Revista Ñ

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Tamara Kamenszain (1947-2021). La poeta deja una obra excepciona­l. El homenaje de la escritora mexicana Margo Glantz, con quien selló una gran amistad en su exilio a fines de los 70. Escriben autores y uno de sus editores.

- POR MARGO GLANTZ DESDE CIUDAD DE MÉXICO

Uno. Tengo casi todos los libros de Tamara dedicados, menos dos, Libros chiquitos y el último, Chicas en tiempos suspendido­s, que no conozco y que me dedicó a mí, libro del cual hablamos en nuestra última comunicaci­ón. Y la invoco por su nombre, Tamara, y no escribo Kamenszain, como en general son nombrados los poetas varones, un Vallejo, un Viel Temperley, un Perlongher. Kamenszain, ese apellido que Tamara deseaba adoptar para legitimars­e como creadora, cuando era muy joven y empezaba a escribir poesía.

Sí, tengo casi todos los libros de Tamara dedicados y no tengo aún el que me dedicó a mí y del que me mandó varios borradores a medida que los iba escribiend­o: me anunciaba asimismo que me lo dedicaría unos meses después de haber pasado unos días en México para celebrar mi cumpleaños número 90, para festejarme en esta edad mía tan provecta.

Dos. La oscilación entre lo judío y lo no judío adquiere una importanci­a casi violenta en La casa grande, de 1986, poemario escrito durante una época crucial para Tamara, después de varios exilios: su exilio en México y luego, a su regreso a Buenos Aires, otro exilio, porque la recibe un país muy diferente al que dejó antes de los años oscuros de la dictadura militar. En él es significat­ivo el uso de la palabra ratonera, que puede leerse como lo que es, una trampa, un lugar en el que se puede perder la vida o por lo menos ser capturado, aprisionad­o para siempre, ghettifica­do: “Grávida ratonera de inmigrante­s…”.

Sí, en La casa grande parecería que hubiese como tres exilios superpuest­os. El exilio de los abuelos que llegaron como muchos otros judíos a la Argentina desde Europa, expulsados de sus países de origen por la persecució­n. El segundo sería el de la autora que tuvo que exilarse en México, de 1979 a 1983, con Héctor Libertella y su hijita Malena. Y el exilio del regreso a casa, con un nuevo hijo, Mauro, nacido en México. La verificaci­ón de que el idioma de los padres, el de los inmigrante­s, constituye en sí mismo otro exilio: “A los niños adentro nos encierra/ con el idish un cerco de palabras./ (Sin embargo escapando de la siesta/ furtivos en la calle dormitaron/ a la sombra acolchada del voseo/ probaban las ternuras de un colchón:/ el castellano).

Se trata de “algo” que, obvio, tiene que ver con el judaísmo, con esa marca de alteridad que distingue a esta comunidad que, más allá de que pueda ser o no numerosa en Argentina, continúa siendo una minoría. En relación con esto último, desde esta perspectiv­a, y de ese “no entender”, se hace necesario y se justifica con creces el estilo barroco de este poemario, quizá el más hermético de los que Tamara escribió.

Tres. Curiosamen­te, ella, ensayista ejemplar, de una lucidez y una originalid­ad poco comunes, escribe apenas sobre poetas judíos: Allen Ginsberg, Alejandra Pizarnik, Paul Celan, y de este último sólo cita algunos poemas como epígrafes. “Quien la memoria narra de estos muertos/ elige repechar hasta la nada”.

Y al hablar de Pizarnik en La edad de la poesía sentencia: ”Por eso es que para empezar a escribir en una lengua laica, Flora o Blimele adoptará el pseudónimo de Alejandra”. Yo subrayo.

Cuatro. Conocí a Tamara antes de conocerla, o como dice la canción mexicana “Antes de conocerla la adiviné”. Mi padre Jacobo Glantz viajaba a la Argentina a finales de los años 40 y allí se encontró a Tobías Kamenszain, el padre de Tamara, entonces joven activista, como mi propio padre; mi padre poeta, un poeta con verso, como le gustaba definirse. Empezaban los lazos de familia o la confirmaci­ón de los ghettos: “Para Margo”, escribe Tamara dedicándom­e El Ghetto –poema obituario a la muerte de su padre–, “mi amiga del corazón, con la que transitamo­s, seguiremos transitand­o jun

tas múltiples ghettos”.

Los lazos de familia se intensific­an: Tamara y Héctor llegaron a México en 1979 y una de las primeras personas que conocieron, si no la primera, fui yo. La pequeña Malena se entretenía subiendo a gatas los escalones de mi casa y mi hija Renata la cuidaba, mientras nosotros sentados a la mesa conversába­mos y tomábamos vino, con Tono Masoliver o Alejandro Rossi, quizá con Carlos Monsiváis.

Cuando los Kamenszain padres venían a visitar a su hija, los míos organizaba­n comidas para ellos y se iniciaba la eterna ceremonia, un ritual repetitivo, que se reproducía, idéntico, cuando ya de regreso a Buenos Aires yo los visitaba y sus padres me invitaban a comer: no importa en qué lugar, en qué país, en qué mesa, siempre reconocemo­s en color sepia las figuras de hombres y mujeres, jóvenes, niños y viejos que nos miran azorados, extranjero­s, sentados a una mesa que pareciera ser su única patria.

Una patria tan eterna y tan reducida que cada vez que se reproducen esas fotos de familia en cualquier lugar del mundo creemos, si somos judíos, que las figuras allí representa­das son siempre las mismas: “Desde el Mar Negro hasta el Estrecho/ se naturaliza­n conmigo de mí vienen/ chicos de apellido descompues­to/ inmigrante­s para vomitar en cubierta/ dados vuelta nos vuelven a nosotros”.

Los lazos de familia se refuerzan cada vez más; como Tamara yo también adolezco del complejo de campo de concentrac­ión: “Eso no se lo conté a ninguno de mis analistas/ en el colegio primario judío veríamos todos los años/ la misma película de los campos de concentrac­ión nazi/ esa donde unos cadáveres vivos cavan la fosa/ después tiran adentro los huesitos de sus muertos/ y después son obligados/ a empujarse a sí mismos suicidados por otros/ que los fusilan para que de livianitos caigan/ sin comerla ni beberla”. Pero los lazos pueden ser también dulces, como esos chocolates rellenos de cereza ahogados en licor que de adolescent­e yo devoraba mientras oía tangos: me gustaba la voz dulzona y aguardento­sa de las cantantes, debilidad que le confesé a Tamara, y por eso, cuando vivía en Londres y los Kamenzain padres me visitaron, me trajeron un disco de Rosita Quiroga.

Ya desde antes, en México, Héctor y Tamara me habían inoculado el gusto por el Polaco Goyeneche, cantando esa última curda en donde se le corre un telón al corazón. “Odio Buenos Aires”, confiesa Tamara en Tango bar, “Su luz mortecina magnífica/ la vaguedad/ de estos versos que ni siquiera son / letras de tango”.

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Junto a su marido durante 25 años, el escritor Héctor Libertella.
 ??  ?? Coyoacán, 2020. Margo, en su cumple de 90. De pie izq. la actriz Analía Couceyro, y Myriam Moscona.
Coyoacán, 2020. Margo, en su cumple de 90. De pie izq. la actriz Analía Couceyro, y Myriam Moscona.

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