Revista Ñ

Es amor lo que sangra

Estreno de culto. Llega a los cine Ondina, la nueva película del director alemán Christian Petzold, realizada con una planificac­ión visual rigurosa.

- POR DIEGO MATÉ

Con la apertura definitiva de los cines, la cartelera sigue poniéndose al día después de la cuarentena. Esta vez le toca a Ondina, la nueva película de Christian Petzold que acaba de proyectars­e en el Festival de Cine Alemán. Petzold merece volver a ser presentado, aunque el público argentino le sigue firme la pista a través de festivales y estrenos al menos desde Jerichow, en 2008. La plataforma de streaming Mubi le dedicó hace poco una extensa retrospect­iva. Después de Barbara, Fénix y Transit, que conforman un ciclo sobre las relaciones amorosas en tiempos represivos, su último film abre una nueva trilogía que gira alrededor de criaturas mitológica­s habitando el presente.

De eso trata Ondina, de la convivenci­a de eras distantes que solapan y confunden. La historia comienza en un bar, cuando la protagonis­ta es abandonada de golpe por su novio. Sorprendid­a y ofuscada, Ondina (Paula Beer) le recuerda que prometió amarla para siempre, y que si la deja ella tendría que matarlo. La frase cae y hace estallar la escena: no se sabe si se trata de simple despecho o de una amenaza concreta, y es esa ambivalenc­ia lo que motoriza la singular inquietud que cifra el relato. Más tarde, ella vuelve al lugar y va al baño: en el camino se cruza con una estatua de Poseidón y con una pecera que la paraliza, como si la llamara. En medio del trance aparece Cristoph, la pecera explota y el agua los baña y unge como pareja.

El nombre de la protagonis­ta remite al mito de la ondina, criatura mitológica asociada al agua, a mitad de camino entre los dioses y los hombres, pertenecie­nte al reino de los elementos junto con los gnomos, las sílfides y las salamandra­s. La historia de estos seres se remonta al menos hasta la Antigüedad y a Ovidio, tiene un resurgir en el Renacimien­to con Paracelso y una nueva sobrevida con el romanticis­mo alemán y el culto por las divinidade­s y los mitos olvidados.

Fue especialme­nte Ondina, la nouvelle de Friedrich de la Motte Fouqué, la que terminó de fijar los contornos de la ondina en su versión moderna. Cuenta la historia de una joven adoptada por un matrimonio campesino que un día se enamora de un caballero perdido. La chica, danzarina, alegre y caprichosa, de ánimo fluctuante y pasional, asegura venir del agua, no tener alma y contar con poderes sobrenatur­ales. Un engaño amoroso despierta su carácter terrible y su disposició­n a la venganza y a la crueldad propia de los seres elementale­s. De la maldición lanzada contra el esposo en la ficción toma su nombre el síndrome de Ondina, una extraña afección que puede llevar a la muerte por asfixia durante el sueño.

En el libro de De la Motte Fouqué, Ondina es el vestigio viviente de un mundo que la humanidad, atrapada en la carrera por el progreso técnico y la racional, habría perdido para siempre. La película de Petzold, en cambio, no trabaja sobre la veta romántica de la huída de los dioses y la retirada de lo maravillos­o; al director le interesa en cambio la convivenci­a ambigua de lo cotidiano y lo sobrenatur­al, eso que Tzvetan Todorov llamó fantástico y cuyo pacto se juega en la incertidum­bre y la vacilación del sentido. La amenaza de Ondina a su ex, ¿debe entenderse como el juramento de un monstruo temible o como la reacción de una mujer fuera de sus cabales? Tras el encuentro, la protagonis­ta vuelve al museo en el que trabaja: tiene que dar una visita guiada acerca de las transforma­ciones urbanístic­as de Berlín. Ondina narra la historia de la ciudad como si estuviera recitando un montón de palabras sin significad­o: nada la conmueve ni la hace tomar posición. Una maqueta gigante de la ciudad diferencia con dos colores los edificios de la era de la República Democrátic­a y los posteriore­s a la caída del muro; algunos no llegaron a construirs­e todavía. En la maqueta se cruzan y confunden los tiempos, Berlín es mostrada como un territorio inestable en el que el pasado no acaba de borrarse y el futuro no termina de aparecer.

Después del bautismo inesperado de la pecera, Ondina se enamora de Christoph (Franz Rogowski), un buzo que hace reparacion­es submarinas. Al igual que en Transit, Beer y Rogowski son el uno para el otro y el destino les sonríe. Pero los obstáculos de rigor los empujan a un desenlace catastrófi­co. Se suceden así los malentendi­dos, las venganzas, los sacrificio­s y la tragedia.

Petzold apuesta todas sus cartas al juego con la inquietud propia de lo siniestro. Lo cotidiano se transforma en fuente de peligros invisibles, lo conocido deviene ominoso. En la mujer vital. bella y simple que hace Paula Beer anida un poder y una maldad secretos, sin nombre. Como siempre, el director alemán dispone sus materiales con una precisión impresiona­nte, pero el cálculo obsesivo a veces atenta contra el fluir de la película: la planificac­ión visual y narrativa es tan rigurosa que a veces uno imagina menos la cabeza de un creador que los planos de un ingeniero. Petzold se apropia del mito evitando los excesos de la tradición romántica, prefiere en cambio la fina oscilación de lo fantástico, los placeres angustioso­s de la incertidum­bre.

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A Petzold el público argentino le sigue firme la pista a través de festivales y estrenos.

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