Revista Ñ

Las amistades calladas y las decepcione­s de Horacio González

Amancio Williams. Sus años de aviador y las clases de Ingeniería, más una curiosidad ilimitada, confluyero­n para transforma­rlo en figura central del modernismo latinoamer­icano. Paseo por su ciudad ideal y el regreso de la Casa sobre el arroyo.

- Héctor Pavón

Horacio González viaja en micro hacia Buenos Aires. Salió dos o tres días antes, desde San Pablo. Allí pasó el exilio. Volvía para votar y lo iba a hacer por Italo Luder, el candidato del peronismo. Trae en su valija entusiasmo y temor que el infinito trayecto acrecentab­a. Años después, iba a recordar ese volver, mirando por la ventana del bar Británico frente a Parque Lezama, ese lugar que, durante años de paciencia y hacendoso escribir, se había vuelto su espacio personal y público de cada mañana. Recuerda ese año 83 como el de un gran entusiasmo y esperanzas medidas, lo suyo eran los festejos contenidos, también la mirada escéptica, el descreimie­nto de todo lo conocido, de todo aquello que lo decepciona­ba.

“Hay calladas amistades…”, decía un González discreto y profundo a la vez, en una madrugada en la que íbamos terminando un libro de diálogos con su amigo José Pablo Feinmann. “Cualquier situación de encuentro es un proyecto o valoración de una amistad, pero casi ni empleo esa palabra. Cuando veo que hay filósofos de la amistad, y que la amistad es un problema de tipo derridiano con la hospitalid­ad... Bueno… a mí me gustaría que fueran palabras más calladas. Extraño a los amigos muertos: León Rozitchner, David Viñas, Oscar Landi, Nicolás Casullo, Elvio Vitali, Fogwill”. Esa voz, esa referencia a una generación de históricos subrayaba una pertenenci­a definida del sociólogo, ex director de la Biblioteca Nacional, autor de una extensa lista de libros, generoso y solidario y obsesivo por el uso rico y exacto de las palabras. Murió el 22 de junio, en una época en la que nos acostumbra­mos a despedir personas con grados diferentes de cercanía y que, con matices, nos anestesia. González ya venía vapuleado y pasó varios días internado. Tan cerca como la situación lo permitió, su compañera, la música Liliana Herrero, lo acompañó y se encargó de comunicar lo que pasaba día a día en la clínica donde el ensayista murió. También lo acompañó su hija Florencia.

La frondosa obra de González está basada en el ensayo. Ha sido un cultor del género expresado en textos que alimentaro­n polémicas de las que tantas veces participó y que tanto identificó a su generación. Definía hombres y estilos de manera distinguid­a: “En política, hay hombres de cruces y hombres de doctrina”, solía explicar. Decía que el hombre de cruce está siempre en los empalmes y las encrucijad­as, son los que sienten la atracción de los movimiento­s e ideas originadas por otros. Y el hombre de doctrina suele ser lo que es y “se siente seguro con las cartillas que lo abrigan, los hombres de cruce quieren desprender­se de sí mismos frente a un mundo de palabras inventadas por otros”. Es claro, que admiraba a esos hombres de cruce, y en esa categoría ha ubicado a los políticos que llegó a admirar como Juan Domingo Perón, Jorge Abelardo Ramos, ‘Chacho’ Álvarez, Néstor Kirchner o Cristina Fernández.

Magnetismo disimulado. Una mañana dio una conferenci­a sobre el ensayo argentino en la feria del libro de una Caracas chavista, era muy temprano, difícil imaginar una audiencia a las 11 de la mañana para entender la historia de las ideas del país del sur. Esa audiencia que apenas convocaba a unas cinco o seis personas en su inicio se multiplicó y dejó oyentes de a pie, media hora después. No solo era docente de sociología en la UBA, también le fascinaba investigar fenómenos poco estudiados. Un aviso pegado en una cartelera de Ciencias Sociales (UBA) de fines de los 80 invitaba a un seminario sobre “La organizaci­ón social de la mafia”. En un aula neblinosa de tanto pucho encendido, con gente sentada en el piso o estirando el cuello desde afuera, el profesor admirado explicaba por qué las conversaci­ones eran un elemento constituye­nte de las tres películas de El Padrino. Todas antológica­s, incluso defendía la tercera (muy cuestionad­a) en la que Michael Corleone mantiene charlas decisivas y de una riqueza literaria y conceptual exquisita con amigos y enemigos. La instancia de la conversaci­ón era donde se sentía más cómodo, incluso cuando se volvían discusione­s sin hora de cierre. Siempre tenía tiempo para atender alumnos, lo hacía con humildad y con ganas de aprender de su interlocut­or.

Amaba las definicion­es espontánea­s. “Menem no lee libros, lee personas”, notaba. Nombró embajador a Jorge Asís en Portugal, porque le gustaba Pessoa, o al mismo Ramos, quien tuvo la misma función en México, por su identifica­ción con Trotsky (allí asesinado). Esas definicion­es lo caracteriz­aban. Y justamente el menemismo lo obligó a repensar su peronismo, su posicionam­iento ante lo que él y sus amigos vivían como una traición. Esa búsqueda de una trinchera, la encontró en el grupo intelectua­l que apoyaba a la Renovación Peronista. Muchos de ellos editaban la revista Unidos, nacida en 1983, que a su vez venían de Envido, una publicació­n de los 70 cuando militaba en la Juventud Peronista Lealtad. En los 80 compartía largas conversaci­ones con ‘Chacho’ Álvarez, Eduardo Jozami, Nicolás Casullo, entre muchos otros. “Unidos proponía escritura, en este caso también un peronismo con escritura, por lo tanto siempre había una cornisa ahí”.

Luego del estallido de 2001, participó de la Asamblea de Parque Lezama y fue un protagonis­ta fundamenta­l de un momento de gran discusión intelectua­l motorizado por las revistas. Junto con su amiga, la socióloga María Pia López (que también participab­a de la revista La escena contemporá­nea) alimentaba­n la polémica desde El ojo mocho nombre que, inevitable­mente remitía a polemizar con Punto de Vista, la que dirigía Beatriz Sarlo. Convivían con Confines, dirigida por Casullo. Esta última y La escena discutiero­n calurosame­nte con El Rodaballo, editada por Horacio Tarcus y Blas de Santos que acusaban a las otras revistas de populistas y recibían como respuesta que ellos eran “iluminista­s, racionalis­tas, tremendos incapaces de tener algún tipo de sensibilid­ad hacia lo que eran las potencias del mundo popular”. Sí, eran tiempos interesant­es, un hervidero ideológico, de grandes hipótesis políticas. González llamaba a considerar las restriccio­nes culturales de la izquierda. En ese entonces “la revista que yo leía era Unidos, y de hecho, donde empezaba a sentirme mencionada permanente­mente por Horacio González, sobre todo”, reconocía Sarlo.

En 2004, con Néstor Kirchner en el gobierno, y Torcuato Di Tella en la secretaría de Cultura, nombraron a Elvio Vitali y a González en la dirección de la Biblioteca Nacional. Di Tella no pudo evitar enunciar una de sus humoradas: “Quiero decirles a Elvio y Horacio que este es un lugar un poco peligroso porque acá uno puede volverse loco”. En la asunción hubo alrededor de 300 intelectua­les y artistas. En 2005, Vitali asumió como legislador de la Ciudad y dejó a González como director. Luego, José Nun (sucesor de Di Tella en la secretaría de Cultura) nombró a Tarcus como vicedirect­or. Las diferencia­s sobre cómo conducir la Biblioteca y las razones ideológica­s pudieron más. Un año después, Tarcus renunciaba y surgía una polémica que dividía al campo intelectua­l. Un grupo de notables apoyó al director del Cedinci.

El gobierno de Cristina y el conflicto del campo de 2008 dio a luz a Carta Abierta, una agrupación de base peronista pero que convocaba a intelectua­les de izquierda y que luego de su fundación le concedió un lugar predominan­te en la conducción a González, lugar que compartía con su amigo Ricardo Forster. Que las reuniones de los sábados se hicieran en la biblioteca generó críticas por el uso del espacio público por parte de una agrupación política. A González se le adjudica la expresión “golpismo sin sujeto” y la caligrafía y/o el espíritu de las primeras “cartas” de la agrupación, que compartía con María Pia López.

“Soy la sede de un ser decepciona­do (…) Me falta descubrir una prosa que me deje satisfecho. No me explico cómo seguir escribiend­o sin tener satisfacci­ones, mínimas sí, pero siempre bajo la sombra del escribir mañoso, opuesto a lo claramente descifrabl­e”. González gustaba de una poética oscura a veces indescifra­ble, un tanto pesimista, pero que obligaba a guardar esas palabras para entenderla­s, interpreta­rlas en otro momentos, aplicarlas en otra ocasión. Esas palabras a veces volvían y se hacían concepto, se volvían objeto. Ahora, por ejemplo, que ya no está, se multiplica­n para homenajear­lo .

Las ciudades deben devolver a los hombres lo que les quitaron: la luz, el aire, el sol, el goce del espacio y del tiempo, lo que necesitan para su salud física y mental, las horas que hoy pierden estéril y desagradab­lemente en el transporte y que podrían aprovechar para la producción, el descanso o el placer”. Aunque siempre fue una preocupaci­ón, a mediados de los años 70, cuando ya era una figura consagrada, el arquitecto argentino Amancio Williams formalizó sus ideas sobre el futuro del urbanismo en un proyecto que tituló “La ciudad que necesita la humanidad”. Hoy, con las lecciones de la pandemia y la alerta ecológica, sus intuicione­s se leen como un diagnóstic­o precoz.

La obra de Williams tiene respuestas precisas para el presente. Por esos años, él ya habitaba una intersecci­ón irrepetibl­e, en la que se encontraba­n su condición de arquitecto e investigad­or, vanguardis­ta y visionario, laborioso artesano y, sobre todo, curioso sin pausa. ¿Un científico o un utopista de la arquitectu­ra? El autor de la Casa sobre el Arroyo, en Mar del Plata, hoy en proceso de restauraci­ón luego de que la obra se adjudicara hace diez días a una empresa de La Plata (ver recuadro), y mano ejecutora de la casa Curutchet, en La Plata, el único desarrollo firmado por el arquitecto suizo Le Corbusier en la Argentina, legó sin embargo una colección de proyectos que no fueron construido­s pero son tan reveladore­s de su talento como esos íconos. Un modelo de aeropuerto para Buenos Aires (1945), que se anticipó a la aeroisla impulsada por María Julia Alsogaray en los 90, un edificio suspendido de oficinas (1946), un anfiteatro en el Parque Centenario (1981), un monumento con forma de cruz en pleno Río de la Plata (1978) u otro junto al Teatro Colón para recordar a los bailarines fallecidos en 1971 en un accidente aeronáutic­o (1972). La serie invita a recorrer una Buenos Aires que hoy sería distinta. Adelantada a su tiempo en lo conceptual y en lo material, y sobre la que dejó testimonio en planos, maquetas y anotacione­s que conforman un archivo monumental y valioso. Hay que lamentar que después de 30 años de búsquedas familiares para darle una sede, acabó en el Centre Canadien d’Architectu­re en 2020. Este recorrido quiere reflejar la excepciona­lidad de un hombre moderno, que desafió a su época y empujó los límites de lo posible en cada una de sus visiones.

“Amancio Williams nació el 19 de febrero de 1913 en la casa donde vivió casi la totalidad de su vida y en donde trabajó, en un viejo pabellón. Esta casa perteneció a su padre, el compositor Alberto Williams, y fue realizada por Alejandro Christophe­rsen –posiblemen­te una de sus mejores obras de arquitectu­ra– hacia 1908”. En 1955 el arquitecto redactó en tercera persona una presentaci­ón para incluir en su currículum vitae y eligió perfilarse a partir de la casa natal. No podría ser de otro modo. En aquellos párrafos señalaba la singularid­ad de su formación académica que, como recupera Luis Müller, doctor en Arquitectu­ra, (ver recuadro) está en la matriz no solo de su personalid­ad sino de su talento. En 1931 se sumó a las clases de la Facultad de Ingeniería de la Universida­d de Buenos Aires (UBA) y ahí permaneció durante tres años. A esos primeros peldaños, agregó otros tantos años dedicados a la aviación. Solo después de esos dos universos, tan ajenos y tan hermanados, comenzó en 1938 la carrera de Arquitectu­ra en la UBA, donde se graduó en 1941. Además de un diploma, las aulas universita­rias lo habían nutrido con la presencia de Delfina Galvez de Williams, su compañera y una de las primeras arquitecta­s del país. Pero ella, con su historia, merecen otra nota por lo inusual y notable de su talento de renacentis­ta en pleno siglo XX.

Conocimien­to científico

Quince años después de esos tiempos de formación, atribuyó solo al contexto nacional el hambre y la potencia de su inventiva: “Williams cursó sus estudios durante la última guerra mundial, época en que la Argentina estaba desconecta­da de los centros culturales del mundo. En aquel entonces se despertó en él una profunda conciencia de la responsabi­lidad ante el peligro en que se encontraba la humanidad, ya al borde de su destrucció­n. Pensó que lo sensato era realizar un gran esfuerzo y afrontar los grandes temas de la modernidad dentro del campo que él conocía: la arquitectu­ra, el urbanismo, el planeamien­to y el diseño industrial”, anotó.

A partir de 1941 y con el sostén y la asistencia de su mujer, Williams se abocó al trabajo profesiona­l desde su estudio. Lo que implicaría en general el desarrollo de planos y edificacio­nes, una tarea previsible y creativa, en su caso tomó tintes de inventor: donde no existía un material apropiado en el mercado local, lo rastreaba como sabueso por el mundo entero; donde no eran aceptables las soluciones estructura­les, creaba otras que dejaban perplejos a sus pares; donde había un desafío irresolubl­e, Amancio Williams se zambullía como en una pileta a bucear en lo posible (y en lo imposible también) para dar respuesta.

Tras la Segunda Guerra, el nombre de Amancio Williams comenzó a sonar por el mundo. Probableme­nte, la “Casa sobre el arroyo” (también conocida como Casa sobre el puente y declarada de Interés Patri

monial por el municipio de General Pueyrredon, monumento histórico y patrimonio cultural bonaerense y monumento histórico nacional), que diseñó para su padre y que fue construida entre 1943 y 1945 bajo su dirección, era una carta de presentaci­ón en sí misma: se trata de una de las casas más notables del país en la segunda mitad del siglo XX, además de ícono del Movimiento Moderno argentino.

De ese mismo periodo es también su vínculo con el arquitecto suizo Le Corbusier a quien conoció en Europa en 1947, mientras sus trabajos aparecían publicados en libros y revistas del viejo continente. De aquel vínculo nació una colaboraci­ón que quedaría en la historia de la arquitectu­ra argentina: en 1949 se hizo cargo de la dirección del único proyecto del reconocido arquitecto moderno en Sudamérica: la Casa Curutchet, localizada en La Plata.

Otro de sus emblemas nacería entre 1951 y 1952: la “bóveda cáscara”, una construcci­ón de 8 centímetro­s de espesor que, pese a ser autoportan­te, puede soportar cargas extraordin­arias en virtud de su forma y se puede ver en la ribera del municipio de Vicente López en el Monumento del fin del milenio, a partir de un proyecto de Williams para recordar a su padre. Ese proyecto fue desarrolla­do por el arquitecto Claudio Vekstein y Claudio, uno de los ocho hijos de Williams.

Además, el arquitecto incursionó en el diseño de muebles: “versión moderna de un mueble popular”, de 1943, es un asiento inspirado en los sillones desarmable­s que usaban los ingleses en el Norte de África en sus aventuras en el desierto. Formado por 19 piezas que se pueden unir sin usar herramient­as, pesa solo 5 kilos. Una pieza forma parte de la colección permanente del Museo de Arte moderno de Buenos Aires (MAMBA).

En torno a la utopía

El proyecto para el “pabellón de exposicion­es de Palermo” (1966); “la embajada de Alemania en Buenos Aires” (1968); una “casa en el Boating Club de San Isidro” (1969) o el proyecto para la “fábrica Igam”, en Córdoba (1962) forman el catálogo de su obra.

Sin embargo, igualmente digna de destacar es la obra no construida, la obra pergeñada. “Varios estudiosos de la obra de Amancio Williams considerar­on que su producción fue mayormente una utopía. Utopía en el sentido de lo irrealizab­le, no en el sentido “modélico” de Tomás Moro, a partir de las dificultad­es de la técnica de su tiempo para dar respuesta a sus ideas”, repone Claudio Williams en diálogo con Ñ, una mañana fría de otoño porteño en una cafetería del barrio de Núñez. “Si hay una calificaci­ón que no le cabe a esa obra es la de utópica. Está claro que fueron pocas las obras que logró concretar, pero eso se debe, entre otras razones, a que cada proyecto im

plicaba un enorme estudio, desarrollo e implementa­ción de soluciones técnicas y tecnológic­as que no se encontraba­n a la mano en el mercado entonces”, agrega.

En ese sentido, los ejemplos y recuerdos no le faltan: “Resolvió con enorme sentido práctico innumerabl­es situacione­s en los trabajos que concretó”, apunta. El revestimie­nto absorbente que diseñó a partir de espumas de goma para un departamen­to afectado por los ruidos del aeropuerto a principios de los 70 (“Varias décadas más tarde, empezaron a producirse este tipo de revestimie­ntos acústicos”, señala); un piso de porcelana que mandó a producir en una fábrica de vajilla, en una época en la que solo había cerámicas esmaltadas. En los 60, creó para un local de la avenida Alvear un cielorraso de chapa de acero estampado. En 1962, incursionó en el uso del acrílico en tres tonos de azul, cuando entonces solo se empleaba el plexiglass. “En el caso del edificio para el Laboratori­o Schere, en la calle Juncal, resolvió su fachada con lo que después fue el “curtain-wall”, construido con perfilería especialme­nte producida para este edificio”, agrega Claudio en una lista en la que se suman chapas, luces de rayos láser, cortinas de agua circulante, vidrios que se oscurecían, balcones interiores... y mucho más.

Ciudad proyectada

Así, la ciudad imaginada por Amancio Williams requería de soluciones que solo apareciero­n de manera masiva décadas después. Pero ahí están sus trazos y maquetas, dando testimonio de una mirada anticipada a su tiempo que empujaba las fronteras de lo posible una y otra vez. Un recorrido posible podría comenzar por las “Viviendas en el espacio” (1942), un diseño residencia­l escalonado, muy frecuentes ahora en algunas ciudades. “Fue proyectado para un lote urbano y no se construyó simplement­e porque los propietari­os del terreno optaron por una alternativ­a convencion­al de mayor rendimient­o económico”, puntualiza Claudio.

Avanzando por el centro porteño y para la esquina de las calles Esmeralda y Paraguay, el arquitecto había dibujado un edificio suspendido de oficinas. Cuatro bloques flotantes, que no estaban en contacto entre sí ni se apoyaban en el suelo, a partir de una estructura exterior portante de hormigón armado de la cual colgaban cada uno de los cuerpos a partir de tensores de barras metálicas. El hijo menor de Williams apunta al respecto: “Ese terreno en ese entonces estaba ocupado en su mayor parte por inquilinat­os y casas de rentas y eso dificultó la desocupaci­ón y posterior demolición”.

A pocas cuadras de ahí, en el predio vecino al Teatro Colón que hoy ocupa la plaza Estado del Vaticano (ex Toscanini), Williams proyectó un monumento en homenaje a los bailarines muertos en el accidente aéreo de 1971, formado por una estructura de aluminio de casi 15 metros de alto que sostenía una pantalla doble de láminas de mármol blanco y otras tres de cristal ahumado negro, que recibirían desde arriba una película de agua que las mantendría limpias. “Durante el día, esta obra tan austera y sobria, contrastad­a con el barroquism­o del teatro, resulta un espectácul­o en sí misma. Al anochecer un sencillo sistema ilumina sus dos caras exteriores”, apuntaba el proyecto. Si quedó sin construir se debió a dilaciones en la obra subterráne­a que se estaba construyen­do en ese entonces.

Hacia el norte y hacia el río, Williams concibió, por un lado, el primer proyecto de la Cruz en el Río, en los 60, a pedido del presidente Arturo Frondizi, para ubicar la construcci­ón metálica que se había utilizado en el Monumento del Congreso Mariano poco tiempo antes. “Se avanzó en el proyecto, se hicieron perforacio­nes y estudios de suelo y el presidente afectó la recaudació­n de varios sorteos de la lotería nacional para financiar la obra. Pero lamentable­mente el presidente fue destituido por un golpe militar”, señala Claudio Williams.

En la misma zona, otro de los grandes desarrollo­s imaginados por el arquitecto fue un aeropuerto alternativ­o en el Río de la Plata que se anticipó muchos años a la aeroisla propuesta por el menemismo en los 90 (no es de extrañar que hayan resignific­ado su idea). “La idea básica del aeropuerto era que, aun haciendo una isla artificial, de barro, que es el material del lecho del río, hubiera sido inevitable fundar las pistas y las construcci­ones sobre pilotes, hincados en el subsuelo arenoso del río por debajo de la capa de lodo. Entonces, ¿no era más sencillo prolongar los pilotes hacia arriba y resolver las pistas en el espacio, dejando el río tranquilo y fluyendo por debajo? Esto no era ningún disparate, ni en esos años 40 ni aun hoy”, argumenta el hijo menor.

Tampoco era idealista la propuesta de la “Sala de Sonido y espectácul­os plásticos en el espacio”, resultado de estudios acústicos y matemático­s, de los cuales derivaba ese corte en forma de alas abiertas de una mariposa. “Era una idea que hubiera dado lugar a una nueva forma de hacer teatro, ópera y música. Pocos proyectos en el mundo ofrecen esta posibilida­d de que el total de los espectador­es tuvieran la misma calidad de sonido y la misma visibilida­d”, hipotetiza Claudio Williams.

En otros barrios porteños también desplegó sus ideas Amancio Williams. Es el caso del proyecto pensado para dar forma a un anfiteatro emplazado en el Parque Centenario. “Se decidió colocar la audiencia mirando hacia el centro del parque y el escenario, de caracterís­ticas no convencion­ales ya que era transparen­te, entre el público y un tupido conjunto de araucarias”, apunta el borrador. La capacidad de la sala al aire libre era de 6.000 espectador­es, ubicados en una sola platea, lo que simplifica­ba tanto el acceso como las circulacio­nes y evitaba puntos ciegos. Y algo más: para los días de lluvia, preveía una cubierta corrediza.

“La caracterís­tica principal en la obra de Amancio Williams es probableme­nte el esfuerzo por encontrar una expresión auténtica de nuestra época, para obtener una buena relación entre los extraordin­arios descubrimi­entos científico­s y su correcta aplicación a la sociedad humana”. Lo escribió él mismo en su currículum en 1955.

 ?? LORENA LUCCA ?? Adiós al gran sociólogo, ensayista, editor y ex director de la Biblioteca Nacional. Murió el 22 de junio.
LORENA LUCCA Adiós al gran sociólogo, ensayista, editor y ex director de la Biblioteca Nacional. Murió el 22 de junio.
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TODAS LAS FOTOS PERTENECEN AL FONDO AMANCIO WILLIAMS, CANADIAN CENTER FOR ARCHITECTU­RE / DONACIÓN DE LOS HIJOS DE A.W. En la casa del barrio de Belgrano que fue de su padre, Williams armó su taller en un pabellon separado de la casa. En ese lugar fue tomado este retrato en el que destacan el gesto serio y una casual sintonía cromática entre la ropa del arquitecto y la folletería de su trabajo.
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Williams, retratado en la casa de campo del abogado y artista Ignacio Pirovano.

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