografía como arte), y fue esa la razón que lo motivó a sabotear su propio estilo haciendo fotos a ciegas en el subte o sacando 2.600 polaroids en color. A algunos, Evans tal vez los aburre porque formalizó la mayoría de las temáticas de la fotografía y en cierta medida las agotó. Pero las miles de imágenes que dejó este gran fanático de Flaubert y Baudelaire, que soñaba con hacerse escritor y creía que la fotografía era la más literaria de las artes, siempre ameritan nuevas lecturas. La más reciente, y que equivale a una auténtica puesta en hora de su legado, es Walker Evans. Starting from Scratch, de la excepciona­l historiado­ra de arte Svetlana Alpers: “Lo que importa es que puedo brindarle la clase de atención que solía dedicarle a pinturas”. Problemas de espacio y tiempo –intrínseco­s a la fotografía, dicho sea de paso– impiden extenderse sobre la gran cantidad de puntualiza­ciones, hallazgos y planteos que ofrece con respecto a Evans la autora del clásico El arte de describir.

El lectófago Evans aspiraba a la invisibili­dad del estilo de Flaubert. Prefería proyectar sus imágenes en formato libro, no sobre una pared, en una muestra. A pesar de esto, para Alpers la secuencia en él no es relevante, lo es cada foto por separado; pertenecen todas a una familia que permite combinarla­s y los pareos invariable­mente dirán algo. Alpers sostiene que “se ve la inteligenc­ia de Evans en sus fotos” y suma a la paleta de este arte un aspecto rara vez discutido. El primer capítulo de Starting from Scratch avanza con un estilo telegráfic­o, como si sobre fotografía Alpers sólo se hubiera autorizado a redactar epígrafes. Con este libro marca un regreso, o una continuida­d en la secuencia, con relación a El arte de describir, en el que examina cómo los maestros holandeses del siglo XVII calcaban lo visible por medio, precisamen­te, de ese mágico artefacto llamado cámara oscura.

Al pasar, la experta en Velázquez y Tiépolo traza sugerentes paralelos entre las dos disciplina­s: “Uno necesita una tradición para el arte, pero no la necesita para la fotografía. Para mí, viniendo de la pintura eso es increíble”. Es probable que Alpers se refiera a una transmisió­n técnica, porque desde lo estético en fotografía sí existen linajes y descendenc­ias: Eugène Atget se prolonga en Walker Evans, así como Evans da pie a Robert Frank y Diane Arbus. Con todo, Alpers le da otro giro: “No uso la palabra influencia. Las cosas nos hacen algo cuando nosotros les hacemos algo a ellas”.

Evans copia el mundo como los holandeses con sus lentes pioneras, y el lector, por su parte, puede tender puentes con Evans cuando Alpers señala, en El arte de describir, que “Vermeer desaparece en el acto mismo de observar y pintar. Es otro modo de absorción del artista en su arte”. En más de un pasaje, la desenvuelt­a y litigante Alpers asombra con instigacio­nes que son cualquier cosa menos gratuitas: “La creación de una foto es más desconcert­ante y enigmática que la realizació­n de una pintura”.

Fuera de programa, afirma que en Evans no existen sombras y el lector se ve forzado a preguntars­e si no habrá en ella lapsus de ceguera selectiva, deliberada, cuando sin demasiado esfuerzo en Evans uno puede detectar la sombra de un puente gigante derramada como mancha en el agua, o sombras delineadas de caños y fierros, de flores contra una pared, de un alero a media tarde. Acaso la respuesta esté en Roof Life, otro libro único de Alpers, en que acusa a las sombras de ostentar un aire caprichoso, inmotivado. Allí confiesa que heredó sus ojos de una abuela de origen ucraniano y que su padre “hacía buenas fotos. En parte, eran un modo que tenía de mostrar cariño”.

Con la suerte a favor, ciertas miradas privilegia­das se contagian. Uno cree cansarse más fácil de los clásicos de la fotografía sólo porque los desconoce, porque hay cosas de ellos que no vio o no supo ver.

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York. Der.: Niño solo, en un interior del sur de EE.UU.
Abajo: Una de las
2.600 polaroids que sacó.
Este año, la ensayista Svetlana Alpers publicó un gran libro sobre su obra.
Izq.: foto de Walker Evans, de incógnito, en el subte de Nueva York. Der.: Niño solo, en un interior del sur de EE.UU. Abajo: Una de las 2.600 polaroids que sacó. Este año, la ensayista Svetlana Alpers publicó un gran libro sobre su obra.
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