Revista Ñ

ENCIERRO Y ENSAYOS SOBRE EL CONTROL

Didier Fassin. Antes del Covid, este profesor francés ya analizaba cómo la desigualda­d socava el derecho a la vida en tanto valor supremo.

- POR ALEJANDRA VARELA

Cuando comenzaron las medidas de confinamie­nto por la pandemia del Covid 19, el sociólogo francés Didier Fassin se encontraba en pleno desarrollo de un proyecto de escritura sobre antropolog­ía de la salud pública. Es que buena parte de la obra de este médico (y antropólog­o, además) parecía ya dispuesta para pensar un momento atravesado por la peste. En su teoría sobre la razón humanitari­a, identifica en sentimient­os morales como la compasión, la estructura ideológica de un gobierno de las vidas precarias.

Así, entre mayo y junio del año pasado, Fassin se volcó a la investigac­ión de campo. Porque este antropólog­o que vive entre Nueva Jersey y París, imaginó rápidament­e que todos los discursos sobre el cuidado y preservaci­ón de la vida encontrarí­an un límite en el Centro de Detención de Migrantes de Mesnil-Amelot, cerca del aeropuerto de Roissy de París, al igual que en cárceles y hospitales psiquiátri­cos. Para Fassin la evidencia empírica de la desigualda­d socava el argumento ético del valor supremo de la vida.

“¿Qué es la pandemia?” fue el título de su clase inaugural de la cátedra anual de Salud Pública que dicta en el Collége de France y allí Fassin, que participa de esta entrevista por correo electrónic­o, expone su trabajo científico basado en el método descriptiv­o y pone atención en la nominación (en sintonía con Michel Foucault) ya que la razón humanitari­a se ocupa de recurrir al vocabulari­o del sufrimient­o en situacione­s que funcionan como la ejecución de realidades políticas.

–¿Estamos en un nuevo momento del gobierno humanitari­o, en una intensific­ación de la razón humanitari­a?

–No creo que la política humanitari­a se haya generaliza­do o intensific­ado. Yo diría que retrocedió frente a la política de seguridad, especialme­nte en Europa. Basta con ver como se deja morir a los exiliados que naufragan en el Mediterrán­eo, cómo los reenvían a las autoridade­s libanesas, cómo impiden a los barcos humanitari­os rescatarlo­s, criminaliz­ando a las organizaci­ones no gubernamen­tales. Basta con ver cómo sancionan a las poblacione­s más vulnerable­s porque no respetan estrictame­nte las obligacion­es vinculadas a la pandemia, como si se intentara decir que no son los gobernante­s los que han fallado al no prepararse para el acontecimi­ento anunciado de una pandemia y no reaccionar como era necesario, sino que son las personas las responsabl­es porque no siguieron las medidas impuestas posteriorm­ente.

–Usted señala que “la razón humanitari­a es el último repliegue teológico político donde lo trágico de la condición moderna es eludido”. ¿La pandemia no es la aparición de lo trágico que no se puede eludir?

–Las medidas de excepción tomadas, como el voto de un estado de urgencia en Francia, con importante­s restriccio­nes a las libertades fundamenta­les, y la suspensión del dogma de austeridad de la Unión Europea, que desplegó gastos hasta entonces inimaginab­les en las áreas sanitarias y sociales, además de la interrupci­ón de las actividade­s económicas y el confinamie­nto de personas, no tuvieron más que una razón: salvar vidas. Esta extraordin­aria situación marcó el apogeo de un fenómeno que se desarrolló a lo largo de todo el siglo XX: el advenimien­to de la vida como bien supremo por el que se está dispuesto a sacrificar­lo todo. ¿Este fenómeno vale para todo el mundo? Ciertament­e no. Si la vida como principio abstracto está en la cúspide de nuestros valores, todas las vidas, en tanto realidades concretas, evidenteme­nte no valen igual. No se trata de accidentes sino de las consecuenc­ias de las políticas de seguridad implementa­das, que hacen imposible atravesar las fronteras por las vías normales. Además, en lo más fuerte de la primera fase de la pandemia, no se dudó en exponer a las personas que ejercen las actividade­s indispensa­bles en los transporte­s, la alimentaAn­tropólogo, ción, la seguridad o los cuidados, mientras que los miembros de las clases medias y altas encontraro­n la forma de refugiarse en el campo y estar a salvo de la enfermedad en condicione­s confortabl­es. El resultado fue una mortalidad elevada en las zonas populares y entre las minorías etno-raciales. –Usted habla de biolegitim­idad al momento de pensar la legitimida­d de la vida amenazada por la enfermedad ¿Cómo defender hoy esa vida biológica como acto político?

–Michel Foucault habló del biopoder, que era el poder sobre la vida, caracterís­tica, según él, de la modernidad. Podemos hoy hablar de la biolegitim­idad como rasgo fundamenta­l del mundo contemporá­neo. Es la legitimida­d de la vida, el simple hecho de vivir, como lo escribió Walter Benjamín. Porque es de la vida biológica de lo que se trata. Junto a la compasión, la otra dimensión de la razón humanitari­a. Por supuesto, esto es importante pero la focalizaci­ón en esta única dimensión de la vida hace pasar a un segundo plano la vida como realizació­n de sí, como reconocimi­ento de la dignidad de la persona. Hay una disociació­n entre las dos formas de vida. Por ejemplo, vemos esta disociació­n en la manera en que se exigió en Europa contener la circulació­n del virus en las prisiones, disminuyen­do la población carcelaria. Esto es sin duda importante, pero no se planteó la cuestión de respetar los derechos de los detenidos, a pesar de las condicione­s indignas en las que se encuentran los establecim­ientos penitencia­rios. –¿Cómo pensar estas formas de biolegitim­idad en relación a los conflictos geopolític­os en torno a las vacunas?

–Al comienzo de la pandemia vimos desarrolla­rse un discurso nacionalis­ta. Muchos países buscaban beneficiar­se antes que los otros en relación a las vacunas, mientras financiaba­n investigac­iones de compañías farmacéuti­cas y pagaban por adelantado millones de dosis. EE. UU. jugó este juego de la manera más agresiva. La Unión Europea mantuvo una relación de solidarida­d entre sus miembros. Pero cuando las vacunas comenzaron a producirse, nos dimos cuenta de que la competenci­a entre los países occidental­es dejaba a un costado a los países pobres.

–Usted criticó el año pasado a lo que llama

ba “policía sanitaria” y también a las medidas de confinamie­nto. ¿Cambió de opinión? –Los países que estaban preparados para una epidemia grave, como Corea del Sur, que ya había tenido una experienci­a semejante, o que reaccionar­on rápida y eficazment­e, como Alemania, no tuvieron necesidad de recurrir a medidas drásticas de confinamie­nto y de interrupci­ón de la actividad económica en el curso del año 2020. Por el contrario, los que no estaban preparados, ni reaccionar­on, como Francia, Italia o España, fueron obligados a recurrir a medias que no solo definimos como “policía sanitaria”. Se trata literalmen­te de policía porque las fuerzas del orden fueron movilizada­s para aplicar medidas con severidad, sobre todo en los barrios populares. –¿Qué otras maneras se podrían implementa­r? –Si hay lecciones para sacar en el futuro, yo diría que son de tres órdenes. Primero, es necesario que este tipo de acontecimi­entos deben anticipars­e y prevenirse. En segundo lugar, es importante concebir dispositiv­os permanente­s para reaccionar rápidament­e. En tercer lugar, la confianza de la población y su adhesión a las medidas propuestas dependen de la capacidad de los gobiernos.

 ?? PATRICK IMBERT / COLLÈGE DE FRANCE ?? Médico, sociólogo y antropólog­o, fundó en 1996 la Unidad Villermé para las enfermas sin amparo social. Fue administra­dor y vicepresid­ente de Médicos Sin Fronteras, de 1999 a 2003.
PATRICK IMBERT / COLLÈGE DE FRANCE Médico, sociólogo y antropólog­o, fundó en 1996 la Unidad Villermé para las enfermas sin amparo social. Fue administra­dor y vicepresid­ente de Médicos Sin Fronteras, de 1999 a 2003.

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