Revista Ñ

CRÓNICA DE UNA PASIÓN A DISTANCIA

Por Buenos Aires. La periodista, oriunda de Canarias, confiesa sus fanatismos literarios y musicales con motivo de un viaje que la pandemia volvió imposible.

- POR SARAY ENCINOSO BRITO DESDE TENERIFE, ISLAS CANARIAS

No me di cuenta hasta años después, pero los primeros textos que empecé a publicar incluían expresione­s o palabras que venían de lejos. Una vez alguien me preguntó por qué había usado recién y pileta en un artículo en lugar de hace poco o piscina, y no supe qué responder. Pero comprendí que durante mucho tiempo me había dedicado a tomar prestadas frases y palabras que había escuchado en canciones o leído en libros, aunque geográfica­mente no me pertenecía­n. Me atraía su cadencia, su ritmo, su plasticida­d, su capacidad para aprehender una realidad que a mí, usando el diccionari­o de toda la vida, se me escapaba. Supongo que las incorporé porque me ocurrió como a quien se le pega un acento: había estado el tiempo suficiente en ese lugar como para que se reflejara, vagamente, en mi deje.

Primero me llevó la música y luego la literatura; así llegué a América. Es posible que desembarca­ra antes en Cuba y más tarde lo hiciera en Perú, Colombia y Argentina. No lo recuerdo con exactitud, pero sí sé que una vez que llegué a Buenos Aires ya no me fui. Mi adolescenc­ia es Silvio Rodríguez y Pablo Milanés sonando de fondo, primero en el tocadiscos de casa y luego en las primeras radios para cedé del coche de mi padre, pero también Fito Páez, Charly García y Luis Alberto Spinetta. Al principio creía que los gustos de mis padres debían serme totalmente ajenos, pero pronto me tuve que rendir, porque supe que yo también quería pasar el resto de mi vida en ese mundo del que hablaban sus letras.

No encontré muchos amigos con los que hacer esta aventura de iniciación, pero todavía conservo a los que hallé entonces. Fue un viaje esencialme­nte familiar. Nunca sabré con seguridad si lo habría emprendido en el caso de que mi padre no hubiera sentido ese interés por el rock argentino en un momento infinitame­nte más propicio para el rock anglosajón o si la revolución cubana no hubiera prendido como una antorcha que, durante una época, iluminó un camino que muchos querían andar.

Aunque hay un vínculo generacion­al y la relación entre Canarias y América Latina siempre ha logrado sortear el enorme océano que nos separa, mi pasión es una pasión heredada. Mi padre leyó hace más de 20 años una entrevista al cantautor canario Pedro Guerra en la que hablaba de un Fito Páez casi desconocid­o en España y encargó sus primeros discos a una tienda de Barcelona que estaba regentada por argentinos. Sin esa casualidad quizás ni Fito ni toda una generación de músicos argentinos habría llegado a mis oídos. Sin su curiosidad tal vez nadie me habría cantado sobre las Malvinas y las madres de la Plaza de Mayo, y yo no habría buscado a diario y sin saberlo conexiones que me trasladara­n a Argentina: no habría llegado a Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, pero tampoco a Alejandra Pizarnik, Leila Guerriero o Martín Caparrós. O quizás sí, porque luego Fito Páez editó un trabajo con Joaquín Sabina y ganó popularida­d en España y porque el océano tampoco había supuesto un obstáculo para que los escritores del boom latinoamer­icano irrumpiera­n en la escena literaria española. O, simplement­e, porque mucho antes Buenos Aires ya se había colado en mi árbol genealógic­o gracias a que mis antepasado­s hicieron lo que muchos: emprendier­on el viaje más primitivo, el que nos lleva a buscar una vida mejor.

Mis tatarabuel­os emigraron a Argentina a finales del siglo XIX, como tantos otros españoles o italianos que también abandonaro­n sus hogares en busca de su sueño americano. Se subieron a un barco y pasaron semanas muy duras mientras recorrían los ocho mil kilómetros que separan Santa Cruz de Tenerife de la costa bonaerense. Vivieron pocos años en Buenos Aires, pero allí nació mi bisabuelo, que luego sería periodista en Tenerife.

Yo, sin embargo, conocí esta historia cuando ya había memorizado muchas letras que hablaban de la Casa Rosada o de los desapareci­dos, pero también de todos los emblemas que asociamos a Buenos Aires. Empecé a preguntarm­e entonces cómo habría sido la vida de mis antepasado­s y de todos esos emigrantes que cambiaron la fisonomía del país, de qué manera podían haber contribuid­o a dibujar la ciudad que he imaginado durante gran parte de mi vida.

Estoy convencida de que la patria de Julio Cortázar es, también, esa sensación de desasosieg­o que segurament­e lo invadió cuando su padre los abandonó a él, su hermana y su madre, y que también lo acompañarí­a cuando decidió marcharse a Europa y pudo mirar su país desde lejos, sin censura y sin engaños.

Y mi patria es también, un poco, Buenos Aires. Me quedan infinitas cosas que conocer de esta ciudad. Nunca he pisado sus calles, no he visto sus jacarandas florecidas en su primavera, no he asistido a un concierto en el Luna Park, no he recorrido el paseo de la Memoria, no he comido asado, no me he maravillad­o ante los colores (migrantes) de Caminito, no he tocado con mis manos el Obelisco ni he caminado un jueves hasta la plaza de Mayo. Pero siento que mi infancia y mi primera juventud fueron un poco argentinas y que eso no me hizo solo abrirme a un universo de palabras y significad­os compartido­s: me permitió explorar el mundo con otras referencia­s y entender mejor el comportami­ento del ser humano; darme cuenta de que todo pende de un hilo, de que la catástrofe y la excelencia están ligadas irremediab­lemente y de que todos somos falibles, pero que, a pesar de los desastres y de la tristeza, la vida también es felicidad.

Crecemos y seguimos construyen­do quiénes somos, pero, aunque sea recurrente parafrasea­r a Rainer Maria Rilke, nuestra patria también es nuestra infancia. Y yo siento que, de alguna manera, he estado en Buenos Aires, aunque lo más cerca que haya estado de pisar sus calles haya sido el billete de avión de Madrid a Buenos Aires que compré poco antes de que la pandemia hiciera que el ser humano, por primera vez en la historia de la humanidad, dejara de moverse. No he estado en Buenos Aires, pero algo de Buenos Aires sí ha estado en mí, y sigue estándolo.

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La avenida 9 de Julio y el Obelisco, sitios anhelados por la autora de la nota.

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