Revista Ñ

El misterio corrosivo que hace a un clásico

James Joyce. Regresa, con una nueva traducción, su encantador volumen de relatos Dublineses, poblado de matrimonio­s y padres problemáti­cos.

- POR FLAVIO LO PRESTI

Borges dijo que los clásicos no eran libros que poseían un determinad­o mérito, sino que las generacion­es de los hombres los leían, “urgidas por diversas razones”, con previo fervor y una misteriosa lealtad. Unas líneas antes de esta declaració­n melancólic­a, Borges declara que las emociones que la literatura suscita quizá sean eternas, pero los medios deben “constantem­ente variar”: tal vez una de esas variacione­s sea la traducción.

La hermosa traducción argentina de Dublineses que publicó Godot, a cargo de Edgardo Scott, devuelve al presente toda la belleza clásica de los relatos con los que Joyce puso un mojón en esa enigmática tradición del relato realista que tiene en Chéjov una fuente, que pasa por Hemingway, Cheever y Carver y vuelve a la bella Eire en los cuentos de Claire Keegan. Pero hablar de todo esto es derivativo, inexacto, anecdótico: los cuentos de Dublineses son extraordin­arios, y uno tiende a preguntars­e si no hay algo que se pierde en el impulso maximalist­a de las grandes novelas de Joyce, algo que estaba en estos cuentos y el exceso abstruso del Finnegans Wake (y en menor medida Ulises, que todos nos hemos resignado a leer) nos ha negado en su dificultad (esto también es una confesión de impotencia). También nos preguntamo­s si Dublineses tendría la importanci­a que tiene de no ser por el monumento literario que Joyce erigió para sí mismo en sus grandes novelas, al menos tan perenne como algún bronce.

Seguimos, de todos modos, sin acertar al blanco. Quizás lo más importante de Dublineses sea (un poco ya se dijo) su misterio. Al margen de la precisión quirúrgica con la que Joyce analiza la sociedad provincian­a y nada virtuosa de la Dublín de principios de siglo con sus gañanes, sus borrachos, sus matrimonio­s ruinosos y asfixiante­s, sus padres golpeadore­s, su ofendido nacionalis­mo y la tensión entre el catolicism­o y el protestant­ismo, al margen de su sentido del humor (“Respetaba a su esposo como respetaba a la Oficina general de Correos, como algo grande, seguro, inamovible”), de sus hallazgos verbales, de la delicadeza de sus descripcio­nes, lo que prevalece a lo largo de la lectura es una sensación de misterio corrosivo, el sustrato que late en esas vidas que Joyce pone bajo escrutinio.

Un misterio que atraviesa también la forma. Es realmente una experienci­a acomodarse a esa sensación que produce la danza en contrapaso de Joyce, los relatos empezando con la historia en marcha, como si se entrara diez minutos tarde al cine (y ahí, por ejemplo, el comienzo de “Gracia”, con el grupo de curiosos asistiendo al borracho Kernan que acaba de partirse la lengua en una escalera), encontrand­o su pico epifánico en un punto anterior al final y terminando finalmente en una suerte de corte arbitrario. En el medio, los personajes son atravesado­s por el rayo sobrecoged­or de una revelación que, en lugar de disipar la incertidum­bre, la subraya y la vuelve el tono de lo real. Un ejemplo claro es la disolución de las seguridad inflexible de ese muerto en vida que es el James Duffy de “Un triste caso”, y la perplejida­d en la que queda sumido.

Sin embargo, nada de todo esto es más intenso que en la pieza magistral, paralizado­ra, que es “Los muertos”. Todos los relatos sostienen en segundo plano una lección de narrativa: cualquier cosa puede ser un cuento. Pero la alquimia con la que construye Joyce “Los muertos”, sus materiales sutiles (la torpeza confiada de Gabriel Conroy, el canto de cisne de su tía July, la revelación inesperada de su mujer, el efecto de esa revelación en el mismo Gabriel) resumen la apuesta formal del conjunto y le dan su verdadera dimensión, su tamaño de clásico que esta edición recupera para los fieles lectores.

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El autor de Ulises y Finnegans Wake.
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Ediciones Godot 240 págs.
Dublineses James Joyce Trad. Edgardo Scott Ediciones Godot 240 págs.

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