Revista Ñ

PARA ADICTOS A LA LITERATURA RUSA

La vuelta de Bulgákov. Del gran escritor ucraniano, autor del clásico El maestro y Margarita se dan a conocer por primera vez los relatos de Morfina.

- POR GABRIEL SÁNCHEZ SORONDO

Desde Keith Richards hasta Walter Benjamin, pasando por Thomas de Quincey y Aldous Huxley entre otros, la morfina mereció variados enfoques. Este libro en particular aborda el tema desde un ángulo parcialmen­te autobiográ­fico: el propio Mijail Bulgákov fue médico, adicto y, como su protagonis­ta aquí, vivió su juventud profesiona­l durante la transición de la Rusia zarista al régimen soviético.

Morfina ofrece, en primera instancia, un cuento largo. Casi una nouvelle, que da título al volumen y ocupa el primer tercio de sus páginas. Allí mismo, entre el follaje de cierta incoherenc­ia poética, brota la desencajad­a inteligenc­ia del profesiona­l que narra, en formato de diario, el progreso de su adicción a la droga opiácea. Esto ocurre mientras se inicia en un remoto hospital de la estepa, apenas acompañado por dos enfermeras y un ayudante.

“La muerte de sed es una muerte paradisíac­a, beatífica, en comparació­n con la sed de morfina. Segurament­e, quien es enterrado vivo atrapa así las últimas e insignific­antes burbujas de aire que quedan en el ataúd” describe el protagonis­ta al evocar su abstinenci­a. “Durante la euforia los amo a todos, pero prefiero la soledad”, agrega luego, encumbrand­o su intimidad con la sustancia.

Tras las iniciales y potentes páginas referidas, sendas portadilla­s separan un conjunto de vivencias de alguien cuyo espíritu remite al mismo personaje del primer tramo, pero ajeno a la adicción de marras. Algo de humor absurdo habita estas dramáticas historias donde el profesiona­l novato se lanza a intervenir cuerpos que recaen en él como única opción, provenient­es de pueblos ignotos, a su precario consultori­o estatal. Desde serruchar la pierna completa de una niña para salvarle la vida hasta una traqueotom­ía improvisad­a, para el generalist­a inexperto cada caso es un abismo.

Traspuesto el primer registro morfinóman­o, el contexto de los relatos repite una fórmula: como en las pesadillas en que nos encontramo­s repentinam­ente obligados a manejar lo inmanejabl­e, el médico primerizo padece, una y otra vez, andanadas de primeras veces. Cada nuevo escenario parece desbordarl­o. Partos, amputacion­es, extraccion­es dentales y fallidos intentos de resucitaci­ón rigen su tormentosa experienci­a clínica. El ámbito no puede ser más ruso: frío, nieve, silencio y austeridad en toda su hondura, apenas alivianada por la lealtad robusta de las enfermeras y los caballos.

Previo a Morfina, este nativo de Kiev tenía ya leales lectores coterráneo­s; su ironía sobre el poder cosechó risas y enemigos por igual en títulos como La guardia blanca o Corazón de perro, que incomodaro­n bastante a Stalin. Pero su novela consagrato­ria fue El maestro y Margarita. En ella, habla un ser oscuro que dice haber presenciad­o acontecimi­entos dramáticos de la Historia para finalmente asumirse como el mismísimo Lucifer. “Yo estuve allí”, reza la frase mántrica de aquellas páginas que entrampan al ojo, encastrand­o ficción con realidad.

Pues si la asociación entre Bulgákov y el guitarrist­a de los Rolling Stones parecía antes forzada, deviene maleficio cuando esa obra póstuma llega a manos de Mick Jagger y el frontman británico vierte líneas textuales de El maestro y Margarita a la letra de la canción “Sympathy for the Devil”. Fue el propio Jagger, un lector mediano que se decía también admirador de Borges, quien se ocupó de explicitar esa influencia. A su vez, la grabación de dicho tema presenta dos registros inquietant­es: el documental de Jean-Luc Godard donde se respira la atmósfera opresiva en que los Stones grabaron el proto-hit y, por otro lado, la filmación del acuchillam­iento de un hombre negro a manos de los Hell’s Angels mientras la banda inglesa toca “Sympathy” en el escenario del festival Live Altamont, en 1969. Se diría que, en efecto, un espíritu bulgakovia­no también estuvo allí, soplando su maldición.

El maestro y Margarita no podría irradiar mayores embrujos para-literarios: la versión definitiva “de autor” (hubo una previa que, según su propio testimonio, él quemó en el horno en 1930) requirió la intervenci­ón de su esposa, que le dio cierre al texto tras la muerte de Mijail, en 1940, pero para entonces Bulgákov ya llevaba años proscripto por el Comité Central del Partido y, aunque circuló una primera versión en alemán en 1967, la obra no se publicó completa en Rusia sino hasta 1973. Entonces, los viejos y nuevos lectores compatriot­as que no habían tenido acceso a las previas ediciones europeas lo adoraron.

Morfina pertenece a los años 20 y a un período en que lo soviético no tiene aún la dimensión que tendría luego para su autor. Por eso este relato aborda algo previo –o prevalente– a la revolución y al régimen: la puja entre el conocimien­to (encarnado por el médico y sus libros, sus drogas, sus bisturíes) y la creencia vasta, sólida y milenaria que rige las aldeas. Entre esas dos cosmovisio­nes fluye el contraluz de la vieja y la nueva comunidad: la básica transparen­cia del campesino y la soberbia docta de la metrópoli que avanza con metálico instru

mental, a incisiones y químicos en cuerpos ajenos, asegurando sanarlos.

Así como Occidente y su manual persuaden a esos rústicos pacientes que con cierta desesperac­ión trasponen el miedo y se entregan a la ciencia, resuena en Morfina el momento histórico en que el país más grande del mundo empieza a separar Dios de Estado. O a cambiar de fe. Eso trabaja Bulgákov a dos voces: la convulsión colectiva de su tiempo y su patria en paralelo con la invasión química que ingresa inyectable al virgen organismo para liberarlo de dolores y colmarlo de espíritu, de una trascenden­cia que sería osado calificar de artificial.

Volviendo a la música y sus fantasmas e hilando otra cuestión común entre los ingleses y el ruso, bien vale evocar a modo de cierre las líneas de “Sister Morphine”, gran canción dramática de los Rolling Stones con cuyos versos el Bulgákov de este libro habría empatizado: “Las cosas ya no son lo que parecen/ por favor, hermana Morfina, convertí mis pesadillas en sueños/ mirá que este… este es mi último tiro”.

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Fue perseguido por el dictador Stalin y sus obras estuvieron prohibidas durante décadas en la Unión Soviética.
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Mijail Bulgákov Trad. Alejandro Ariel González
La Tercera Editora 228 págs.
Morfina Mijail Bulgákov Trad. Alejandro Ariel González La Tercera Editora 228 págs.

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