Hacer de la necesidad virtud o la victoria de la danza
Doctor en Filosofía, el autor chileno lleva varias ediciones de su ensayo. Allí identifica los destinos de un centenar de patagónicos originarios, expuestos como salvajes en el siglo XIX.
Era previsible, a fin de cuentas. Solo que aún no estaba a la vista. Pero cualquiera que haya pasado su tiempo, incluso poco tiempo, en clases de danza (cualquiera de ellas, desde los enérgicos zapateos y zarandeos del folclore hasta los dilatados adagios en la barra de una clase de ballet) pudo haberlo imaginado. Porque bailar no es otra cosa que sobreponerse.
Es probable que las cosas hayan cambiado en los últimos tiempos. Que las maestras y los maestros hayan desarrollado grados de empatía (otros dirían maneras pedagógicas) algo más afinados. O sencillamente que ya no sean aceptables las herramientas que antaño vibraban entre aquellas camadas de jovencitas (y pocos jovencitos entonces): golpes, pellizcos, comentarios sarcásticos y una dosis nunca despreciable de sadismo. Había gentileza y amoroso cuidado, también. Aunque para muchos fueran evidencias de la debilidad que no conduce al éxito.
Esa lógica de funcionamiento quedó cristalizada por la actriz y coreógrafa estadounidense Debbie Allen, que personificando a la temible maestra Lydia Grant, les lanzaba a sus estudiantes de ficción en la serie televisiva Fama: “Quieren fama, pero la fama cuesta y aquí es donde empiezan a pagarla. Con sudor”. Antes de la serie, antes incluso de la película homónima de Alan Parker en 1980 (donde Allen ya era Grant), generaciones de niñitas de medias rosadas y rodete aprendieron las dos cosas más importantes a tener en cuenta en una clase de danza: primero, no se mastica chicle so pena de expulsión. La segunda, jamás (nunca y bajo ningún concepto) se pueden enunciar las palabras: “No puedo”. Siempre se puede. Se puede con un aductor que se resiste. Se puede con los pies rebosantes de ampollas. Se puede contra la ley de gravitación universal al saltar y se puede girar 32 veces seguidas (incluso con algunos bonus) desplegando y recogiendo una de las piernas y uno de los brazos en los míticos rond de jambe fouetté. También se puede contra una pandemia.
Era previsible, a fin de cuentas y el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín lo dejó claro el año pasado. Las artes escénicas no habían terminado de replegarse obligadas por las medidas sanitarias, cuando esa compañía (una de las más importantes del país y de la región) ya tomaba sus clases y sostenía sus ensayos de manera virtual. Además, avanzaba en la reposición de Boquitas pintadas y desarrollaba el rodaje de dos películas. Desde un living, un patio o un garaje. Pudieron.
También pudo este mes volver al escenario con público en la sala el Ballet Estable del Teatro Colón. El programa hacía de las limitaciones una posibilidad: “Le propuse a Maximiliano Iglesias, integrante de la compañía, que creara una pieza para streaming en condiciones estrictas: pocos bailarines, sin contacto entre ellos, sin escenografía ni cambios de vestuario y con un número limitado de músicos”, describió a Ñ Paloma Herrera semanas atrás. A esa pieza, la directora sumó una obra ad hoc desarrollada por el experimentado coreógrafo Alejandro Cervera sobre música de Piazzolla en su centenario y el Colón abrió nuevamente sus puertas.
Y aunque las buenas intenciones no configuran necesariamente buenos resultados, algo inesperado sucedió: ambas propuestas supieron borrar la condición limitante que imponían los protocolos sanitarios para transformarse en virtuosas composiciones en las que rápidamente se pierde de vista lo que falta.
Vendaval, primer trabajo coreográfico de Iglesias para sus compañeros del Colón, es un caleidoscopio de movimientos neoclásicos que articula pasajes grupales con un puñado de dúos en los que la distancia (o los contactos de menos de un minuto y medio para parejas no convivientes) se capitaliza. Por su parte, Itinerario Piazzolla, de Cervera, con los recursos de la danza contemporánea, el tango e incluso las puntas de las bailarinas de la compañía, se constituyó también como un homenaje al compositor pero también a la ciudad, sus calles, sus noches... eso, precisamente, que el Covid anuló hace un año y medio.
En otro barrio, pero en simultáneo con la última función del Colón, se presentó una nueva reposición de Así se baila el tango, obra teatral y de danza creada, dirigida e interpretada por la coreógrafa y analista en estas páginas Laura Falcoff. Si bien la pieza fue estrenada hace una década, su planteo original fue mutando según pasan los años y, ahora, protocolo mediante, casi parece concebida para una pandemia: solo dos bailarines en escena y una especialista que, puntero en mano, desarrolla una rigurosa clase sobre la historia, características, rituales y magia del tango.
“Desde que estrenamos la obra, fuimos haciendo siempre agregados y cambios. Incluso la escena breve que refiere a los géneros en el tango es enteramente nueva –detalla Falcoff a Ñ apenas horas después de la función–. Durante los ensayos, los bailarines usaron doble barbijo y yo mantuve siempre la distancia con ellos hasta los últimos ensayos. Ahora, ya estamos los tres vacunados”. La solidez académica de Falcoff le permite momentos de precisión exquisita así como pasajes hilarantes, desarrollados por los impecables Daniel Sansotta y Camila Villamil. Y un extra: ella misma baila unos compases en el bis.
Por último, en pocos días, será el turno de una nueva función en el Teatro Astral del Buenos Aires Ballet, el dream team dirigido por el primer bailarín del Teatro Colón Federico Fernández y que, a la manera de la selección nacional de fútbol, reúne a los mejores intérpretes de ballet del país. Su programa pandémico está compuesto por duetos y obras de repertorio pero también creaciones más recientes (como suelen hacerlo desde su fundación en 2015) que, a causa del Covid, reformularon para sostener las distancias requeridas. Para la función del 3 de octubre, prometen el estreno de una pieza en homenaje a Piazzolla de la coreógrafa Micaela Spina y una versión de Carmen de Marcia Haydee, además de momentos de Diana y Acteón, Espartaco, Ba-Babadup-Ba, entre otros.
Es probable que las cosas hayan cambiado en los últimos tiempos. Que haya quien mastica chicle en una clase de ballet. Que incluso se escuchen lamentos y “No puedo” sin desatar el rechazo generalizado. Lo que no cambia es el acto de fe ante un aductor que se resiste, los pies rebosantes de ampollas, giros interminables o saltos. Y la capacidad de no dejarse vencer. Tampoco por una pandemia. Porque bailar no es otra cosa que sobreponerse.
Viajé a Londres en septiembre de 1992, para estudiar las ideas de Jeremy Bentham sobre Hispanoamérica...”. Con esas palabras, el académico chileno Cristóbal Marín Correa anudó en el inicio de su singular y exitoso libro Huesos sin descanso: Fueguinos en Londres (Debate), el tono de sus historias, el espectro de las referencias, los procedimientos narrativos y la permanente sorpresa que aguarda, agazapada en cada página. Parte de ese encanto múltiple explica las tres ediciones (dos en 2019 y otra ahora) y los premios recibidos por ese ensayo que ni el editor más entusiasta habría imaginado en la lista de bestsellers. El resto se debe al tema, en verdad, una obsesión que atrapó a este profesor en Londres: el destino de un puñado de fueguinos secuestrados (otras veces, seducidos) por empresarios europeos, que los exhibieron con más o menos salvajismo en zoológicos humanos y la encomiable identificación de los restos de un centenar de esos aborígenes trasplantados que permanecen allá, atrapados en tierra extranjera.
Las caminatas de flâneur por las calles londinenses y las lecturas de un artículo que lleva a otro generaron el camino impensado que depositó a Marín ante esta historia: a los 23 años, el teniente británico Robert FitzRoy encabezó su primera expedición sobre las costas de América del Sur. El viaje fue un éxito: los ingleses realizaron trabajos hidrográficos en el canal Magdalena y lograron alcanzar las islas Diego Ramírez y el cabo de Hornos. En la travesía, descubrieron el canal Beagle.
Antes de abandonar el confín sur del mundo, FitzRoy embarcó a cuatro integrantes de los pueblos originarios fueguinos para llevarlos a Inglaterra, “civilizarlos” y devolverlos en un futuro viaje con la intención de que estos expandieran las lenguas y maneras del mundo “adelantado”. Se llamaban Fuegia Basket (cuyo nombre nativo era Yokcushlu, tenía 9 años y era mestiza kawésqar-yámana), York Minster (El’Leparu, kawésqar de 26 años), Jemmy Button (yámana de 14 años llamado Orundellico) y Boat Memory (20 años, kawésqar, su nombre de origen no quedó registrado).
Detrás de esos cuatro fueguinos, (ya ficcionaizados por Eduardo Belgrano Rawson y Sylvia Iparraguirre en los años 90) comenzó a andar Marín Correa. Si los primeros indígenas llevados por europeos fueron los que capturó la expedición magallánica en la costa continental (cuyos pies descomunales dan origen a la palabra “patagón” y al topónimo) aunque no sobrevivieron al viaje, muchos otros fueron secuestrados y otros seducidos o atrapados en viajes posteriores por empresarios de shows con fieras que derivaron al ejemplar humanos. Luego de ser expuestos en zoos humanos y ferias y analizados para la naciente disciplina de la antropometría, pocos patagónicos regresaron a casa; la mayoría murió en alta mar o en tierras europeas. Un centenar de restos aún vagan por cementerios y universidades europeos, según estimó el académico chileno. Esa exploración personal es reconstruida ahora por escrito y para Ñ desde el escritorio de su casa en Santiago de Chile, rodeado de libros y con ganas de partir a Tierra del Fuego, en cuanto sea posible.
–¿Por qué esas referencias iniciales a los cuatro fueguinos de FitzRoy fueron tan impactantes para usted?
–Por nuestra mirada ingenua a Europa y a las ideas liberales en la construcción de nuestras repúblicas. Si bien al comenzar no lo tenía muy claro, había algo en el caso de los cuatro fueguinos llevados a Londres pa
ra ser “civilizados”, que, más allá de su excentricidad, alteraba la versión oficial de la construcción del Estado chileno (y argentino). Se infiltraba en ese caso, y para qué decir en los otros que relato, la violencia de un proceso que excluyó brutalmente a los aborígenes y sus culturas, considerándolas inferiores y salvajes, residuos prehistóricos. Esa catástrofe histórica constituye a nuestras naciones y perdura sin que la hayamos resuelto. Pero a pesar de que se la ha intentado silenciar, hoy resurge con ímpetu y reclama reconocimiento y reparación. Si bien no podemos despertar a los muertos ni reconstruir las ruinas del pasado, es posible al menos luchar contra la injusticia del olvido y mediante la escritura, hacer el triste trabajo de la memoria.
–Al llegar a Europa, los fueguinos no solo eran exhibidos como salvajes. ¿Qué otros intereses despertaban allá?
–Así es; además de ser exhibidos en ferias y teatros como curiosidades, junto a personas con malformaciones anatómicas (los llamados freaks), y de ser considerados muestras vivientes de una suerte de eslabón perdido, los fueguinos despertaron el interés de los antropólogos y anatomistas, quienes, además de fotografiar y medir sus cráneos y órganos sexuales, se peleaban por sus cadáveres para diseccionarlos y tratar de desentrañar el misterio de los orígenes humanos. Es terrible leer los informes (en el libro reproduzco uno) donde estos científicos reportan sus disecciones y comparan y describen con precisión estos “extraños” cuerpos y cada uno de los órganos con los que se encuentran.
–La crueldad de los zoológicos humanos fue retratada pero menos lo fueron las misiones . Los salesianos los salvan de las ferias pero para la evangelización forzosa. ¿Qué encuentros y diferencias idenntifica en estas experiencias?
–Es verdad que la experiencia de los zoológicos humanos, la evangelización forzada por parte de los anglicanos y salesianos y, agregaría, el exterminio de los selk’nam por los estancieros, a balazos de Winchester para apropiarse de sus tierras, aunque son episodios muy diferentes y con distintas motivaciones, de algún modo se relacionan en el desprecio por el “otro” y su incapacidad
de reconocerlo como igual. Al mismo tiempo, contribuyeron a diezmar a los habitantes de Tierra del Fuego.
–En esta investigación de veinte años, usted identificó unos cien cuerpos de fueguinos en distintos museos europeos. ¿Qué hacer con esos restos?
–El destino de los restos mortales y su fuerza simbólica es una obsesión que atraviesa todo el libro. Enterrar y respetar a los muertos es un hecho fundamental de la evolución que nos convierte en humanos. Como recuerdo en un capítulo, el famoso jurista holandés Hugo Grocio había señalado en el siglo XVII que dada la antigüedad, universalidad y profundidad moral del derecho al entierro, su negación se convierte nada menos que en causa de guerra justa. Por ello, me parece muy importante la devolución de esos restos a las comunidades a las que pertenecieron. Ahora, esas comunidades son las que deben decidir. Los museos tienen una resistencia incomprensible a aceptarlo.
–¿Cuál de las historias lo ha conmovido más?
–Hay muchas historias conmovedoras, difícil elegir, pero quizás algunas me impresionan más por su carga simbólica. Primero, la de Boat Memory, el favorito de FitzRoy y quien murió a las pocas semanas de arribar a Inglaterra. Me obsesioné con su historia, cubierta por el olvido. Había muy pocos antecedentes de él, no se conocía su nombre verdadero ni su rostro; tampoco se sabía dónde estaban sus restos ni si éstos habían sido entregados a un anatomista (algo averigüé pero no di con sus huesos). La segunda historia que me conmovió es la de una mujer selk’man, cuyo nombre se ha perdido, raptada en Tierra del Fuego junto a otros diez indígenas. Fueron exhibidos en París y en Londres, donde esta mujer se enferma, es abandonada en un hospital para indigentes y a los pocos días muere sin entender nada de lo que le estaba ocurriendo y sus restos desaparecen. El testimonio del doctor y la enfermera que la atendieron es desolador. Otra historia impresionante es la de Fuegia Basket, a quien FitzRoy encontraba muy inteligente por los progresos que hacía en su educación. Ella visitó al rey de Inglaterra; conversó en un correcto inglés y recibió de ellos regalos. Regresó y vivió hasta avanzada edad en Tierra del Fuego y de alguna forma logró integrar su extraña experiencia británica. Aunque al parecer, de acuerdo con un comentario malicioso de Darwin, para sobrevivir tuvo que mantener contactos sexuales con marineros ingleses en el Estrecho de Magallanes.
–Al final del libro se superponen dos momentos históricos distintos pero perturbadoramente coincidentes: en la Isla Dawson (chilena) fueron concentrados por la fuerza pobladores fueguinos el siglo XIX y tambièn opositores políticos de la dictadura pinochetista en los años 70. ¿Qué permanece para que esta coincidencia sea aún posible cien años después?
–Las analogías históricas son siempre muy dudosas, pero el caso de la remota isla Dawson como campo de confinamiento forzado, primero por parte del Estado chileno y los salesianos y luego, en circunstancias muy distintas, por la dictadura de Pinochet, es muy inquietante. Supongo que tiene que ver, de cierta manera, con la incapacidad del Estado y el poder de reconocer al “otro” como igual. Su pregunta me recuerda otra terrible superposición histórica mencionada en el libro, aunque también se trata de sucesos muy diferentes: los huesos sin descanso y perdidos en Europa de los fueguinos raptados se asemejan de alguna forma a la horrorosa historia de los huesos aún sin encontrar de los detenidos-desaparecidos de Chile y Argentina.