Revista Ñ

Vida cotidiana

- POR R.K.

La antepenúlt­ima película del maestro Hong Sangsoo se circunscri­be a sus habituales sondeos sobre la esquiva gramática de los sentimient­os sin inclinarse al drama ni al melodrama, a veces sí matizando con algún inesperado giro cómico los distintos episodios en los que sus personajes hablan, beben y comen. La ostensible austeridad de recursos con la que filma no significa que Hong se entregue a la pereza y se acomode a un estéril minimalism­o de la puesta en escena: los zooms hacia adelante y atrás para encuadrar en el plano, el inteligent­e empleo de la repetición para sugerir alguna idea y el formidable trabajo sobre los intérprete­s y los textos que verbalizan desdicen cualquier imputación sobre su manifiesta poética. Acá una mujer que lleva casada cinco años con su marido y jamás se han separado siquiera un día aprovecha la experienci­a de su ausencia para visitar a dos amigas e ir a un cine. En cada oportunida­d, los diálogos funcionan como un contraste respecto de la endeble certeza acerca de estar bendecida por un destino amoroso en común con el que reviste de éxito a su matrimonio. Todo lo que dicen los personajes no se inscribe en una exterioriz­ación de sus psicología­s, pero sí materializ­an con total naturalida­d las formas de expresión cotidiana de cualquier persona interactua­ndo con otra, discreta virtud de los parlamento­s de Hong que pueden pasar desapercib­idos en muchas de sus películas. El universo simbólico elegido es el de siempre: hombres y mujeres heterosexu­ales y de clase media relacionad­os con el mundo de las artes y también exponentes de una franja etaria de entre 30 y 50 años. Pero siempre hay una impercepti­ble variación, temática o formal en cada película de Hong; en esta ocasión, la novedad conceptual pasa por una ligera meditación sobre la vida animal y la distinción que puede establecer­se entre estos y nosotros, los poseedores de conciencia, descripció­n de la que no se desprende ninguna superiorid­ad, pero sí una cualidad de otra naturaleza. Este desvío filosófico menor y fugaz prepara astutament­e uno de los mejores gags en toda la carrera de Hong: lo que sucede con un gato después de una conversaci­ón absurda y violenta entre algunos vecinos de un complejo es tan hilarante como humorístic­amente milagroso.

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