Mapamundi imperial
Hoy día, ante nuestros dispositivos tenemos referencias sobre habitantes, productos y costumbres en latitudes remotas con una simple búsqueda. La sensación de tener el mundo a mano, si bien ilusoria, es parte de nuestro cotidiano. Sin embargo, durante siglos, ante la curiosidad que impulsaba a conocer el mundo, las alternativas disponibles eran acotadas. La primera eran los viajes. La segunda, la lectura de las crónicas de esos viajeros. A mediados del siglo XIX, se configuró un tercer modo de acceso.
En 1851, en Londres, se realizó la primera Exposición Universal. Si bien no eran una novedad en el siglo XIX, ya que tenían lugar ferias por áreas productivas (ganadería, industria) o ramas creativas, la exposición londinense fue más allá e intentó dar cuenta de oficios, industrias y consumos cercanos y lejanos. Con el correr de las décadas, el formato se fue agigantando y se estandarizaron ciertas dinámicas. Las exposiciones devinieron maquetas del mundo conocido, pero también propiciaron nuevas formas de turismo, ocio y sociabilidad. Se convirtieron en espacios en los que la industria, las ciencias y la literatura convivían con atracciones y rarezas, el peregrinaje y el ocio.
Algunas ciudades europeas y americanas que alojaron exposiciones universales se transformaron profundamente. Algunas ofrecieron a las capitales que las alojaron la oportunidad de proyectar edificios, avenidas o monumentos que hoy forman parte de su fisonomía urbana. El ejemplo más acabado es la Torre Eiffel, inaugurada para la Exposición Universal de París de 1889. También la construcción del Grand Palais y el Petit Palais se asocian a la exposición de 1900.
En un sentido más estructural, la Exposición Universal de Chicago, en 1893, permitió a la ciudad reconstruir su traza urbana y fisonomía, arrasada en el llamado Gran Incendio de 1870. Las exposiciones universales se replicaron por décadas y cada ciudad anfitriona intentaba superar las obras de ferias precedentes. Así, comenzaron a surgir eventos asociados a ellas que pretendían captar al mismo público. Tanto la Exposición de Filadelfia de 1876 (coincidente con el centenario de la Declaración de Independencia de los EE.UU.) como la de París de 1889 (que conmemoraba la Revolución Francesa) escenificaron la posibilidad casi paradójica de ser eventos universales, a la vez que reforzaban sus propias identidades nacionales. Intentaban mostrar modernidad, progreso y superioridad frente al resto.
Recordemos que estas exposiciones estaban encuadradas en un clima general de carrera imperialista. Con casi toda América ya independizada, persistían las disputas europeas por el control de territorios en Asia y África, mientras el impulso expansionista de EE.UU. acompasaba las pugnas geopolíticas. Este hecho no es casual: la “edad de oro” de las exposiciones universales, como la consideran los historiadores, coincidió con las décadas del cambio de siglo XIX.
En este clima, las exposiciones universales fueron también arenas de disputas entre países. Las rivalidades nacionales y la competencia se tradujeron en dinámicas maximizadas a partir de la Exposición de Chicago de 1893. Esta fue la feria que, junto con los pabellones por artes y oficios, inauguró la tradición de la organización de pabellones nacionales que persiste hasta hoy.
Las nomenclaturas de las exposiciones también evidenciaban la intención de mostrar imperios coloniales y se escenificaban relaciones de opresión de las potencias europeas sobre otros territorios. Las nociones eurocénticas sobre civilización, progreso y atraso se replicaban en representaciones que, bajo las formas del exotismo y el romanticismo, naturalizaban la dominación y explotación. Este rasgo se manifestó con claridad en la Exposición Colonial de Marsella de 1906, y la de París de 1931. En esta, de hecho, se montaron pabellones de antiguas y nuevas colonias.