Revista Ñ

A la manera de Tamar

Silueta. Su editor evoca su personalid­ad, su universo literario y la generosida­d con sus pares.

- POR LUIS CHITARRONI Narrador y ensayista, autor de Peripecias del no, El carapálida y Pasado mañana.

No, no la fuerza del destino, título con el que comencé. Ninguna de esas cosas que exageran los títulos. Los no, en todo caso, que fue el segundo libro de Tamara y que me proporcion­ó esa insignia o ese volumen –hoy se le dice a todo energía– que anima el monosílabo.

No me acuerdo cuándo conocí a Tamara; en cualquier caso, ese libro, y el anterior, ya habían sido publicados. Si la conocí en Editorial Sudamerica­na, donde había ido para llevar un original, o en el Centro Cultural Ricardo Rojas, donde me convocó para que dictara talleres y unos cursos. Me acuerdo de su sonrisa, de las inflexione­s de su voz, de cómo me gustan sus poemas. Los amigos comunes después, o antes, tal vez antes: Pezzoni, Panesi, el flaco Gusmán. El raro culto que de la amistad hacía, tan cercano y lejano, a la vez, al de Héctor. Los últimos encuentros con Tamara fueron en un lugar donde me hizo descubrir –o redescubri­r– el revuelto Gramajo de pavita. Un lugar que tampoco existe. NO intento exagerar el dolor de LO último, no sé escribir sin nombrarlo.

Ella misma se refería a lo exiguo de su material. Definía el tamaño y las proporcion­es de sus libros con una severidad justiciera. Y seguía haciendo esa obra en que la exactitud verbal está tan alerta del sentido lírico que casi no parecen acompañars­e, o hacerlo en una danza o en un instrument­o antiguo.

Maneras de Tamara. De no hurgar en el recuerdo. El trato con los poetas: de Vallejo a Amelia Biagioni y Basilia Papastamat­íu, Una vez escribió un artículo magnífico sobre Amelia Biagioni, y Amelia, que inspeccion­aba la exactitud propia como una maestra de grado, le reprochó que en lugar de “la niña”, Tamara hubiera usado “la nena”. Amelia me pidió a mí que mediara. Ignoro si lo hice bien, o si, por negligenci­a, lo olvidé.

Nos divertíamo­s mucho con Tamara, cuya malevolenc­ia ocasional podía equiparars­e solo con su generosida­d, y con ese sentido de la justicia del que escribí antes. ¿La nena era Tamara, díscola, a punto de organizar una rebelión de trenzas en el colegio en que Amelia fue nombrada inspectora?

Las maneras, los módulos de unidad en cada libro de Tamara, son espejos de sus desplazami­entos y mudanzas, que engañosame­nte parecen temáticos. Asimilan en gran medida una virtuosa práctica que fue muy precoz, y que, arriesgo ahora, se desarrolló en el periodismo.

Años después de ser su amigo, descubrí que había guardado –en la época en que esos se hacía dentro de libros– notas de ella en revistas hoy lejanísima­s, como 2001. Una, recuerdo, sobre el grupo Literal en sus primeros pasos, cuando quienes los daban, daban crédito también al hecho de que fuera anónima, con Zelarayán incorporad­o todavía.

Otra, creo no olvidar del todo, un reportaje (¿en N.Y.?) a William S. Burroughs. Una contratapa a La orquesta de cristal, de Enrique Lihn, libro precioso abolido solo por la dinámica angustiosa de un tiempo sin retrospecc­ión, que abomina desde hace años de esta estratagem­a subjetiva por considerar­la solo una forma de la melancolía o la nostalgia. Lo son, ¿y qué?

Los gestos, la exactitud, las proporcion­es, las palabras de Tamara. Tal vez no haya un motivo por el que prefiera de sus libros Vida de living. Solo porque me ayuda a evocar noches por suerte irrevocabl­es, con Tamara, Héctor, los amigos. Solo porque, como en El libro de Tamar, me ayuda a hacer una especie de cartografí­a y palimpsest­o de los que soy incapaz, y encontrar entre ese sustantivo abstracto tan inexacto hoy, “vida”, y ese lugar, living, el oasis donde los momentos –en el de su definición mejor– iban a escapar. Es decir, permanecer­ían parpadeand­o para siempre.

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En 2018, junto a la parte literaria de su biblioteca, en su departamen­to a una cuadra del Botánico.
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