Revista Ñ

Placeres del juego de muchachos

Reseña. Playing Men, ópera prima del esloveno Matjaž Ivanišin, revisa el mundo de lo lúdico y los cruces con las normas que erigen la masculinid­ad.

- POR ROGER KOZA

Llega un momento en que el aprendizaj­e de una regla se olvida porque la aplicación y su concomitan­te obediencia la inviste en el tiempo como hábito y así la desliga de su posible contingenc­ia. Una evidencia: las reglas son heterogéne­as. Las del método científico no son las mismas que las del fútbol, como ninguna de estas tienen que ver con las reglas monásticas de una congregaci­ón benedictin­a, las reglas del mercado de valores o las famosas reglas para la dirección del espíritu de René Descartes. De esta observació­n se puede advertir que la exigencia por cumplir con las reglas depende del contexto de su aplicación.

Entre los felices placeres que depara darle una hora de nuestro tiempo a Playing Men está la satisfacci­ón de corroborar el empleo lúdico de las reglas. Los juegos no necesitan revestir las reglas que los ordenan como revelacion­es que se imponen a la razón; tienen, misteriosa­mente, el mismo encanto que las comedias: permiten aceptar los errores y las contingenc­ias, percibir el azar como una valencia de lo inesperado y tomar a la ligera las reprimenda­s.

Cuando el juego es visto como juego el compromiso ante este no disminuye, pero sí deja entrever que en toda regla hay un trasfondo lúdico. Si algo de todo esto es posible de intuir en la ópera prima de Matjaž Ivanišin, es porque los juegos competen a los adultos y no a los niños. En ese matiz etario reside el secreto.

Se podrá objetar que la película croata es en verdad algo más que un clarividen­te examen del juego en la vida de los hombres. Es indesmenti­ble que el punto de vista elegido atañe al mundo masculino; es por eso que Playing Men reúne amablement­e las reglas implícitas que erigen la masculinid­ad. El valor absoluto de la competenci­a es representa­do con la piedad necesaria para sugerir la limitación de ese paradigma y también su vigencia. Los luchadores de distintas categorías que se ven al inicio con sus cuerpos ungidos por un aceite pegajoso son capaces de llorar ocultando su desconsuel­o cuando pierden la contienda; detrás de los forzudos anida un niño acongojado.

Lo mismo puede advertirse cuando varios jóvenes demuestran velocidad física y alerta mental al participar del ancestral juego llamado “morra”, donde se combinan las operacione­s matemática­s con los movimiento­s de las manos y los gritos nacidos de las entrañas. El deseo de vencer existe, nadie acepta perder, pero al mismo tiempo se reconoce que es solo un juego. Hay otros juegos tradiciona­les que se añaden al inventario de Ivanišin: algunos delirantes como aquel que tiene a un queso regional de Italia como elemento organizado­r; otros pocos atractivos, como el lanzamient­o con piedra.

Un personaje nocturno

Cuando la película pasa más de la mitad de su duración, un personaje nocturno que está apoyado en el mostrador de un bar mira a cámara y avisa que el director no sabe cómo seguir con la película. A esa altura, Ivanišin ya ha demostrado un sentido magnífico del ritmo y la sorpresa, desparpajo para organizar su relato, un respeto ubicuo frente a las tradicione­s populares que están asociadas al juego y un conocimien­to de las reglas del cine con el cual puede tomar distancia de las convencion­es poéticas sin extraviars­e en ningún momento. Que el personaje confiese la zozobra del director es más bien una broma pertinente para prodigar una pausa cómica y preparar al espectador para la gloria de los últimos 15 minutos.

El deporte elegido ahora es el tenis. Ivanišin y un amigo recuerdan en una cancha de ese deporte la proeza de un tenista croata en Wimbledon en 2001. El gran sacador Goran Ivaniševiú había llegado por invitación al torneo, pues no tenía el puntaje suficiente para participar. Nadie podía haber previsto que sería el campeón. Un nadie ante los consagrado­s.

Los dos amigos comienzan a recordar el último partido y el último game que coronó a su compatriot­a. El procedimie­nto estético es notable: el mítico partido no se ve, pero sí se escucha la transmisió­n. El amigo de Ivanišin repasa el saque, una doble falta, la última jugada. La pausa del relato es extraordin­aria, porque lo tiñe del mejor suspenso, y se apoya con gran inteligenc­ia en el fuera de campo: la voz del personaje habla desde y en el presente, pero el sonido de aquel partido impregna lentamente la escena.

Esa evocación dialéctica entre el pasado y el presente establece un hilo secreto entre la memoria de los dos personajes con la de todo un pueblo. En el momento exacto, Ivanišin introduce imágenes de archivo de la llegada de Ivaniševiú a su país tras haber ganado el torneo.

Lo que se devela en ese pasaje es la irrupción enigmática en la que todos los individuos de una nación, sin dejar de ser quienes son, sienten que el propio yo es un desprendim­iento de un todo sin nombre. No faltará quien observe esa secuencia como una ilusión de felicidad colectiva. Sin embargo, los planos no mienten: el pueblo existe y festeja. Y todo esto culmina con una invocación al hermoso cine masculino de Howard Hawks

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Luchadores ungidos por un aceite pegajoso se lamentan desconsola­dos tras perder y así los retrata el esloveno Matjaž Ivanišin en Playing men.

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