De lleno en la edad del cinismo
Novela. Europa Automatiek reexamina el “malestar de la cultura” en las horas perdidas de un profesor en Ámsterdam.
“La rutina es una tensión sin resolver, fluctuante y caprichosa”, plantea, casi a modo de anticipo temático sobre una de sus obsesiones, el protagonista y narrador de Europa automatiek, de Cristian Crusat, docente español instalado en Amsterdam. Sus días fluctúan en esa paz confortable que, antesala del aburrimiento, lleva a la inevitable melancolía. Las primeras páginas lo encuentran en pijama, recién amanecido, mirando, café en mano, el desfile mortuorio de un dictador coreano por televisión.
Esa postal de inicio completa lo que la contratapa del volumen define como “lumpenprofesorado” (un hallazgo semántico) en referencia al estatus de esa medianía en que transcurre el joven malagueño, expuesto al capricho de lo que parece, sí, eternamente irresuelto.
Pero la ciudad de los regios canales pronto le ofrecerá el sombrío oleaje de la Europa rica y su rancia impiedad, que lo va llevando a conjeturas universales: “Inapelable como el movimiento de rotación de la Tierra, la época se adentraba con decisión en un nuevo ciclo histórico: si las dos últimas décadas podían ser enmarcadas en la teórica Edad de la Ironía – como había leído en alguna revista de actualidad, moda, tendencias y publicidad de relojes– los acontecimientos la estaban sumiendo paulatinamente en una descarada e inaugural Edad del Cinismo”.
En la irrupción de una desconocida adolescente croata que toca el timbre de su casa y lo invade subrepticiamente, algo detona la vida de este Big Lebowski hispano que pastaba hasta entonces su mañana invernal mientras rescataba ocioso una colilla de hashish abandonada en el cenicero y se disponía a hacer unas tostadas. Tajana –así se llama la chica– trae con ella las cicatrices recientes del lado oscuro, ese mismo que el profesor ya había husmeado en los suburbios menos glamorosos de la capital holandesa. Como todo lo inesperado, Tajana también resulta amenazante y abrirá su puerta en muchas acepciones, interviniendo en esa “tensión fluctuante y caprichosa” advertida en los primeros tramos.
El español Crusat presenta aciertos de una escritura finamente hilada, por ejemplo al escenificar la idiosincrasia del pueblo que lo alberga, apelando (lo hará más de una vez) al arte flamenco: “Agazapado bajo la cálida luz de las bombillas y las velas decorativas, a resguardo del polvo, el frío y la culpa, palpitaba un sincero apego por las cosas. La historia de la pintura holandesa tan sólo había sido –deduje– una desesperada manera de expresar y ampliar casi hasta el infinito ese apego, así como el limitado marco del universo visible”.
Enrique Vila-Matas se refirió a Crusat como “un cosmopolita del espíritu”, lo cual, más allá de la grandilocuencia, es bastante acertado, al menos en este libro: la novela empieza desde la globalidad misma (profesor de idiomas, Amsterdam, dictador coreano, chica croata que toca el timbre) y deviene en un viaje endógeno, de a ratos casi promiscuo en su autoreferencialidad. En el mismo sentido, y en paralelo (es decir, sin aparente cruce posible) Europa Automatiek despliega un mosaico de microensayos y citas, poblado de lo que uno presume su pléyade literaria: Heidegger, Camus, Handke, Claudio Guillén, entre otros. Es en este terreno donde se lo percibe más a gusto.
En cuanto al automatiek –sistema comercial típico de Amsterdam donde unas ventanitas iluminadas expenden croquetas u otras piezas calientes para llevar con la mano, tras poner una moneda, sin mediar presencia humana– funciona aquí como alegoría del arte plástico en los Países Bajos y el afán de adquisición de esa materialidad de las cosas y su encuadre. La metáfora resulta inteligente y apropiada, tanto como el contexto narrativo en que se monta.
Aunque quizás esa misma vocación de abundancia haya llevado al autor a querer decirlo todo en una misma apuesta y, por momentos, a relajar el relato, a perder plano respecto del juego ensayístico que propone: una pregnancia encarnada, un fragmento instantáneo del viejo y conocido malestar de la cultura.