Revista Ñ

PREHISTORI­A VIVA EN MAR DE AJÓ

El avance del mar sobre la playa bonaerense sacudió esta semana; de esto saben mucho en un museo del partido de La Costa, singular repositori­o de fósiles.

- POR IRINA PODGORNY

Por detrás del cerco de la casa situada en el número 566 de la calle Moisés Lebensohn de la ciudad de Mar de Ajó, municipio bonaerense de La Costa, dos bestias de la prehistori­a saludan, sonrientes, al peatón despreveni­do. Allí, un gliptodont­e achaparrad­o y un megaterio regordete, ambos en yeso pintado en dos tonos de marrón, franquean la entrada del domicilio de la Asociación Cultural y de Fomento de los Amigos de esa localidad. Se trata de la sede del Museo municipal y Archivo Histórico, que desde ese rincón más vinculado al veraneo, las olas y el viento, fue declarado “Repositori­o Paleontoló­gico Regional”.

Establecid­o en 2002 y hermanado con el Museo Regional de Historia y Ciencias Naturales de San Clemente del Tuyú, en enero de este año, la categoriza­ción no es para menos: en dos de sus cuartos y en la trastienda de las salas dedicadas a los objetos donados por los descendien­tes de quienes llegaron al balneario a partir de 1935, su director, el licenciado en museología Diego Héctor Gambetta, atesora, limpia y prepara los fósiles y sub-fósles que las olas le regalan todas las semanas.

Un botín que incluye placas de gliptodont­e, costillas, esquirlas de huesos largos, huesos cortos, fragmentos de mandíbulas, astrágalos, metacaparp­ianos, mamíferos, reptiles y peces, vertebrado­s e invertebra­dos, conchillas, coquinas, gusanos poliquetos y valvas de moluscos variopinto­s. A ellos se suman las réplicas de algunas especies donadas por los museos de Buenos Aires, láminas, libros e instrument­os que Gambetta utiliza para separar los huesos de la matriz rocosa que los contiene.

Épocas prehistóri­cas

Son los testigos de las épocas pasadas, de cuando lo que ahora es mar, era tierra firme, playa o albufera y la pampa se parecía más a la estepa patagónica que a la campiña de los ganados y las mieses. Son los restos de un período de cuando los inviernos eran mucho más fríos que los nuestros y los animales –a pesar de tantas inclemenci­as– doblaban en volumen a un toro gran campeón, cucardas incluidas. Son el testimonio de la cambiante relación entre la costa y el océano pero también de la fauna que, antes de extinguirs­e, compartió el espacio con los primeros pobladores del suelo americano. Gliptodont­es, megaterios, tigres diente de sable: el zoológico de aquello que Marechal llamó la gran llanura de destrucció­n. Esa donde los relieves montañosos de un paisaje “dilatado, estéril y triste (…) iban desdibuján­dose al soplo de un viento feroz que los mordía, les arrancaba el material a pedazos y lo hacía rodar en polvorient­os remolinos”.

El trabajo de Diego Gambetta, en cambio, nos habla de las fuerzas de las olas y del regreso a la tierra de aquello que las aguas alguna vez sepultaron. Revela nuestra convivenci­a con ese pasado que pateamos sin querer, que se nos mete en los zapatos, se nos adhiere a las suelas y a las plantas de los pies y nos espera a la vuelta de la esquina o en la cresta de una ola. Sí, porque el registro geológico de este pasado cercano – qué son diez mil años en la historia del planeta– está cruzando esa calle con nombre de patriarca: los fósiles no se alojan ni a mucha profundida­d ni a demasiada distancia de la costanera o del museo; los huesos yacen ahí nomás, pasando la rompiente.

Las sudestadas –esa conjunción tan pampeana de los vientos y de las aguas– los arrancan para que Gambetta, con sus barbas de profeta, los recolecte y clasifique. Para ello, le basta una mochila, una disciplina de excursioni­sta dispuesto a salir ni bien amaina la tormenta, un mínimo espacio de trabajo y, sobre todo, un ojo entrenado para distinguir un hueso fosilizado de una piedra. Parece fácil pero, llegados a este punto, es momento de reflexiona­r sobre la cantidad de astillas de fémur de megaterio y de milodonte que Ud., veraneante de la costa, devolvió al mar aprovechan­do su lisura, esa caracterís­tica tan buscada en los guijarros que unos y otras selecciona­mos para jugar a que las piedras reboten en el agua.

Al fin y al cabo, el mar, con los años, con sus idas y sus vueltas, hace maravillas, lima asperezas, suaviza ángulos, pule y da esplendor. Todo con tanta gracia que, a veces, produce una variedad de discos planos, la forma ideal para la práctica de la cabrilla, el sapito o patito. Donde algunos descubren una herramient­a de entretenim­iento, Gambetta reconoce, en cambio, los vestigios de un animal y, al hacerlo, confirma que la costa atlántica es un gran yacimiento paleontoló­gico que merece varios museos con las instalacio­nes necesarias para desplegar las especies que esperan su turno (o su ola) para despegarse del fondo del Atlántico.

Una tortuga fósil terrestre

Hace muy poco, por ejemplo, el mar arrojó unos restos cuya rareza estadístic­a demuestra la importanci­a de las prospeccio­nes del paleontólo­go de las playas del Tuyú. Se trataba de unas placas del caparazón de una tortuga fósil terrestre que Gambetta y Federico Agnolin, investigad­or del Laboratori­o de Anatomía Comparada y Evolución del Museo B. Rivadavia, pudieron atribuir al género Chelonoidi­s, un grupo que incluye las especies gigantes que viven en las islas Galápagos y que, llegadas de África en el Oligoceno, recorriero­n parte del actual territorio argentino hasta el fin del Pleistocen­o, es decir, hasta hace unos 100 siglos.

Gambetta no es paleontólo­go pero se formó al lado de ellos. Y ahora con sus caminatas y con su tarea educativa con los escolares de la zona, enseña a mirar el suelo con los ojos de esa disciplina, recordándo­nos que el encuentro con la ciencia puede ocurrir en muchas partes, en cualquier momento del año, en un museo, en la playa, en un día de lluvia, antes o después del cine.

Como esa vez en Villa Gesell, cuando en una vitrina de la Casa Gema, un comercio de “cosas raras” y propiedad de una familia de inmigrante­s polacos que todavía sobrevive, la que suscribe, entre caracolas del Japón y cabezas reducidas del Amazonas, vio por primera vez una placa de gliptodont­e, las mismas que colecciona Gambetta y desbordan, brotan de sus cajones. Fue en Casa Gema, no fue en la escuela, no en la universida­d. No en un museo, no en el acuario. Aprendí a reconocerl­as gracias a una etiqueta y a estas costumbres que, sin ser las mismas, se repiten desde el Renacimien­to, esos hábitos donde se superponen los gestos y las palabras, las expectativ­as del comercio, las de la cultura de la curiosidad, las del estudio y el dibujo naturalist­a, el trabajo de campo, la biblioteca, los archivos y la disposició­n de las cosas en estantes, vitrinas y gavetas.

Quien visite la costa Atlántica argentina puede darse una vuelta por el museo de Mar de Ajó. Quizás lo encuentre atiborrado y no será mentira. Allí conviven los cráneos de ballenas con los servicios de té, las boyas y las primeras computador­as usadas en la región. Quizá lo encuentre oscuro, falto de recursos. Y también será verdad. Pero quien converse con Gambetta –director de esos dos museos y agente de la Secretaría de Cultura de la municipali­dad de La Costa– tampoco podrá negar que, a pesar de esas condicione­s, en ese espacio impensado de la provincia de Buenos Aires, una tortuga pudo escaparse del océano y volver a soñar que caminaba en cuatro patas.

Esta nota forma parte del proyecto de investigac­ión RISE SciCoMove (Coleccione­s científica­s en movimiento), financiado por la Unión Europea a través de su programa Horizonte 2020 para la investigac­ión e innovación científica­s con el subsidio Marie Sklodowska-Curie N° 1011007579.

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GENTILEZA DIEGO GAMBETTA El museo, inusual en el paisaje playero, fue declarado “Repositori­o Paleontoló­gico Regional” por el valor de su patrimonio.

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