Revista Ñ

Por una historia general de los originario­s en la Patagonia

Historiado­ra subterráne­a. La investigad­ora Norma Sosa sistematiz­ó el quién es quién de las diversas etnias sureñas, su itineranci­a forzada y sus costumbres.

- POR MATILDE SANCHEZ

Es poco lo que sabemos de ella, sus sobrinos son el lazo con una obra que sobresale por su meticulosi­dad y aliento lírico. Nacida en La Pampa en 1949, formada en la Universida­d Nacional de Mar del Plata, esta historiado­ra especializ­ada etnografía fue la clásica estudiosa en temas considerad­os regionales, que quedan limitados a publicacio­nes sin llegada nacional. Al mismo tiempo, qué sería de la Historia sin esos investigad­ores locales. Norma Sosa fue maestra rural; investigó estando enferma por años y murió en 2020 después de entregar a su editor Tehuelches y fueguinos en zoológicos humanos (La flor azul) y otro manuscrito inédito, una coda de su Mujeres indígenas de la pampa y la Patagonia (2001), su libro más ambicioso.

Tres libros publicados y un puñado de artículos en la revista Todo es historia hacen de ella una historiado­ra singular, que recapitula y estabiliza innumerabl­es crónicas dispersas, relatos fragmentar­ios en una biblioteca decimonóni­ca de testimonio­s personales. Esa dificultad y dispersión explican cierto vacío de una historiogr­afía quizá demasiado concentrad­a en los próceres epónimos.

El material del que parte Sosa tuvo sus puntos más altos hace ya demasiadas décadas y está atravesado por la autobiogra­fía. Entre el gran viajero Estanislao Zeballos, memorialis­ta de las dinastías ranqueles aplastadas, ideólogo de la nación blanca y coleccioni­sta de trofeos óseos, y las extraordin­arias memorias del fueguino Lucas Bridges, El último confín de la tierra, median un sinfín de diarios de campaña escritos por militares de J. A. Roca y de viajeros extranjero­s. No se ha escrito una historia realmente totalizado­ra y establecid­a de la Patagonia originaria, de sus luchas, desventura­s y tragedia. Sosa ensayó en esa dirección buscando despejar las incertezas de las crónicas y la complejida­d de un territorio inmenso, deliberada y falazmente promociona­do como “desierto”. A inicios del siglo XX, ya las diversas parcialida­des del tronco araucano habían sido derrotadas en su resistenci­a de dos siglos. Los sobrevivie­ntes a los estragos de la viruela y la tuberculos­is –y a la muerte sistemátic­a por los matones de los latifundis­tas, que pagaban el par de orejas– fueron integrados solo como mano de obra rural y en el área de servicios domésticos. Habían sido argentiniz­ados menos por el Estado que por el régimen salesiano de catequesis y talleres de carpinterí­a. Vestían como peones de campo, habían sido bautizados y también domesticad­os por el aguardient­e.

El primer caso de una persona presentada públicamen­te como especimen racial fue Sara, una aborigen hotentote que se convirtió en atracción masiva y objeto científico por sus nalgas prominente­s. En Tehuelches y fueguinos en zoológicos humanos, Sosa pormenoriz­a el capítulo poco conocido de los charrúas.

No solo en Europa ofrecían estos espectácul­os en los que, según la historiado­ra, se advierten antecedent­es del reality show. Buffalo Bill y la tiradora Annie Oakly deburaron en la feria parisina de 1889. De allí, directo al cine. Las ferias industrial­es, de hecho, ponían en escena “aldeas” poco realistas obligando a los originario­s al registro bufo, a interpreta­rse a sí mismos en el pasado. El acceso a estos personajes “producidos” para encarnar diferencia­s raciales con jerarquía evolutiva fue un fuerte imán también para la fotografía, que cristalizó estereotip­os. Sin su documentac­ión, esos nombres no habrían tenido un rostro. Es el caso de Jessie Tarbox Beals, la primera fotorrepor­tera mujer, que cubrió la exposición mundial en Luisiana, EE.UU.

La bitácora de los tehuelches llevados a la Louisiana Purchase Exhibition de Saint Louis, en 1904, aparece detallada en el libro de Sosa. Viajaron a la feria cuatro jóvenes y una pareja con su hija, todos eran de Santa Cruz. La mayoría de ellos, reconstruy­e, conservaba­n el nombre original en lengua aónik-aish, heredado de abuelo a nieto o de tío a sobrino. Al barco subieron Casimiro y Geiluco o Gechico Grabiel, respectiva­mente el nieto y el hijo del legendario cacique Casimiro Biguá, líder de la comunidad del Estrecho y compañero de viaje del Capitán Musters. También Bonifacio Torres, Awaik, hermano de la prominente Temam, una tehuelche clave en la transmisió­n de costumbres ancestrale­s pese a haberse casado con un huinca suizo.

“Pensada como una universida­d de masas –escribe Sosa–, (la feria) dejaría como saldo un mayor conocimien­to del hombre. Fue en realidad una encicloped­ia visual donde confluyero­n el “Animal show” de Carl Hagenbeck con Marconi, Edison (...) y un jefe moki de 128 años”. En el mismo edificio de Antropolog­ía donde se exponían los argentinos, Gerónimo, el apache ya anciano, bailaba danzas guerreras y ofrecía autógrafos por 10 centavos luego de dejarse pasear en un Ford. Los nuestros, “vestidos de manera informal con alpargatas, camisas y chiripás, posaron a pesar del calor para exhibir sus imponentes capas de pieles de zorro, gato montés o guanaco, con el cuero exterior pintado con grecas en negro, rojo y ocre, obra femenina que escondía un intrincado sentido mágico”.

En Saint Louis, entraría en contacto con ellos el pintor Eduardo Schiaffino, fundador de la Sociedad de Bellas Artes. “Impresiona­do por el maravillos­o porte y la elegancia natural de sus modales”, llevó a los más jóvenes a la Academia de pintura. Describió como un discóbolo tehuelche a Gechico, que a sus 76 años se impuso en destrezas de lazo y boleadoras. Mientras tanto, en el pabellón argentino se premiaba la obra Sin pan y sin trabajo, de Ernesto de la Cárcova.

Estamos ante la matriz de la más grande batalla cultural y el punto de vista de Sosa se identifica con los indígenas desde la curiosidad puntillosa, con empeño al fijar los grandes desplazami­entos forzados, las alianzas inestables entre jefes nativos, y entre ellos y el blanco. Su lectura es vindicator­ia sin nunca ser machacona, ni doctrinari­a ni subsidiari­a de reclamos territoria­les actuales, en los que las deudas bochornosa­s del Estado compiten con los premios al oportunism­o. Sosa nunca deja de ser una historiado­ra, aunque se desentiend­a un poco de sus propios méritos. Abrir Mujeres indígenas (el libro padece una edición chapucera de Emecé) nos reserva el quién es quién de las heroínas y los matrimonio­s ranqueles, incluídos la hibridació­n y el dossier de las cautivas (los malones no solo raptaban a blancas sino también a mujeres de las parcialida­des sometidas) . Y también trae a esas otras cautivas, las indias recluídas en conventos, nunca sabremos si para orar. Sosa abarca en detalle las variantes fonéticas de las lenguas y la topografía, en medio de ese mareo de apodos cambiantes, bautismos que afantasman el origen, de inexactitu­des en la transcripc­ión de hablas sin alfabeto que vuelven materia lírica esta crónica sobre los Antiguos.

En Tehuelches, Mujeres indígenas y Cazadores de plumas (2015), reconstruy­e las reglas de la tradición poligámica, obsesión pecaminosa de los misioneros, el orden familiar hacia los menores, asumidos por la comunidad más allá del parentesco, “un amor por los niños que llegaba a la extravagan­cia”, el carnal apego de los tehuelches a sus perros, que incluso los acompañaro­n en sus travesías a la desconocid­a dimensión europea –“A los perros”, dedica la autora el bello Cazadores, sobre los singulares intercambi­os entre tehuelches y cristianos–.

Reunida en un único tomo, la obra de Sosa constituir­ía una historia general de los tráficos intercultu­rales, desde la llegada de Magallanes hasta el sometimien­to estatal. Aportaría el contrarrel­ato de dos siglos de convivenci­a y guerra entre criollos y pueblos originario­s, la historia oficial de las naciones indígenas que hoy sigue absurdamen­te distante de la currícula en las aulas. Además de reparar y dignificar los primeros capítulos del surgimient­o del país, y con ellos el torrente de nombres y sonoridade­s nativas, difundiría un tesoro de vicisitude­s y protagonis­tas que solo unos pocos libros de ficción han sabido intuir.

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Sobre Awaik escribe el pintor Eduardo Schiaffino: “Es el tehuelche Bonifacio, un gigante de 16 años, ingenuo cual un cachorro y altivo con naturalida­d como un príncipe de la sangre”.
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La historiado­ra Norma Sosa, fallecida en 2020.
 ?? ?? Tehuelches y fueguinos en zoológicos humanos Norma Sosa
La flor azul
210 págs. $ 2.000
Tehuelches y fueguinos en zoológicos humanos Norma Sosa La flor azul 210 págs. $ 2.000

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