¿QUÉ COSA ES EL POPULISMO?
Análisis. El destacado historiador José Carlos Chiaramonte se detiene en las mutaciones históricas de una palabra escurridiza y explora el panorama de la utilización de ese concepto en la Argentina y en el mundo.
En los últimos años el concepto de “populismo” ha recibido creciente atención. Mientras entre 2000 y 2015 se habrían publicado en promedio solo 95 artículos y libros por año sobre el tema, en 2016 ese número aumentó a 266, en 2017 a 488 y en 2018 a 615. Una curiosidad histórica es el cambio de sentido del término, desde su anterior valoración positiva, o al menos neutra, hasta su uso negativo actual. Por ejemplo, en la reciente edición de 2019 del Diccionario de la Real Academia Española, el sentido de populismo es peyorativo: “Populismo. Tendencia política que pretende atraerse a las clases populares”, mientras en ediciones anteriores, hasta la vigésima primera de 1992, si bien el término populismo no existe, se encuentra populista, que no es definido en forma negativa: “Populista. Perteneciente o relativo al pueblo”.
El Diccionario… de Bobbio y Matteuci define a las posturas populistas como “fórmulas políticas por las cuales el pueblo, considerado como conjunto social homogéneo y como depositario exclusivo de valores positivos, específicos y permanentes, es fuente principal de inspiración y objeto constante de referencia.” En este acreditado diccionario de términos políticos se aclara además que “al populismo no le corresponde una elaboración teórica orgánica y sistemática. Las definiciones del populismo padecen de la ambigüedad conceptual que el mismo término conlleva”, ambigüedad que sufre también el concepto de “pueblo”, del que deriva “populismo”.
Desde hace tiempo era habitual considerar que el término populismo refería a políticas favorables al “pueblo” y que podía ser juzgado positiva o negativamente según la postura que se tuviese ante ese propósito. Por ejemplo, esa diferencia la expone una definición de populismo de la Enciclopedia Británica: “Dependiendo de la visión del populismo, un programa económico populista puede significar una plataforma que promueva el interés de los ciudadanos comunes y del país en su conjunto o una plataforma que busca redistribuir la riqueza para ganar popularidad, sin tener en cuenta las consecuencias para el país como la inflación o la deuda”. Sin embargo, como vemos, la parte negativa precisa los problemas negativos entrañados por el populismo, pero la parte positiva es indefinida al respecto, desigual tratamiento de los dos sentidos del término que no acredita su objetividad.
Es también significativo que al uso del adjetivo populista lo supere con frecuencia el sustantivo populismo, que ha pasado a convertirse en inconsistente denominación de una especie de sistema político. Su empleo es tan confuso como nos lo informan la mayoría de los autores que han estudiado el tema y como puede registrarse en los debates contemporáneos. Pero esa ambigüedad parece no inquietar, posiblemente por su utilidad para apoyar cualquier juicio conveniente a los objetivos perseguidos.
Dada su importancia en el debate político, me parece útil explorar el caótico panorama del empleo de ese vocablo, comenzando por revisar algunos ejemplos de usos anteriores. Porque aclarar la confusión que reina en torno al concepto es tan necesario para desvelar las estrategias discursivas en el debate político como para la comprensión del mundo actual. Y, además, porque como vimos en el ejemplo de la Enciclopedia Británica, mientras la mayoría de los trabajos sobre el populismo informan sobre sus vicios, pocos nos informan cuáles serían en cambio las buenas políticas para superar las vastas desigualdades sociales del mundo actual.
Algunas referencias históricas
Durante la primera mitad del siglo XX, en la historiografía católica destacaba la apología de las doctrinas “populistas” del teólogo español Francisco Suarez (1548-1617). Según historiadores de la Compañía de Jesús, que rechazaban la atribución de la génesis de los movimientos de independencia a versiones ilustradas de la doctrina de la soberanía popular, las doctrinas populistas suarecianas habrían constituido la fuente intelectual de esas revoluciones.
Pero el “populismo jesuita” de Suárez era una cuestión de teología política, no de políticas económicas o reformas sociales, y provenía de una tendencia, ya fuerte en la Iglesia medieval, para limitar el poder de los monarcas y fortalecer el de la comunidad. En tal sentido, conformaba un antecedente de la doctrina de la soberanía popular.
Entre los apologistas del populismo suareciano se cuentan el español Manuel Giménez Fernández y el argentino Guillermo Furlong. En su libro, llamado justamente Las doctrinas populistas en la independencia de Hispano-América, publicado en 1947, Giménez Fernández desarrollaba ese argumento sobre las “fuentes ideológicas” suarecianas de las independencias hispanoamericanas. La tesis fue recogida en la Argentina por Furlong, entre otros escritos en su libro Nacimiento y desarrollo de la filosofía en el Río de la Plata, publicado en 1952, pero ya existía en anteriores historiadores jesuitas, como Juan Faustino Salaberry, autor de La Iglesia en la independencia del Uruguay, publicado en 1930.
El populismo en el seno de la Compañía de Jesús, así como entre sus adeptos laicos y en otros historiadores latinoamericanistas, poseía una connotación prestigiosa que remitía a la doctrina del teólogo español, característica olvidada en una reciente polémica sobre el populismo jesuita, así como también es desconocida en obras como la de Gino Germani y Ernesto Laclau, entre otras.
En su momento, la atribución al populismo jesuita de haber sido la “fuente” de las independencias hispanoamericanas tuvo cierta influencia en la enseñanza de la historia latinoamericana, aunque sería desacreditada por las evidencias recogidas por historiadores como Tulio Halperin, Ricardo Zorraquín Becú, Roberto Di Stefano y el que esto escribe.
Otras referencias históricas
Entre otros usos no despectivos del término, la mayoría de los historiadores invocan dos casos, el del populismo ruso, difundido desde aproximadamente 1870, y el del partido populista norteamericano, el People’s Party, fundado en 1892 y disuelto en 1908. Franco Venturi, historiador italiano autor de tres exhaustivos volúmenes sobre el populismo ruso, recordó que la palabra populismo “es la traducción de la palabra rusa narodniûestvo. Derivada de narod, pueblo”, no se empezó a utilizar hasta alrededor de 1870. Casi simultáneamente también se empezó a utilizar el término narodník, ‘populista’”.
En un distinto campo de actividades, hallamos otro uso positivo del término en una intensa pero breve corriente literaria francesa desarrollada hacia 1930, el populismo de André Thérive y de León Lemmonier, autor este último del Manifeste du roman populiste (1930) y de Populisme (1931).
Asimismo, en una conferencia reunida en la London School of Economics en mayo de 1967, fue aprobada, como síntesis de las opiniones de los diversos participantes –Isaiah Berlin, Franco Venturi, Ezequiel Gallo, entre otros historiadores y científicos sociales–, una definición no condenatoria que refiere no al “populismo”, sino a los “movimientos populistas”, aparentemente una simple variación de lenguaje que entraña, sin embargo, una sustancial divergencia en la concepción del tema, pues no incurre en concebir al populismo como sistema político.
Tiempo después, encontramos en la Argentina al vocablo populismo utilizado también en forma encomiástica en una correspondencia del presidente del Partido Popular Cristiano, José Antonio Allende, dirigida en 1972 a Juan Domingo Perón durante su exilio.
Populismo, ¿Realidad o rótulo ambiguo?
En la actualidad, el vocablo populismo, reconocido por la mayoría de quienes lo utilizan como ambiguo y difícilmente definible, es utilizado sin embargo como sujeto claro y distinto, algo que lleva a preguntarnos cómo pueden predicarse rasgos ciertos de un concepto de tal naturaleza.
Por ejemplo, en un reciente libro, Pierre Rosanvallon explica que “aunque el término aparezca por todos lados, la teoría del fenómeno no se encuentra en ninguno”, algo comprobable en “la fluctuación semántica que presenta su empleo”. Agrega que se trata de “una noción dudosa, ya que a menudo solo sirve para estigmatizar al adversario o para legitimar, con un vocablo nuevo, la vieja pretensión de superioridad de los poderosos y los instruidos sobre las clases populares”.
Pero, incongruentemente, añade que esas trampas que subyacen en el término “populismo” no le harán desistir de emplearlo, decisión que funda en dos débiles razones: “En primer lugar, porque, de hecho, en su confusión misma, demostró ser imprescindible. Si aparece en todas las arengas y en todo lo que se escribe es también porque, de manera vaga y forzosa a la vez, ha respondido a la necesidad de utilizar un nuevo lenguaje para calificar una dimensión inédita del ciclo político que se abrió al iniciarse el siglo XXI...”.
Entre otros muchos autores, la polisemia del término la habían observado años antes los compiladores de un libro colectivo sobre el tema, Ghito Ionescu y Ernest Gellner, traducido y publicado en Buenos Aires en 1970. En la Introducción, explicaban: “En la actualidad, no puede haber ninguna duda sobre la importancia del populismo. Pero nadie tiene muy claro qué es. Como doctrina o como movimiento, es esquivo y proteico. Se eleva en todas partes, pero en muchas y contradictorias formas”.
Cabe preguntarse, nuevamente, ¿si reconocemos que no es claro qué es lo que el término designa, a qué se debe su “importancia”? Muy probablemente, a su calidad de arma de combate político, por más ambiguo que el término fuese y más bien gracias a esa ambigüedad. Análisis como los de Germani, Laclau, o más recientemente Federico Finchelstein, más allá del valor de parte de sus observaciones, abordan también el concepto de populismo como algo dado y real –aunque Laclau traslada el problema de su definición a la del también ambiguo vocablo pueblo–.
En cambio, Michelangelo Bovero, a la pregunta “¿qué es el populismo?”, contestaba con atinado juicio que solo era “una palabra” y, en la respuesta a su interlocutor, agregaba que “el populismo no existe. Si usted busca el populismo en el mundo real, allá afuera, en la vida concreta, no lo encontrará. No existe en el mundo ‘el señor Populismo’ ”: “No cometa el error –continuaba– de intercambiar el resultado de una operación mental, la designación con una sola palabra de una pluralidad de fenómenos similares, con la existencia de un objeto real; no piense en el populismo como una sustancia, una esencia ontológica que de vez en cuando se manifiesta aquí y allá en el mundo de los fenómenos, de la experiencia común, asumiendo formas sensibles, como si la esencia ‘populismo’ constituyera la ‘verdadera’ naturaleza de tales fenómenos...”.
El problema del cambio de sentido
Como he observado, el vocablo populismo era inicialmente un laxo denominador de políticas favorables al pueblo, otro término también de laxa comprensión, mientras en la actualidad predomina su uso negativo, pero no solo como referencia a políticas económicas sino como inconsistente denominación de un sistema político, pese a que, en realidad, no es algo más que un sinónimo de demagogia. Advertir las implicancias de esto es necesario si queremos distinguir lo que haya de positivo o negativo en las actuales políticas de muchos países, algo imprescindible dados los intereses económicos y políticos comprometidos.
En síntesis, el uso del vocablo populismo para definir un régimen político carece de rigor. No es un término que contribuya a enriquecer el vocabulario y habitualmente es un slogan, instrumento de combate que impide juzgar con objetividad la naturaleza de las políticas económicas en juego, ante la imprescindible necesidad de revertir la perversa desigualdad de ingresos que sigue incrementándose en el mundo y la pobreza de gran parte de su población.