De un pensionado de monjas a la revelación de los rusos
Su nueva novela. Retrato de dos amigas y de las trampas de la memoria, la pasión y el sexo.
Con su biografía como material, pero con toda la verdad que solo consigue revelar la imaginación, en Antes que desaparezca Sylvia Iparraguirre despliega el tiempo y la memoria sobre la mesa del bar donde conversan Lucía y Clara: la vida universitaria, el pensionado de monjas que compartían, los novios, la política y los vestidos, todo parece volver a ellas con la fuerza emocional de los momentos transformadores.
Como si fuera una constelación, las lecturas de los autores rusos ocupan un lugar esencial en ese diálogo: “Porque están en el origen de la trama. Clara y Lucía se encuentran después de años, en una clase de literatura rusa clásica, es la escena inicial, la que da pie a toda la novela. Y, si querés, esto también es ‘autobiográfico’ ya que yo di dos seminarios de esta literatura en el Malba. Además, Aurora, uno de los personajes que une esta novela a mis dos anteriores, El muchacho de los senos de goma y La orfandad, cerrando la trilogía que llamo Historia argentina, compañera de Lucía en el pensionado e hija de un anarquista, es la que le habla por primera vez de Gógol y de Dostoievski. De ese modo, logré unir mi lectura personal de estos autores con las características de un personaje. Tanto es así que un primerísimo título provisorio fue El desvío ruso”.
–¿Cómo trabajaste el lenguaje de la intimidad, en especial en el encuentro entre Lucía y Nacho ?
–El lenguaje tiene que acompañar la visión del personaje; me aproximo a Lucía y a las palabras con las que ella trata de entender lo que le pasa. Y, al menos yo, como mujer, entiendo lo que le pasa: el deseo no viene dado, el deseo sexual se aprende. En muchas cosas que he leído, de autores y autoras nuevos, el relato del sexo es inmediato, explícito, no deja margen a lo erótico; las palabras son directas y crudas. Eso hubiera sido inverosímil en una chica de la época que describo, que tiene dieciocho años y una conciencia muy fuerte de que su cuerpo es todavía un territorio que le pertenece.
–¿Cuán cerca están el Borges que ficcionalizás en la novela y el Borges que conociste como profesor?
–Son casi el mismo. Las clases de Borges eran por momentos desopilantes. Tenía un humor muy británico: permanecía impávido, no se le movía una pestaña, mientras hacía chistes o juegos de palabras. Británico hacia afuera, de riguroso traje con chaleco y reloj redondo y con tapa, de bolsillo; lo que decía era ya otra cosa. Recitaba: “Soy del barrio e’ Monserrat/ donde relumbra el acero/ lo que digo con el pico/ lo sostengo con el cuero”. Era muy generoso con las notas y paciente con los exámenes, siempre orales. Lo deslumbrante de sus clases era su velocidad mental asombrosa para el cruce inesperado de ideas o de textos o de versos. Una vez, esto me lo contó Antonio Carrizo, salía de un lugar con escaleras, casi tropieza y Carrizo le dice: “Cuidado, Borges”. En el acto respondió: “No soy yo, es Newton”. Como profesor era tímido y agradecía la camaradería, pero como en mi caso yo también era tímida, no me animaba a acercarme. Después lo conocí más, en otros lugares y ocasiones. –“Es la memoria episódica la que da forma a una identidad”, repiten varias veces Clara y Lucia a lo largo de su charla, ¿Podrías hablarme de esa idea?
–La memoria episódica es una forma de la memoria autobiográfica. En la novela, eso lo explica Clara que es psicoanalista. Los recuerdos que perduran son aquellos que tienen mayor carga emocional, cuando uno dice, por ejemplo: “Me quedó grabado”. Dicho muy salvajemente: si hacés un recorrido por tus recuerdos más firmes, desde la infancia hasta el presente, vas a ver una cadena de yoes viviendo esos momentos que, finalmente, dicen quién sos, forman tu identidad. Con Lucía y Clara trato de poner en escena una experiencia muy común: los recuerdos que se arman de a dos. Como pasa con los hermanos.