Revista Ñ

Militante y burguesa

Retrato con jóvenes. El autor recupera su cercanía y el intercambi­o ávido con los autores inéditos.

- POR ARIEL SCHETTINI Poeta, ensayista, docente en UBA, publicó en ensayo El tesoro de la lengua.

Cualquiera que lea un poema suyo puede encontrar que, en ese abismo de insondable­s reverberac­iones, aparece en algún lugar la sonrisa de su voz que nos señala la palabra como si nos preguntara: ¿Y esto? ¿Lo habías pensado? ¿Te detuviste a mirar este lenguaje y sus resonancia­s? ¿Te asomaste a este aljibe para escuchar las mil voces que resuenan en los ecos de la voz? Y es que entre sus palabras no hay una que no nos interpele. A veces porque es demasiado científica o, por el contrario, abiertamen­te “canyengue” y arrabalera, por momentos porque entra al registro severo de lo académico o porque habla como una nena que se perdió en la memoria perdida de su madre.

No hay una palabra en la obra de Tamara que no nos sumerja profundame­nte. Sea porque para hablar de Buenos Aires, su ciudad, aunque haya vivido exiliada en México donde escribió libros y tuvo hijos, o se dirija a sus alumnos de poesía latinoamer­icana en distintos lugares del mundo. Y siendo una persona llena de calidez para el trato cotidiano, en el momento de tomar la palabra era implacable, aguda, mordaz: “Odio Buenos Aires”, dice en unos de sus poemas cuando busca el tono justo para nombrar la luz mortecina de la ciudad que amaba, “Su Ciudad”, mezclado con el tango. Buscaba encontrar el punto, el gesto o la palabra donde se cruzaba la militancia juvenil de la década del 70 con la vida burguesa, con lo que ella llamó la “vida de living”, en el doble sentido de superviven­cia, madurez y el asombro de saberse, desde el fin de la dictadura en adelante, una sobrevivie­nte: “Anochecer de un día agitado: hasta aquí llegamos.” Decía desde el “living” de su casa para evocar las voces de los amigos muertos y perdidos por el exilio, o por la muerte.

Desde el inicio de su carrera, su voz no era sino parte o fragmento de un diálogo con la poesía o entre la poesía, que, hacia el final, hasta estos últimos días, se poblaba de las voces venerables de la historia de la poesía latinoamer­icana, hasta los ensayos o experiment­os más inseguros de los jóvenes que con regularida­d le acercaban sus libros para escuchar una devolución. Y ella siempre la daba.

Sabía que en todo pequeño libro de poema acecha una pregunta, un diálogo propuesto, un desafío que estaba dispuesta a enfrentar y que no la iba a dejar muda. Asumía la responsabi­lidad de leer un libro de los poetas que se lo dejaban con inciertas ilusiones de respuesta, como si fuera parte de la tarea de una poeta: intervenir en el texto del otro, para que su voz, entonces, formara parte del diálogo infinito que es la poesía. Entendía que un libro de poesía era la invitación, a veces temerosa, a una cita a la que iba a presentars­e sin falta. En su segundo libro, “los no” (en el que juega entre la experienci­a del teatro japonés y “el puro no” de Oliverio Girondo) ya se entiende esa idea de escribir para hacer de la escritura el ídolo de ese intercambi­o. “te vas para no volver/ amigo muerto en tu infancia/ cuando escribir era/ una manera de preguntarl­e a alguien.”

Una de esas preguntas en la poesía era su acercamien­to al psicoanáli­sis. Se preguntaba en sus textos qué saber, poesía o psicoanáli­sis, habilitaba al otro, como si la experienci­a del análisis fuera, finalmente, una experienci­a poética y todo lo contrario. Porque no le temía a la paradoja o a la contradicc­ión que habita el lenguaje. Muy por el contrario, hacía de la poesía un saber que desafiaba la lógica para buscar una experienci­a absoluta. Y ello se podía encontrar en las palabras del “ghetto” judío y su historia “del otro lado del Mediterrán­eo” o en el bar “mistongo” donde se junta con sus amigas a confabular el siguiente tango/poema entre chicas.

Hace unos pocos años fue convocada por la Universida­d de las Artes (UNA) para poner en marcha un proyecto inmenso: desarrolla­r una carrera de escritura creativa. Y entonces pudimos ser testigos de la generosida­d intelectua­l con la que imaginó ese comienzo. Solo hay que mirar el cuerpo de profesores convocados para comprobar la seriedad con la que se tomó el encargo. Ni acomodó amistades ni favoreció aliados. Se ocupó de buscar seriamente a los mejores en cada disciplina. Y se preocupó porque los alumnos llegaran a confrontar­se con la experienci­a literaria, como práctica, como crítica, como mercancía, en todo sentido.

Su voz, persuasiva, cálida y siempre perturbado­ra, va a durar en el diálogo con los escritores argentinos de manera definitiva; ninguno puede soslayar “pasar por sus páginas”, que enseñan a escribir. Como si fuera un libro que sabemos que va a terminar, pero no queremos que ocurra: “y sé también que en algún momento/ debería cerrar este libro, y tampoco sé cómo/ salvo que el final/ caiga como una fruta madura/ y pegue en la cabeza de alguien que por fin/ pase por aquí.”

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En los 80, dirigió los cursos de extensión del Centro Rojas. Más acá, una carrera en la UNA.
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