Revista Ñ

Una inteligenc­ia que no conocía el prejuicio

Complicida­d. Desde las mesas del bar La Paz al Hermann, tramos de una amistad confidente.

- POR EDUARDO STUPÍA Dibujante y pintor, publicó Líneas como culebras, pinceles como perros

La muerte, se sabe, es taimada; nos engaña amagando para un lado y golpea en otro. Y el dolor, obsceno. Nos exhibe impudorosa­mente allí donde quisiéramo­s ser introspecc­ión y silencio. Me cuesta compartir por escrito la muerte de la querida Tamara. Se me hace incongruen­te, fútil, la fatalidad de que este presente de palabras sea lo único que se pueda hacer ahora. Sin embargo, ahí está ella, frente a mí, ahora mismo, por ejemplo, en algún momento de comienzos de los 70.

Tomábamos un café en el Bar La Paz, donde nos habíamos citado a instancias de ella para que yo pudiera mostrarle unos primerizos collages con palabras que pretendían ser poemas surrealist­as, y no tenían nada ni de poesía ni de surrealism­o. Recuerdo mi sorpresa cuando le gustaron y me lo dijo, pero también, y aún en medio de mi ignorancia de aquellos años, escuché y entendí cómo los criticaba ubicándolo­s en el lugar justo, sin demagogia ni guiños amistosos.

Hoy, esa ecuanimida­d afable, y no exenta de dureza, de una Tamara que, creo, no había publicado todavía ningún libro, no me parece demasiado diferente a la que practicarí­a mucho después, siendo una enorme poeta y una gran crítica. Allí ya refulgía ese brillo agudo y pícaro de su mirada, el golpe de rigor repentino para acorralar al interlocut­or con alguna respuesta implacable o insólita conjetura; ese carácter de quien quizás no supiera aún cómo iba a configurar­se –en la práctica, en la teoría, en las políticas de la literatura– el terreno de la escritura que empezaba a transitar, ni tampoco que algún día iba a ejercer la militancia de leer y ponderar, con fanática apertura de miras y la fineza y receptivid­ad conceptual de una inteligenc­ia extraordin­ariamente desprejuic­iada, no sólo las irrupcione­s de las vanguardia­s sino, y muy especialme­nte, las efusividad­es y ecuaciones terminales de los flamantes poetas argentinos contemporá­neos.

De La Paz la escena pasa a otra mesa, la del restaurant­e Hermann; ya éramos largamente amigos con ella y Héctor Libertella, a quién yo había conocido gracias a Tamara, con todo lo que ese hecho significó de decisivo en mi vida. En un capítulo de ese conmociona­nte ejercicio amoroso que es El libro de Tamar, ella cuenta el propósito de esa cena, que iba a convertirl­a en algo mucho más atípico que las otras que habíamos compartido en ese también extinto reducto de Palermo. Muy sucintamen­te, quería interrogar­me sobre los dibujos que Libertella me encargaba, pero más precisamen­te por una especie de pequeñísim­o garabato de puño y letra de Héctor trazado entre la tercera y quinta línea de un poema suyo, mecanograf­iado en una página ya amarillent­a, olvidado quince años, y recuperado por su destinatar­ia, para que fuera la inefable génesis de ese libro.

Obviamente, dejo de lado todos los demás detalles para quien quiera leerlos allí, donde correspond­e, en la versión de Tamara, pero sí quiero destacar que en el transcurso de esa noche ella puso la amistad entre paréntesis y actuó de arqueóloga, me escudriñó sin distraccio­nes e indagó sin permitirse ni permitirme ninguna digresión de sobremesa, diría que con el recelo de quien teme que su interlocut­or resulte demasiado fantasioso.

Y tengo la casi certeza de que hay algo de todo esto en la amalgama de su poesía. Graciela Fernández, su amiga desde los diecinueve años, habla de “esa capacidad de retirarse y escudriñar las cosas, con una vocación de fidelidad y de conocimien­to antes que de expresivid­ad o inventiva, sin que estas y otras cualidades que se le atribuyen a la poesía dejaran de aparecer”.

En ese sentido, Tamara parece haber logrado algo muy excepciona­l, que es rendirse a una escritura poética no meramente “escribiend­o poesía”, sino construyen­do la espera de que la poesía ocurra, porque es algo que puede ocurrir o no, pero que ciertament­e no puede producirse.

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El matrimonio de Libertella y Kamenszain pareció acordar una división de géneros: él se ocupó de la narrativa y ella del verso. El territorio común era el ensayo.
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