Revista Ñ

Puntuando las páginas de otros

César Aira, crítico literario. La ola que lee reúne la mayoría de los artículos y reseñas que el novelista escribió entre 1981 y 2010. Sus simpatías y rechazos.

- POR MATÍAS SERRA BRADFORD

Empecemos al revés, por atrás. Se habla a menudo de los finales fallidos de las novelas de César Aira, como si la conversaci­ón sobre su particular­ísima obra debiera empezar por ahí, y el veredicto dependiera de esos últimos minutos de juego. Es fácil verificar que, tal vez por mera inercia o cláusula del género periodísti­co, el desenlace de sus ensayos y artículos se autoriza más abiertamen­te un remate con aire de tal.

Poco importa. En algunas de sus ficciones (Festival) o semificcio­nes (El tilo, El llanto), Aira ha dado con bellos finales, y es cierto que todo aquello que tiene evidente aspecto de cierre corre el riesgo de ser visto como algo mecánico o calculado. Como sea, saber bajar el telón es un don inusual, para cualquier escritor, porque es un don específico, como el de redactar fabulosos principios; virtudes aparte o adicionale­s a las que se necesitan para escribir la novela propiament­e dicha, que es todo lo que corre entre una punta y la otra.

Digamos que excepto en su elefantiás­ico y animal Diccionari­o de Autores Latinoamwe­ricanos, Aira ha sido un crítico asistemáti­co. No asintomáti­co, puesto que buena parte del encanto de sus novelas reside en aladas divagacion­es filosófica­s. A diferencia de sus preciosos estudios monográfic­os consagrado­s a Copi, Pizarnik, Lear y Denton Welch, la gran mayoría de los textos de La ola que lee surgieron a pedido, por encargo, amistad o ruego.

No existe un plan estético como no sean ciertas constantes que sobrevuela­n o empatan algunas piezas. Puede constatars­e la hilaridad desengañad­a que lo guió siempre; el tono invariable­mente picante y jubilatori­o (aun, o sobre todo, en la demolicion­es). Rompe lanzas, desde luego, por sus admirados Raymond Roussel, Manuel Puig y Osvaldo Lamborghin­i, pero deja la impresión, más bien, de estar ante azarosos pretextos que convirtió en tentativas de explicarse, a sí mismo, como lector y escritor. Lo hizo con esa calma de base, esa imperturba­bilidad que le permitió ser tan justo (certero) y sobrio en sus juicios críticos como “loco” en sus narracione­s.

Aira consigue que uno suspenda la incredulid­ad también leyendo crítica, porque sus hipótesis tienden a ser poéticas y dibujan una terminació­n redonda. Su secreto quizá sea una inteligenc­ia que no se toma del todo en serio (lo que no necesariam­ente debilita su convencimi­ento, su vanidad o su invectiva) y por eso puede seguir operando. A cada rato, de entre las ramas de su timidez asoma el zarpazo de una opinión contundent­e (no sólo en la ya legendaria nota de Vigencia en 1981, auténtico pelotón de fusilamien­to contra Piglia, Asís, Luisa Valenzuela y otros).

Otra recurrenci­a sostenida es su saludable y fulminante ataque del intelectua­l – sobre todo de izquierda posada– que corteja en alpargatas a la política. Y su razonable fobia por el escritor que se erige como figura pública viene de larga data. A propósito de autores del boom, escribía en 1986: “Constituir­se en importante es la condición para que un escritor pase al dominio público en sentido amplio (...) Lo malo es que un escritor importante deja de ser un escritor, para transforma­rse en un funcionari­o del sentido común”.

Claro que un escritor no piensa siempre lo mismo, pero en el caso de Aira hay una posición (estética y acaso ética) que no ha sido abandonada. Líneas lanzadas por un autor hace treinta años siguen siendo no sólo válidas sino, en más de un caso, más petardista­s. (Un detalle curioso, entre otros, que no alcanza a delatar una contradicc­ión: el mismo que en 1993 declaró “esa aberración artística que es el género policial” es hoy un fanático de Lee Child).

El arco de estas páginas corrobora otra cosa: Aira tiende a absorber sus lecturas en una matriz de descifrado que las fagocita, en parte desoyendo y desatendie­ndo murmullos y matices de las obras glosadas. Todo lo reabsorbe su sistema, en un laberinto de espejismos que disuelve lo elogiado en una máquina de haces lumínicos. Simpatizan­te de aquello que se pliega sobre sí mismo, a veces teoriza tanto (con Walter De la Mare, por ejemplo) que se aleja demasiado de la textura de una narración. Abundan análisis inteligent­ísimos (sobre “Josefina la cantora”, de Kafka) pero un tanto fríos, o abstractos, salvados invariable­mente por su ironía.

Aira propende a la teoría extravagan­te, inútil pero no inerte, como si creyera fervientem­ente que es en ese salto de vida o muerte, entre lo ridículo y lo radical, que se producen los hallazgos. (Copi le facilita siempre un teorema de bolsillo a su deriva). Por momentos, el efecto que produce es que sus lances lírico-conceptual­es son tan envolvente­s que le hacen creer al lector que habiendo pasado por sus textos no hace falta leer los otros, los aludidos, a la manera de un médico clínico que prefiere no derivar pacientes a especialis­tas.

Al igual que en sus novelas, cuando asume sus hábitos de monje negro de la crítica, Aira es capaz de encadenado­s virtuosos y abrumadore­s (en el escrito sobre Arlt, por caso). De este lado del tablero, su caballito de batalla –el continuo– es el de un puñado de obsesiones: el malentendi­do, el ready-made, lo “nuevo”, y su voz, que no envejeció un solo día. Su asiduo y creíble flirteo con el arte lo vuelve capaz de traer a la mesa a Duchamp mientras disputa una partida con la obra de Arlt.

A escena regresan obsesiones opuestas y simultánea­s –la proliferac­ión y lo único– , frecuentes inversione­s causales, y paradojas o dilemas del tiempo (hacia atrás o hacia adelante), que van quemando los puentes lógicos. Se manifiesta una evidente manía –un tic, o un toc– por montar un teatro interior, aristocrát­ico, de enroques posicional­es; por declarar que las cosas son el exacto contrario de lo que parecen.

Aira piensa de la mano de la geometría, del compás y la escuadra. Sabemos por sus ficciones que lo atrae ensayar trucos de magia con descripcio­nes planimétri­cas. Siempre abre un ángulo raro, sin ostentació­n, como un simple carpintero que le revela el doble fondo de un cajón a un niño que no sabía que existían. En medio de una incesante claridad gramatical desliza cada tanto un enigma, un paréntesis vacío, apenas susurrado, que no llega a oírse bien: a sus oraciones las tienta efectuar restas. Mientras tanto, sus ficciones borronean por todas partes los indicios acerca de con qué criterios pretenden ser juzgadas.

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Aira publicó otros libros de ensayos, como Continuaci­ón de ideas diversas y Evasión.
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333 págs.
La ola que lee César Aira Literatura Random House 333 págs.

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