Geoingeniería, la receta extrema
Desde un punto de vista de la química, la revolución industrial que arrancó en Inglaterra hacia fines del siglo XVIII fue (es) un enorme experimento sobre la atmósfera. Lo que movió la maquinaria mundial fue el consumo de combustibles fósiles (mayormente carbón al principio; el petróleo se agregó después), cuya consecuencia involuntaria fue la emisión de gases de efecto invernadero, acumulados en proporciones nunca vistas desde la aparición del ser humano. El resto del cuento se conoce: los gases retienen el calor del sol, suben la temperatura y provocan un torrente a veces literal de dramas que caen en cascada, y ya forman parte del paisaje noticioso.
Al experimento involuntario –la idea era comerciar bienes–, ahora se propone sumar, no reemplazar, otro experimento también planetario, también de consecuencias indefinidas. Esta vez, con una búsqueda consciente: controlar el termostato global. Como fueron gases los que hicieron subir la temperatura, si se dispersaran inteligentemente otros – en este caso, refrigerantes– podría bajar, o dejar de subir, o algo por el estilo. Dicho así, en los caracteres que insume un tuit, parece razonable. Pero no tan rápido. Las objeciones a estas iniciativas de geoingeniería que pululan y encaran universidades norteamericanas y europeas (incluso en aspectos que una cierta jerga horrísona llama “gobernanza”, no solo en los técnicos) son de dos tipos.
Primero, de índole filosófica: la geoingeniería mantiene el paradigma de la ces ocultan. Escribe Klein: “Bill Gates ha inyectado millones de dólares en investigaciones sobre la geoingeniería y ha invertido en la empresa Intellectual Ventures, que está desarrollando al menos dos herramientas de geoingeniería: el StratoShield, una manguera de unos treinta kilómetros de longitud suspendida con globos de helio que arrojaría partículas de dióxido de azufre en el cielo para bloquear el sol, y una herramienta que, supuestamente, tiene el poder de rebajar la fuerza de los huracanes”.
Para ella, entonces, es la distribución de la riqueza y no los artilugios y las sumas tecnocráticas, las que acaso puedan restaurar un cauce más armónico de y con la naturaleza. No nos salvarán los millonarios con conciencia, ni ningún tipo de superhombre, sino el esfuerzo colectivo en pos de un resultado que tenga en cuenta al resto de los seres vivos sobre el planeta.
Lo interesante, claro,es la posible síntesis naturaleza como algo desacralizado y, por ende, disponible para manipular a antojo de (algunos) Homo sapiens. En oposición, distintos credos y religiones proponen volver al respeto intrínseco de la naturaleza para detener el desastre (sin ir más lejos, la misma encíclica de 2015 escrita por Francisco, Laudato si). Pero quizá más importante es la segunda de las objeciones, la que tiene que ver con cuestiones prácticas: todo puede salir mal.
Una de las principales características del sistema climático mundial es su grado de imprevisibilidad; en ciertos aspectos, se comporta como un sistema caótico donde pequeños cambios en algunas de sus variables originan modificaciones muy grandes. En ese sentido, el temor es que, si se ionizan mares o se cargan las nubes para que llueva en zonas desérticas del primer mundo, se quite ese recurso de otros lugares del tercer mundo; es decir, que se repita la historia de la desigual distribución global de recursos ahora con las nubes. Para una serie de organizaciones ambientalistas y académicos, ya es demasiado y han escrito y reclamado en favor de que cesen las pruebas y análisis geoingenieriles.
Es más, incluso quienes la militan como una opción saben que se trata de una posibilidad muy extrema, a usar solo en caso de que se materialicen escenarios de un calentamiento catastrófico por encima de los 2,5ºC o 3ºC de aumento promedio global respecto de la era preindustrial (hoy, ese número está en 1,2ºC y ya resulta mucho). Pero el dispositivo parece estar a la mano en caso de una emergencia total y si las alternativas de reducción del consumo global no funcionan. Qué tipo de organización social mundial las pondría en marcha, en qué condiciones y bajo qué gobierno, es una pregunta que todavía no tiene respuesta. entre ambas soluciones, algo que de algún caótico modo se está poniendo en marcha (no con la velocidad del cambio climático). Mientras hay avances en alguno de los pedidos respecto de más impuestos a los ricos y a los sucios (o contaminantes), el conjunto de opciones conocidas como geoingeniería se analiza en universidades de prestigio como Harvard (en un grupo fundado por el propio Gates).
En el medio, las presiones desde abajo por las consecuencias sociales de los desastres climáticos (cambios de gobiernos, migraciones masivas, hambrunas) y una cierta intención de que un gobierno mundial (¿la ONU?) establezca medidas que por fin se cumplan. La que predomine en el caos de acciones, decisiones e iniciativas, si acaso, marcará los próximos años. Sin apremios, eh: la humanidad, al menos como conjunto más o menos indiviso, depende cómo resulte esa compleja ecuación.