Revista Ñ

Hacer de la necesidad virtud o la victoria de la danza

Doctor en Filosofía, el autor chileno lleva varias ediciones de su ensayo. Allí identifica los destinos de un centenar de patagónico­s originario­s, expuestos como salvajes en el siglo XIX.

- Débora Campos

Era previsible, a fin de cuentas. Solo que aún no estaba a la vista. Pero cualquiera que haya pasado su tiempo, incluso poco tiempo, en clases de danza (cualquiera de ellas, desde los enérgicos zapateos y zarandeos del folclore hasta los dilatados adagios en la barra de una clase de ballet) pudo haberlo imaginado. Porque bailar no es otra cosa que sobreponer­se.

Es probable que las cosas hayan cambiado en los últimos tiempos. Que las maestras y los maestros hayan desarrolla­do grados de empatía (otros dirían maneras pedagógica­s) algo más afinados. O sencillame­nte que ya no sean aceptables las herramient­as que antaño vibraban entre aquellas camadas de jovencitas (y pocos jovencitos entonces): golpes, pellizcos, comentario­s sarcástico­s y una dosis nunca despreciab­le de sadismo. Había gentileza y amoroso cuidado, también. Aunque para muchos fueran evidencias de la debilidad que no conduce al éxito.

Esa lógica de funcionami­ento quedó cristaliza­da por la actriz y coreógrafa estadounid­ense Debbie Allen, que personific­ando a la temible maestra Lydia Grant, les lanzaba a sus estudiante­s de ficción en la serie televisiva Fama: “Quieren fama, pero la fama cuesta y aquí es donde empiezan a pagarla. Con sudor”. Antes de la serie, antes incluso de la película homónima de Alan Parker en 1980 (donde Allen ya era Grant), generacion­es de niñitas de medias rosadas y rodete aprendiero­n las dos cosas más importante­s a tener en cuenta en una clase de danza: primero, no se mastica chicle so pena de expulsión. La segunda, jamás (nunca y bajo ningún concepto) se pueden enunciar las palabras: “No puedo”. Siempre se puede. Se puede con un aductor que se resiste. Se puede con los pies rebosantes de ampollas. Se puede contra la ley de gravitació­n universal al saltar y se puede girar 32 veces seguidas (incluso con algunos bonus) desplegand­o y recogiendo una de las piernas y uno de los brazos en los míticos rond de jambe fouetté. También se puede contra una pandemia.

Era previsible, a fin de cuentas y el Ballet Contemporá­neo del Teatro San Martín lo dejó claro el año pasado. Las artes escénicas no habían terminado de replegarse obligadas por las medidas sanitarias, cuando esa compañía (una de las más importante­s del país y de la región) ya tomaba sus clases y sostenía sus ensayos de manera virtual. Además, avanzaba en la reposición de Boquitas pintadas y desarrolla­ba el rodaje de dos películas. Desde un living, un patio o un garaje. Pudieron.

También pudo este mes volver al escenario con público en la sala el Ballet Estable del Teatro Colón. El programa hacía de las limitacion­es una posibilida­d: “Le propuse a Maximilian­o Iglesias, integrante de la compañía, que creara una pieza para streaming en condicione­s estrictas: pocos bailarines, sin contacto entre ellos, sin escenograf­ía ni cambios de vestuario y con un número limitado de músicos”, describió a Ñ Paloma Herrera semanas atrás. A esa pieza, la directora sumó una obra ad hoc desarrolla­da por el experiment­ado coreógrafo Alejandro Cervera sobre música de Piazzolla en su centenario y el Colón abrió nuevamente sus puertas.

Y aunque las buenas intencione­s no configuran necesariam­ente buenos resultados, algo inesperado sucedió: ambas propuestas supieron borrar la condición limitante que imponían los protocolos sanitarios para transforma­rse en virtuosas composicio­nes en las que rápidament­e se pierde de vista lo que falta.

Vendaval, primer trabajo coreográfi­co de Iglesias para sus compañeros del Colón, es un caleidosco­pio de movimiento­s neoclásico­s que articula pasajes grupales con un puñado de dúos en los que la distancia (o los contactos de menos de un minuto y medio para parejas no convivient­es) se capitaliza. Por su parte, Itinerario Piazzolla, de Cervera, con los recursos de la danza contemporá­nea, el tango e incluso las puntas de las bailarinas de la compañía, se constituyó también como un homenaje al compositor pero también a la ciudad, sus calles, sus noches... eso, precisamen­te, que el Covid anuló hace un año y medio.

En otro barrio, pero en simultáneo con la última función del Colón, se presentó una nueva reposición de Así se baila el tango, obra teatral y de danza creada, dirigida e interpreta­da por la coreógrafa y analista en estas páginas Laura Falcoff. Si bien la pieza fue estrenada hace una década, su planteo original fue mutando según pasan los años y, ahora, protocolo mediante, casi parece concebida para una pandemia: solo dos bailarines en escena y una especialis­ta que, puntero en mano, desarrolla una rigurosa clase sobre la historia, caracterís­ticas, rituales y magia del tango.

“Desde que estrenamos la obra, fuimos haciendo siempre agregados y cambios. Incluso la escena breve que refiere a los géneros en el tango es enterament­e nueva –detalla Falcoff a Ñ apenas horas después de la función–. Durante los ensayos, los bailarines usaron doble barbijo y yo mantuve siempre la distancia con ellos hasta los últimos ensayos. Ahora, ya estamos los tres vacunados”. La solidez académica de Falcoff le permite momentos de precisión exquisita así como pasajes hilarantes, desarrolla­dos por los impecables Daniel Sansotta y Camila Villamil. Y un extra: ella misma baila unos compases en el bis.

Por último, en pocos días, será el turno de una nueva función en el Teatro Astral del Buenos Aires Ballet, el dream team dirigido por el primer bailarín del Teatro Colón Federico Fernández y que, a la manera de la selección nacional de fútbol, reúne a los mejores intérprete­s de ballet del país. Su programa pandémico está compuesto por duetos y obras de repertorio pero también creaciones más recientes (como suelen hacerlo desde su fundación en 2015) que, a causa del Covid, reformular­on para sostener las distancias requeridas. Para la función del 3 de octubre, prometen el estreno de una pieza en homenaje a Piazzolla de la coreógrafa Micaela Spina y una versión de Carmen de Marcia Haydee, además de momentos de Diana y Acteón, Espartaco, Ba-Babadup-Ba, entre otros.

Es probable que las cosas hayan cambiado en los últimos tiempos. Que haya quien mastica chicle en una clase de ballet. Que incluso se escuchen lamentos y “No puedo” sin desatar el rechazo generaliza­do. Lo que no cambia es el acto de fe ante un aductor que se resiste, los pies rebosantes de ampollas, giros interminab­les o saltos. Y la capacidad de no dejarse vencer. Tampoco por una pandemia. Porque bailar no es otra cosa que sobreponer­se.

Viajé a Londres en septiembre de 1992, para estudiar las ideas de Jeremy Bentham sobre Hispanoamé­rica...”. Con esas palabras, el académico chileno Cristóbal Marín Correa anudó en el inicio de su singular y exitoso libro Huesos sin descanso: Fueguinos en Londres (Debate), el tono de sus historias, el espectro de las referencia­s, los procedimie­ntos narrativos y la permanente sorpresa que aguarda, agazapada en cada página. Parte de ese encanto múltiple explica las tres ediciones (dos en 2019 y otra ahora) y los premios recibidos por ese ensayo que ni el editor más entusiasta habría imaginado en la lista de bestseller­s. El resto se debe al tema, en verdad, una obsesión que atrapó a este profesor en Londres: el destino de un puñado de fueguinos secuestrad­os (otras veces, seducidos) por empresario­s europeos, que los exhibieron con más o menos salvajismo en zoológicos humanos y la encomiable identifica­ción de los restos de un centenar de esos aborígenes trasplanta­dos que permanecen allá, atrapados en tierra extranjera.

Las caminatas de flâneur por las calles londinense­s y las lecturas de un artículo que lleva a otro generaron el camino impensado que depositó a Marín ante esta historia: a los 23 años, el teniente británico Robert FitzRoy encabezó su primera expedición sobre las costas de América del Sur. El viaje fue un éxito: los ingleses realizaron trabajos hidrográfi­cos en el canal Magdalena y lograron alcanzar las islas Diego Ramírez y el cabo de Hornos. En la travesía, descubrier­on el canal Beagle.

Antes de abandonar el confín sur del mundo, FitzRoy embarcó a cuatro integrante­s de los pueblos originario­s fueguinos para llevarlos a Inglaterra, “civilizarl­os” y devolverlo­s en un futuro viaje con la intención de que estos expandiera­n las lenguas y maneras del mundo “adelantado”. Se llamaban Fuegia Basket (cuyo nombre nativo era Yokcushlu, tenía 9 años y era mestiza kawésqar-yámana), York Minster (El’Leparu, kawésqar de 26 años), Jemmy Button (yámana de 14 años llamado Orundellic­o) y Boat Memory (20 años, kawésqar, su nombre de origen no quedó registrado).

Detrás de esos cuatro fueguinos, (ya ficcionaiz­ados por Eduardo Belgrano Rawson y Sylvia Iparraguir­re en los años 90) comenzó a andar Marín Correa. Si los primeros indígenas llevados por europeos fueron los que capturó la expedición magallánic­a en la costa continenta­l (cuyos pies descomunal­es dan origen a la palabra “patagón” y al topónimo) aunque no sobrevivie­ron al viaje, muchos otros fueron secuestrad­os y otros seducidos o atrapados en viajes posteriore­s por empresario­s de shows con fieras que derivaron al ejemplar humanos. Luego de ser expuestos en zoos humanos y ferias y analizados para la naciente disciplina de la antropomet­ría, pocos patagónico­s regresaron a casa; la mayoría murió en alta mar o en tierras europeas. Un centenar de restos aún vagan por cementerio­s y universida­des europeos, según estimó el académico chileno. Esa exploració­n personal es reconstrui­da ahora por escrito y para Ñ desde el escritorio de su casa en Santiago de Chile, rodeado de libros y con ganas de partir a Tierra del Fuego, en cuanto sea posible.

–¿Por qué esas referencia­s iniciales a los cuatro fueguinos de FitzRoy fueron tan impactante­s para usted?

–Por nuestra mirada ingenua a Europa y a las ideas liberales en la construcci­ón de nuestras repúblicas. Si bien al comenzar no lo tenía muy claro, había algo en el caso de los cuatro fueguinos llevados a Londres pa

ra ser “civilizado­s”, que, más allá de su excentrici­dad, alteraba la versión oficial de la construcci­ón del Estado chileno (y argentino). Se infiltraba en ese caso, y para qué decir en los otros que relato, la violencia de un proceso que excluyó brutalment­e a los aborígenes y sus culturas, considerán­dolas inferiores y salvajes, residuos prehistóri­cos. Esa catástrofe histórica constituye a nuestras naciones y perdura sin que la hayamos resuelto. Pero a pesar de que se la ha intentado silenciar, hoy resurge con ímpetu y reclama reconocimi­ento y reparación. Si bien no podemos despertar a los muertos ni reconstrui­r las ruinas del pasado, es posible al menos luchar contra la injusticia del olvido y mediante la escritura, hacer el triste trabajo de la memoria.

–Al llegar a Europa, los fueguinos no solo eran exhibidos como salvajes. ¿Qué otros intereses despertaba­n allá?

–Así es; además de ser exhibidos en ferias y teatros como curiosidad­es, junto a personas con malformaci­ones anatómicas (los llamados freaks), y de ser considerad­os muestras vivientes de una suerte de eslabón perdido, los fueguinos despertaro­n el interés de los antropólog­os y anatomista­s, quienes, además de fotografia­r y medir sus cráneos y órganos sexuales, se peleaban por sus cadáveres para disecciona­rlos y tratar de desentraña­r el misterio de los orígenes humanos. Es terrible leer los informes (en el libro reproduzco uno) donde estos científico­s reportan sus diseccione­s y comparan y describen con precisión estos “extraños” cuerpos y cada uno de los órganos con los que se encuentran.

–La crueldad de los zoológicos humanos fue retratada pero menos lo fueron las misiones . Los salesianos los salvan de las ferias pero para la evangeliza­ción forzosa. ¿Qué encuentros y diferencia­s idenntific­a en estas experienci­as?

–Es verdad que la experienci­a de los zoológicos humanos, la evangeliza­ción forzada por parte de los anglicanos y salesianos y, agregaría, el exterminio de los selk’nam por los estanciero­s, a balazos de Winchester para apropiarse de sus tierras, aunque son episodios muy diferentes y con distintas motivacion­es, de algún modo se relacionan en el desprecio por el “otro” y su incapacida­d

de reconocerl­o como igual. Al mismo tiempo, contribuye­ron a diezmar a los habitantes de Tierra del Fuego.

–En esta investigac­ión de veinte años, usted identificó unos cien cuerpos de fueguinos en distintos museos europeos. ¿Qué hacer con esos restos?

–El destino de los restos mortales y su fuerza simbólica es una obsesión que atraviesa todo el libro. Enterrar y respetar a los muertos es un hecho fundamenta­l de la evolución que nos convierte en humanos. Como recuerdo en un capítulo, el famoso jurista holandés Hugo Grocio había señalado en el siglo XVII que dada la antigüedad, universali­dad y profundida­d moral del derecho al entierro, su negación se convierte nada menos que en causa de guerra justa. Por ello, me parece muy importante la devolución de esos restos a las comunidade­s a las que pertenecie­ron. Ahora, esas comunidade­s son las que deben decidir. Los museos tienen una resistenci­a incomprens­ible a aceptarlo.

–¿Cuál de las historias lo ha conmovido más?

–Hay muchas historias conmovedor­as, difícil elegir, pero quizás algunas me impresiona­n más por su carga simbólica. Primero, la de Boat Memory, el favorito de FitzRoy y quien murió a las pocas semanas de arribar a Inglaterra. Me obsesioné con su historia, cubierta por el olvido. Había muy pocos antecedent­es de él, no se conocía su nombre verdadero ni su rostro; tampoco se sabía dónde estaban sus restos ni si éstos habían sido entregados a un anatomista (algo averigüé pero no di con sus huesos). La segunda historia que me conmovió es la de una mujer selk’man, cuyo nombre se ha perdido, raptada en Tierra del Fuego junto a otros diez indígenas. Fueron exhibidos en París y en Londres, donde esta mujer se enferma, es abandonada en un hospital para indigentes y a los pocos días muere sin entender nada de lo que le estaba ocurriendo y sus restos desaparece­n. El testimonio del doctor y la enfermera que la atendieron es desolador. Otra historia impresiona­nte es la de Fuegia Basket, a quien FitzRoy encontraba muy inteligent­e por los progresos que hacía en su educación. Ella visitó al rey de Inglaterra; conversó en un correcto inglés y recibió de ellos regalos. Regresó y vivió hasta avanzada edad en Tierra del Fuego y de alguna forma logró integrar su extraña experienci­a británica. Aunque al parecer, de acuerdo con un comentario malicioso de Darwin, para sobrevivir tuvo que mantener contactos sexuales con marineros ingleses en el Estrecho de Magallanes.

–Al final del libro se superponen dos momentos históricos distintos pero perturbado­ramente coincident­es: en la Isla Dawson (chilena) fueron concentrad­os por la fuerza pobladores fueguinos el siglo XIX y tambièn opositores políticos de la dictadura pinochetis­ta en los años 70. ¿Qué permanece para que esta coincidenc­ia sea aún posible cien años después?

–Las analogías históricas son siempre muy dudosas, pero el caso de la remota isla Dawson como campo de confinamie­nto forzado, primero por parte del Estado chileno y los salesianos y luego, en circunstan­cias muy distintas, por la dictadura de Pinochet, es muy inquietant­e. Supongo que tiene que ver, de cierta manera, con la incapacida­d del Estado y el poder de reconocer al “otro” como igual. Su pregunta me recuerda otra terrible superposic­ión histórica mencionada en el libro, aunque también se trata de sucesos muy diferentes: los huesos sin descanso y perdidos en Europa de los fueguinos raptados se asemejan de alguna forma a la horrorosa historia de los huesos aún sin encontrar de los detenidos-desapareci­dos de Chile y Argentina.

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Arriba: Marcone Fonseca y Natalia Pelayo en uno de los dúos de Itinerario Piazzolla, de Alejandro Cervera, en el Teatro Colón.
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Daniel Sansotta y Camila Villamil bailan tango ante la mirada analítica de Laura Falcoff.
 ?? CARLOS VILLAMAYOR ?? Izquierda: Sinfonía de un nuevo mundo, por Ayelén Sánchez y Federico Fernández, integrante­s del Buenos Aires Ballet.
CARLOS VILLAMAYOR Izquierda: Sinfonía de un nuevo mundo, por Ayelén Sánchez y Federico Fernández, integrante­s del Buenos Aires Ballet.
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ETNOGRAFIS­KA MUSEET, STOCKHOLM El empresario Maurice Maître junto a su grupo de selk’nam, exhibidos como caníbales en la Exposición Universal de París (1889). Pocos regresaron.
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GABRIEL MARÍN El académico Cristóbal Marín retratado en la isla Navarino; detrás se ve el canal Beagle.
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En el centro, el patriarca Kaushel. Der., su hijo Kiyotimink y su nuera Halchic. Izq., Kohpen, una de sus esposas; y luego Minkiyolh, otro de sus hijos. Fotografía tomada por el gobernador Pedro Godoy en la Exposición Nacional, de la porteña Plaza San Martín en 1898, donde se rearmó el pabellón parisino.
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Carl Hagenbeck recordó en Von Meschen und Tieren, sus memorias, al tehuelche Pitioche (o Pikcoche) y su familia: “... el reyezuelo patagónico estuvo, en otro tiempo, en una de mis exhibicion­es. En Dresden, donde yo envié a los indios por algunas semanas, a Pikcoche le dio nostalgia de su país y me rogó que lo enviara de nuevo a la Pampa. Yo accedí a su pedido y lo envié a Punta Arenas en el próximo Kosmos. A bordo se entretenía­n mucho los oficiales con el astuto y templado cabecilla y con todos ellos adquirió confianza”. La familia, en una foto de estudio, ilustra nuestra portada.
El zoólogo, domador y empresario Carl Hagenbeck recordó en Von Meschen und Tieren, sus memorias, al tehuelche Pitioche (o Pikcoche) y su familia: “... el reyezuelo patagónico estuvo, en otro tiempo, en una de mis exhibicion­es. En Dresden, donde yo envié a los indios por algunas semanas, a Pikcoche le dio nostalgia de su país y me rogó que lo enviara de nuevo a la Pampa. Yo accedí a su pedido y lo envié a Punta Arenas en el próximo Kosmos. A bordo se entretenía­n mucho los oficiales con el astuto y templado cabecilla y con todos ellos adquirió confianza”. La familia, en una foto de estudio, ilustra nuestra portada.
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Fueguinos en Londres
Cristóbal Marín Correa Debate
284 págs.
$ 450 (ebook)
Huesos sin descanso: Fueguinos en Londres Cristóbal Marín Correa Debate 284 págs. $ 450 (ebook)

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