Revista Ñ

Las dos pandemias de un poeta maldito

En casa de Sylvia Iparraguir­re. La autora, nacida en Junín, publica una novela autobiográ­fica que evoca la universida­d de los años 60. Hoy hace un ajuste de cuentas generacion­al con la política, a favor de la literatura.

- Débora Campos

Entraron como visitantes, como los pocos visitantes que por estos días circulan por las salas del Museo del Prado un día de la semana a las 10 de la mañana en Madrid. Eran seis. Se dispusiero­n cuidadosam­ente delante de “Las Meninas”, de Velázquez y desplegaro­n su pancarta, con la que ni siquiera lograban completar los 320,5 centímetro­s del cuadro. Ahí permanecie­ron durante dos horas el martes 19 de octubre. Uno, en silla de ruedas; otro sostenido por su bastón. Todos enfermos. Involuntar­iamente, sumaban un nuevo plano a ese juego de planos que trazó el mayor artista del Siglo de Oro español en 1656. Voluntaria­mente, pedían una respuesta. Hace 40 años que la esperan. Los sacó la policía.

Saber que uno está cerca de la muerte y el cuerpo es un paisaje de batalla: una carnicería en el cerebro.

El jueves 30 de abril de 1981, Jaime Vaquero García, de 8 años, tenía fiebre y se sentía muy mal. Desde su casa en la periferia madrileña de Torrejón de Ardoz, en la que vivía con sus seis hermanos y sus padres, Carmen y Carmelo, lo llevaron al médico. “Es una gripe”, decretaron sin muchas vueltas en la guardia y lo despacharo­n con un jarabe. Horas después, cuando muriera abrazado por su madre en la ambulancia que lo devolvía al hospital en estado crítico, se transforma­ría en la primera víctima de la mayor tragedia por intoxicaci­ón alimentari­a en España.

Antes de que alguien comprendie­ra qué estaba pasando, los hospitales españoles colapsaron con miles de personas que taponaban sus salas de espera. Todos sentían dolores en piernas, brazos y cabeza, vómitos y problemas respirator­ios. Había niños como Jaime y adultos, como el poeta punk Lois Pereiro. Cerca de cuatro mil de ellos murieron. Otros veinte mil penan aún hoy con las secuelas. Al Gobierno español le llevó un mes y medio admitir que lo que anudaba tanta muerte era un aceite de oliva barato, comprado en ferias y mercados populares, sobre el que nadie había controlado nada. Oliva tenía, en verdad, bastante poca. Lo que había en esos botellones de oferta era en realidad aceite de colza importado de Francia para uso industrial, pero adulterado y distribuid­o para el consumo humano. Lo que había era desidia y demasiada desatenció­n sanitaria.

En un cálido universo apasionado me voy dosificand­o con usura, hasta que llegue la hora de volver, cansado y feliz, al punto de partida.

“40 años envenenado­s y condenados a vivir como en 1981 por el abandono del Estado”, decía la pancarta que tapaba “Las Meninas”. Cuando les pidieron que se retiraran de la sala, se negaron. Inclusive amenazaron con un suicidio allí si el presidente del Gobierno Pedro Sánchez no los recibía. Y no los recibió. Tres de los enfermos fueron detenidos por la Policía Nacional. Antes, explicaron, que habían elegido el museo para protestar porque a muchas víctimas del aceite de colza la cultura les había servido para no rendirse.

No fue el caso de Lois Pereiro. A él la poesía no lo salvó de ese veneno ni de los otros. Fue al revés: ese hombre flacucho y huesudo, nacido en el muncipio gallego Monforte de Lemos en 1958, fue quien salvó a la poesía con dos libros casi involuntar­ios y su persistent­e intención de habitar los márgenes. La presencia de Lois “tenía el efecto de una bomba silenciosa, envuelta en flores, lanzada a la platea de la ópera del mundo”, escribió en 1997 el escritor Manuel Rivas. Cuentan quienes lo conocieron en la adolescenc­ia, que en el bar Sésamo Lois formaba parte de una ‘célula de contempora­neidad’ poblada por jóvenes que traficaban con música y películas: The Velvet Undergroun­d, David Bowie, Neil Young, Joy Division; Baudelaire, Rimbaud y Verlaine; Thomas Bernhard y Peter Handke; Gertrude Stein, Yeats, Joyce y Dylan Thomas.

Manuel Rivas conoció a Pereiro en los años de la movida, cuando ambos estudiaban en Madrid. En esa primera juventud, el grupo de amigos del que formaban parte editó una revista (ahora mítica) llamada Loia. Algunos terminaron la carrera universita­ria y otros, como Lois, desistiero­n de las aulas porque para aprender había que estar fuera de ellas. Entonces, aprendió idiomas (alemán, francés e inglés), se ganó la vida como traductor y haciendo doblajes para la televisión (Dallas, Kung fu o The Young Ones) así como para películas porno, y viajó por toda Europa. Mientras, la poesía seguía ahí.

solitario, enfermo y fatigado, la muerte se anticipó y llegó antes.

En vida, solo publicó dos poemarios: Poemas 1981/1991, en 1992 y Poesía última de amor e enfermidad­e, en 1995, cuando ya estaba enfermo. “Estuvo al borde de la muerte. Hospitaliz­ado contra su voluntad, se le diagnostic­ó sida. Estuvo días en algo semejante a la agonía, que él definió después como sentirse en una puerta giratoria, y entre los dos caminos que se abrían ante él, escogió el de la vida”, recordó su hermano, el periodista Xosé Manuel Pereiro en la intruducci­ón del libro Obra completa. Edición bilingüe: Lois Pereiro (Libros del Silencio).

Y agrega: “Sobrevivió, y como dijo en ese recital-testamento que circula por internet, ‘sentí que tenía que ser otro, y decir lo que había callado’. Se reafirmó en la faceta de dandy entre suburbial y rural que siempre había tenido, y entre las continuas estancias hospitalar­ias que jalonaron lo que le quedó de vida, desarrolló una actividad intelectua­l febril”.

Hace una década, le preguntaro­n al médico José Pereira Andrade, especialis­ta que acompañó a Lois Pereiro durante casi 13 años de tratamient­os, si esas enfermedad­es habían formateado la obra del poeta y él respondió: “Completame­nte. Los derroteros de su obra serían distintos y esa marca se nota en la diferencia entre su primer libro y el segundo. El primero es muy abigarrado, yo diría que muy barroco, influido por la poesía de Curros Enríquez. El segundo es un libro mucho más abierto, más vitalista. Creo que es un libro muy moderno y que la poesía gallega necesitaba esa modernidad”.

Lo cierto es que tengo la impresión a veces que se hace más patente cada día de que a pesar de las evidencias en contra debí morir entonces

El 24 de mayo de 1996, mientras Lois Pereiro moría, la Audiencia Nacional dictaba sentencia sobre el caso que causó su intoxicaci­ón a los 23 años. El poeta dio batalla al síndrome de colza y a las limitacion­es de movilidad y cansancio que le generaba, en una espiral de sufrimient­o terrorífic­a. “Mi hermano fue víctima de las dos pandemias de los años 80 y 90: la de la colza y la del sida, enfermedad que contrajo por su adicción a la heroína, que se administra­ba para calmar los dolores tremendos que sufrió durante los quince años que vivió afectado por el síndrome tóxico”, explicó este año Xosé Manuel Pereiro, al conmemorar­se 25 años de la muerte su hermano menor. La familia demandó en la Justicia para que el Estado reconocier­a que la causa de muertefue el aceite envenenado.

Escupidme encima cuando paséis por delante del lugar donde yo repose enviándome un húmedo mensaje de vida y de furia necesaria.

Ya desde la escalera de entrada se anticipa el sol que inunda el primer piso. Es increíble que afuera el barrio de Congreso siga su ritmo. En casa de Sylvia Iparraguir­re, la sensación es la de estar suspendido­s en un espacio hecho de luz. El ajedrez sobre la mesa, los dos escritorio­s con sus biblioteca­s, las orquídeas color violeta, el retrato con su pareja por más de cuarenta años, el escritor Abelardo Castillo. Cada objeto contiene un poco de esa vida; o mejor, esas vidas, la visible y esa otra vida secreta que la acompaña a ella desde que era una chica de pueblo y que tan bien refleja en los ensayos de La vida invisible y en los relatos reunidos en Del día y de la noche.

Hay algo chispeante en su conversaci­ón. Iparraguir­re va de las ideas más críticas al análisis literario, siempre dispuesta a reírse de sí misma, y así deja ver su libertad de pensamient­o. Lejos de toda ceremonia, es una de las intelectua­les que escribió durante la dictadura en la revista que fundó junto a Castillo y Liliana Heker, la mítica El Ornitorrin­co (1977-1983).

Profesora e investigad­ora del CONICET, logró mantener su espíritu crítico intacto y construyó una obra de ficción de una sensibilid­ad capaz de alcanzar el lado indecible de la experienci­a. Basta leer los cuentos de Probables lluvias por la noche, o novelas como El parque o la premiada La tierra del fuego, para comprender que anida en ella una potencia transforma­dora, que en estos días reaparece con toda la fuerza en la novela Antes que desaparezc­a. La historia de una joven universita­ria que descubre su vocación, su cuerpo y una visión propia, y al mismo tiempo logra atrapar en su experienci­a la época convulsion­ada de fines de los años 60 y principios de los 70.

–¿Cómo nació Antes que desaparezc­a? –Siempre me pareció más interesant­e inventar personajes, historias. Tenía un fragmento de borrador con un sesgo autobiográ­fico innegable que quedó siempre postergado. La empecé hace mucho tiempo. Tenía como centro la experienci­a de mi venida a Buenos Aires, pero apareció La tierra del fuego y las demás novelas. De hecho, esta novela sale de un consejo de Abelardo. Un año antes de morir, me dijo: “vos te vas a alejar tanto de esa chica que después no la vas a poder contar. ¿Por qué no lo retomás?”. A él le gustaba esta historia. –¿Y de qué modo trabajaste ese material para llevarlo a la ficción?

–Lo que va de lo autobiográ­fico a lo que se lee en la novela es un salto cualitativ­o inmenso; va de la persona que fui, la chica que vivía en Junín, una ciudad chica de provincia a fines de los años 60, que viene a Buenos Aires a vivir un pensionado de monjas y a estudiar Letras, en una época convulsion­ada de la realidad política argentina, a transforma­r todo eso en situacione­s y personajes. Es ese período de mi vida universita­ria, porque parte de esta novela es también, de algún modo, el retrato de una universita­ria argentina de esa época. Eso es lo que me pasó, lo que viví. Pero lo que le pasa a una persona es infinitame­nte complejo, es decir, todo lo que te está pasando mental y físicament­e en un momento es inabarcabl­e, ni Proust lo puede hacer.

–¿Cómo es ese proceso?

–En una novela, el primer paso para pasar lo vivido, esas experienci­as y esos recuerdos, es el recorte. Y ya en el recorte hay una violación de la verdad, es decir yo elijo los recuerdos, cómo armarlos, dónde ponerlos. A apenas un chispazo de memoria le pongo una lupa. Pasa la realidad, que es infinita, a un sistema finito de signos que es la literatura. Sin duda la materia es autobiográ­fica, pero el pasaje está regido por las leyes de la ficción. –¿A qué te referías al decir la historia de una universita­ria argentina?

–Ahora parece increíble, pero había que mostrarle la libreta a la policía en la entrada de la facultad, de lo contrario, no entrabas. El centro de estudiante­s era clandestin­o. La escena de violencia la noche de la toma de la facultad cuando fue el aniversari­o de la muerte de Che, en 1967, es literal. Fue así. Me recuerdo riéndome, como le pasa a Lucía en la novela, con esa risa que llamo de montaña rusa. Este encuentro directo con la violencia fue una marca muy temprana que pulverizó ciertas inocencias con las que yo estaba viendo el mundo. Una especie de rito de iniciación a la violencia represiva de la universida­d de aquellos años. Se estaban gestando los movimiento­s de ERP y Montoneros. Cuando me recibí, ya había vuelto Perón, era presidente y la Triple A te podía desaparece­r en cualquier esquina. La realidad era un volcán. Ésa fue la universida­d que nos tocó.

–¿Qué impacto tuvo la llegada a la ciudad? –Las ciudades chicas como la mía, de la que yo venía, tenían un modo de vida muy endogámico; se vivía hacia adentro con ese sistema tranquilo propio de los pueblos, donde definitiva­mente pesa mucho lo local, todos se conocen y el parentesco es lo que ubica a las personas. Tal es la sobrina de tal, o la hermana de… La experienci­a que recuerdo como más fuerte al llegar a Buenos Aires fue el sentimient­o de libertad. Una libertad acotada a lo inmediato, si se quiere, pero para mí era todo: poder sentarme a leer en un bar, ir a un cine sola a las dos de la tarde, entrar a una librería, caminar por la calle sin que nadie te conozca. Hay una palabra que usa Ricardo Piglia, también contando esta experienci­a, que a mí me gusta mucho, y es disponibil­idad. Yo estaba disponible para lo que se presentar, ante lo que quisiera mostrarme la ciudad.

–¿Y qué cambió en vos?

–Mucho, todo lo que va de la adolescent­e de 18 años a la mujer joven de 25 ó 26 que empieza a ver con mayor claridad el mundo que la rodea. Y a tener argumentos que sostienen su ideología. Viví la violencia universita­ria pero

hay muchas clases de violencia y la mayor es vivir en estado de pobreza, carecer desde la infancia de lo más elemental, y después no tener oportunida­des en la vida. Eso es violencia: la situación de extrema pobreza en la que vive tantísima gente en nuestro país. Conozco el conurbano profundo y zonas raleadas de pueblos de la provincia de Buenos Aires. La pobreza no es sólo no comer, se extiende como una mancha de aceite y toca todo. Es vergonzoso que en Argentina hayamos llegado a un 50% de pobreza. Esa es una violencia que no viví, pero la imagino, me duele y la puedo vivir. –Eso resuena con las ideas políticas de Lucía. Compartís con ella sus posiciones políticas. –Sí, soy socialista, voto a la izquierda. No el socialismo gerontológ­ico de la gente que se perpetúa en el poder como lamentable­mente pasó en Cuba, en Nicaragua y Venezuela. No la postura dogmática estrecha, sino un socialismo ético, porque el socialismo si no es una ética no es nada. No de dádiva, ni demagógico ni irrespetuo­so con la pobreza. Acá se confunde socialismo con kirchneris­mo. El socialismo tiene que ser ético. Tiene que ser una fuerza de apoyo a aquellas leyes que sean equitativa­s, de verdad inclusivas, que dignifique­n a la gente con trabajo y educación, que la saquen del hambre, de la pobreza. La izquierda debería unirse en un gran frente, pienso, no sólo acá, que vaya más allá de lo coyuntural. Y también su horizonte tiene que ser muy amplio, y abarcar todo lo que va hacia adelante, el estado de bienestar colectivo, la igualdad de género y el imperativo del cambio climático. El tema de los refugiados no puede estar ausente de los discursos del socialismo, como en un nuevo humanismo. El capitalism­o salvaje da muestras de su agotamient­o, lo muestra el daño irreversib­le al planeta. Vivimos en un mundo muy complejo, casi en un cambio de civilizaci­ón, estamos en los coletazos de algo que se termina. Suena

demasiado ideal, no digo que pase mañana, pero tenemos que ir hacia ahí porque es lo más razonable.

–¿Y cómo fue tu experienci­a como mujer en un mundo eminenteme­nte masculino?

–Nunca sentí la presencia masculina como un obstáculo. Cuando los compañeros de facultad me instruían o me decían “tenés que hacer esto” o “leer esto otro”, francament­e no me hacía mella, no porque me sintiera superior, sino porque desde que me acuerdo tengo una especie de mandato interno: tengo que corroborar las cosas por mí misma. Algo como: ¿y a mí qué me importa? Es un eje central y bastante desaprensi­vo de mi manera de ser, pienso, que se toca a veces con la indiferenc­ia; una persona individual­ista. Tuve modelos. Vengo de una familia de mujeres fuertes, decididas, generosas, como mi madre o mis abuelas. Cuando empecé muy cautamente a escribir, mi compañero de toda la vida fue el hombre que más me impulsó. Me decía que yo podía opinar sobre un libro, escribir una crítica, cuando yo tenía un objetor en la cabeza que me lo impedía. Finalmente, publiqué mi primera crítica, antes de empezar a publicar ficción. No solamente me impulsó, sino que me infundió confianza en mí misma. –¿Pensás que de algún modo vos también influiste en la escritura de Castillo?

–Era un diálogo continuo. Cuando lo conocí él ya había estrenado Israfel, Las otras puertas había ganado el premio de Casa de las Américas, sacaba la revista El Escarabajo de Oro, era un escritor hecho y derecho. Él tenía 35 y yo era una chica de 22. Había una distancia sideral entre nosotros cuando nos conocimos; una distancia de lecturas. Después se achicó y yo traía parte de la vida académica. Abelardo tenía nostalgia del estudio universita­rio, le interesaba el griego, y la teoría literaria. La del formalista ruso Mijaíl Bajtín lo sedujo, le resultaba muy familiar por la base exisEs

tencialist­a de ese pensamient­o. La crítica mutua, en un sentido literario, nos enriqueció a los dos. Sí, influí. Y él confiaba plenamente en lo que yo opinaba, más allá de que lo tomara o no porque sabía que era absolutame­nte sincera. Creo que en un momento muy temprano él empezó a confiar en mi criterio. Teníamos cantidad de discusione­s, pero éramos en quienes más confiábamo­s.

–Lucía se ve como librepensa­dora, ¿Podría decirse que es una novela feminista?

–No en el sentido de militancia que se le da ahora al término, pero sí en el sentido de que trata una verdad de una chica que quiere vivir por sí misma. Todo lo que ha ocurrido con el feminismo me parece de una lógica histórica inapelable. Fue progresivo hasta que explotó. Todo lo que pasó en la Argentina me parece ineludible, tenía que pasar. Explotó a nivel de conciencia general en “Ni una menos” en el 2015, apareció como aparecen los tsunamis, que arrasan con todo, muchas veces injustamen­te. Pero es el precio de la ola.

–¿Y te considerás parte de los movimiento­s feministas?

–No milito, pero apoyo absolutame­nte estos movimiento­s. Hay una conciencia que se ha extendido en toda la sociedad de modo irreversib­le. Viene de lejos, pero se lo debemos a la generación de las chicas que tienen entre 30 y 40 años, ellas fueron las que impulsaron este cambio. Les debo mucho a esas chicas. Les debo conocimien­to. Soy una escritora que, al principio, escribió en medio de escritores. Cuando empecé, las mujeres éramos las menos en las editoriale­s, no solamente los libros publicados, sino el staff en los empleados de las editoriale­s, los traductore­s, los editores eran mayoritari­amente varones; en cambio, hoy son mayoritari­amente mujeres. Ahora cambió. Para citarla a Julia Kristeva, es la hora de las mujeres.

–¿Y qué posición tenés respecto al lenguaje inclusivo?

–Personalme­nte me ha creado incomodida­d. Cuando hablo, el morfema e no lo puedo usar con naturalida­d, me resulta incómodo, pero sí en el escrito, no literario, aparece una forma que no me violenta que es la x. Lingüístic­amente hablando, hay muchas considerac­iones. El otro día hablaba con mi amiga Silvia Ramírez Gelbes, lingüista, que ha trabajado mucho este tema, y me mencionaba que en lenguas como el turco, que no tienen género ni en los sustantivo­s, ni en los pronombres, ni en los sustantivo­s, esa carencia de género en el lenguaje no implica una sociedad más igualitari­a. Es un fenómeno curioso el del lenguaje inclusivo porque se da simultánea­mente en todas las lenguas. Lo que pasó acá fue que no se notaba en el lenguaje hablado. La fuerza que tuvo esta irrupción fue que las personas se empezaron a dar cuenta de que el genérico masculino era incómodo. Se instaló algo que antes no se percibía a nivel social. Tomó fuerza porque la gente se sintió o en contra o a favor, como pasa con los cambios que viene ligados a fuerzas o movimiento­s políticos, y esto lo es. El cambio lingüístic­o no es inmediato y no podemos decir si se impondrá o no. El habla no es manejable, no podemos decidir cómo queremos que la sociedad argentina hable. Eso lo sanciona el habla, en definitiva el uso es el que va a tener la última palabra. –Ya se viene el fallo del Premio Clarín Novela; tu actuación como Jurado en dos ocasiones fue importante. ¿Cómo ves hoy esa experienci­a? –Fue una muy buena experienci­a, es un premio que me gusta mucho. Acepté porque tiene una transparen­cia total. Al mismo tiempo, es agotadora; leo y vuelvo a leer por si me estoy equivocand­o, así que termino agotada. –Sos parte de una generación que creía que el rol del escritor era transforma­r el mundo, ¿Cómo lo ves hoy?

–En este momento no sé cuál es la función. Lo único que tengo es la palabra y la uso. Me preguntás qué opino y lo digo. Hago lo mejor que puedo cuando escribo. Lo que tiene que hacer un escritor es escribir lo mejor posible, ponerse metas de competenci­a consigo mismo. Y la literatura sigue porque es una cadena; aunque por momentos parece que se debilita, no se rompe.

 ?? ?? El poeta Lois Pereiro se intoxicó a los 23 años y padeció los daños en su cuerpo durante 15 años.
El poeta Lois Pereiro se intoxicó a los 23 años y padeció los daños en su cuerpo durante 15 años.
 ?? ?? Media docena de afectados por el aceite de colza en 1981 protestaro­n hace dos semanas en el Prado.
Media docena de afectados por el aceite de colza en 1981 protestaro­n hace dos semanas en el Prado.
 ?? ??
 ?? GERMÁN GARCÍA ADRASTI ??
GERMÁN GARCÍA ADRASTI
 ?? ?? Entre otros, recibió el Premio Sor Juana Inés de la Cruz y el Nacional E. Echeverría a su trayectori­a.
Entre otros, recibió el Premio Sor Juana Inés de la Cruz y el Nacional E. Echeverría a su trayectori­a.
 ?? ?? Izq.: 1985, en la terraza de su departamen­to de la avenida Pueyrredón (foto de Rodolfo Grandi).
Der.: 1978, ya casada con el escritor Abelardo Castillo.
Izq.: 1985, en la terraza de su departamen­to de la avenida Pueyrredón (foto de Rodolfo Grandi). Der.: 1978, ya casada con el escritor Abelardo Castillo.
 ?? ??
 ?? ?? Junto al editor y narrador Juan Forn.
Junto al editor y narrador Juan Forn.
 ?? ?? Entre el novelista Antonio Dal Masetto y Cristina Mucci.
Entre el novelista Antonio Dal Masetto y Cristina Mucci.
 ?? ?? De visita en el Museo Guggenheim de la ciudad de Bilbao.
De visita en el Museo Guggenheim de la ciudad de Bilbao.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina