Desventuras de una sombra en París
Ficción documental. Una investigadora rastrea las huellas del artista de vanguardia Alberto Greco en su temporada francesa, en los años 60,
¿Puede una becaria argentina de doctorado en París ser pobre? Muchas de las circunstancias que reitera la narradora de esta novela apuntan a ubicarla en una zona de pobreza romántica que consiste en no tener siempre la cantidad de comida o euros disponibles para vivir a gusto en la ciudad cuya luz fue una suerte de fuerza centrífuga para los intelectuales argentinos, pero que hoy (a setenta años de la década del 50) es una suerte de ilusión óptica.
Elena roba sacos de mate cocido en los supermercados porque vivir lo más cerca posible del fantástico centro de la capital del siglo XIX requiere algunos sacrificios inhumanos. Mientras se arrastra en una inadecuación relativa en ese mundo de riqueza social, cultural y económica (no domina todos los códigos ni tiene los recursos que manejan con naturalidad los europeos o semieuropeos que la rodean en boîtes, cafés, tiendas y salones “informales” de sociedad) y pergeña una tesis sobre Alberto Greco, se encuentra a la que podría ser su versión de Nadja (el núcleo de esa novela “más admirada que leída” de André Breton, como la define Aira) pasada por el filtro de La Maga: en su caso se trata de Grace (un nombre que emparenta al personaje con Greco y sugiere la idea de “gracia”), una franco argentina a la que cruza por casualidad en la noche parisina y que se vuelve el talismán ambiguo de un tiempo sin metafísica posible.
Elena busca a Greco en archivos prestigiosos, chocando contra la imposibilidad documental y reconstruyendo tenuemente una historia cuyos titulares se perciben en una “biografía al biés, intuitiva, una impresión literaria”, como dice Edgardo Scott en la contratapa del libro de Klein.
Greco fue uno de los fundadores del informalismo, creó una forma de arte (los vivo-dito) que consistió en señalar objetos y seres en su propio contexto (con círculos de tiza, con letreros, etc.) y después de intervenciones relativamente escandalosas en el espacio público (vestirse de monja mientras tenía lugar el Concilio Vaticano II) se suicidó a los 34 años en Barcelona en una performance que podría integrar su obra (escribió la palabra “fin” en alguna parte de su brazo, variable según la versión, como indica uno de los anexos documentales).
La luz de una estrella muerta realiza la operación de hacer existir la aventura vital de su protagonista bajo el resplandor de esa historia vista de forma oblicua, enfocada en gran medida a través de la amistad de Greco con Marta Minujín y de los turbulentos amores con el artista chileno Claudio Badal y la poetisa francesa Laurence Iché. La vida de Elena, sin embargo, está lejos de la vibración de la de Greco.
¿En qué consiste su aventura, vista a la luz queer y suicida de la vida de su “retratado”? En los vaivenes de una tesis de doctorado, en la relación tirante con esta Maga apenas entrevista en la que se transforma la lánguida Grace, en el tránsito por preciosos escenarios parisinos o de la costa francesa, donde la protagonista “pobre” de la novela de Klein se viste “so french Riviera” y camina “overdressed” (sus palabras) hasta que se da cuenta de que la esperan un palacio y efebos andróginos que la someten a formas más o menos estresantes de flirt.
Elena es una cenicienta sobreadaptada que se mantiene literariamente viva gracias a una supernova muy lejana y a la melodía amable de la prosa de Klein, que a pesar de esa prosodia no nos exime de precisiones sobre la burocracia académica (“Hasta ahora nunca tuve que activar el protocolo de consultación así que me instruyo con los bibliotecarios para saber cómo presentar los archivos”) o de alguna ñoñería, y no evita una nueva aparición de Alejandro Jodorowsky en la literatura argentina.
La luz de una estrella muerta intenta vampirizar el torbellino de la locura, el impulso revolucionario del arte y el appeal de la pobreza pero esas energías están ausentes, o son una huella artificiosa que no alcanza a sumar otro resplandor a los de la juventud de su protagonista y la nunca despreciable fulguración del deseo de escritura.