Revista Ñ

En el centro de toda esa claridad

Paul Morand. Traducida por primera vez, algunos fragmentos de la primera obra en prosa del notable narrador, diarista y viajero francés, cuya obra fue elogiada por sus colegas Proust, Céline, Breton y Cocteau.

- (Trad. Christian Kupchik)

Te conocí, Clarisse, en días más felices, esos días que colmaban fácilmente el recuerdo de nuestras pequeñas preocupaci­ones, demasiado estrechas para contener en las mil baratijas, preciosas y vanas, que tanto amaba. Nos reuníamos cada noche a bailar en las casas más ruidosas e iluminadas de la ciudad. El sueño me vencía antes de que llegara el día, y luego despertaba con el timbre del teléfono:

–Mire por la ventana –me decías–. Voy a enviarle una bonita nube. Apenas tenía tiempo de colgar el auricular (nuestras casas eran vecinas), cuando corría descalzo a la ventana para ver cómo por la carretera del cielo avanzaba hacia mí la masa gris o rosada que se me había anunciado, pesada y hasta agobiada, diría, por la carga que llevaba.

Salía disparado a buscarte –las tardes de invierno son cortas– para ir hasta un anticuario de Ebury Street a regatear por una seda u otra inutilidad más. Llegábamos tarde, con el comercio ya envuelto en sombras, aunque un último destello se detenía sobre las lacas doradas, los aceros de las armas y la dentadura postiza de aquel viejo anticuario que tanto te divertía...

Esos eran los días felices.

Cuando me pierdo en su recuerdo, dos visiones surgen.

Es de noche. Una noche clara, aislada en una primavera lluviosa que exhala una humedad cálida y azul. Las ventanas están abiertas y nosotros nos acodamos en el balcón. Te inclinas hacia adelante para absorber mejor el aroma de la hierba fresca y recién cortada que asciende desde los jardines de Kensington y se funde con el perfume animal de la danza. Veo el verde ácido de tu abrigo Longhi pesar sobre el naranja vivo de un puente japonés con techo a dos aguas. Las máscaras abrazan contra el parapeto a una mujer con los senos desnudos que ríe en tanto alimenta con pan a las carpas del estanque. Mientras la bauta veneciana eclipsa tu rostro revelando apenas una boca curiosa, de un rojo químico, la noche envuelve toda esta fiesta con una sombra aterciopel­ada y voluptuosa, sin más luz que la proyectada por la carroza cuyas ruedas se vuelcan verticalme­nte hacia nosotros, en una caída inmóvil.

Ahora es de día, en el campo.

La cancha de tenis parece haber sido tallada en la cumbre trunca de esta colina desde la cual el condado, como un parque inútil y fastuoso, desciende hacia el mar en suaves ondulacion­es. Un joven vestido de blanco lanza la pelota con un movimiento altivo y prolongado a la espera de la respuesta de su adversario, reuniendo en torno a sí su gesto y su sombra.

Sobre un montículo de hierba azulada, un grupo de mujeres jóvenes con suéteres cereza, amarillo, verde, cereza, se congregan alrededor del té servido en una mesa de mimbre. En el centro de toda esa claridad, de ese reluciente goce, el resplandec­iente círculo femenino se ve enmarcado por otro aún mayor que abarca la campiña y el cielo, y se refleja sobre la tetera de plata que canta como las abejas en el pastel: allí, sobre la tapa se plasma la imagen convexa del firmamento y asoma un atisbo de los árboles; el cuerpo acanalado recupera las líneas afiladas de los rostros y, en estrías estrechas, los suéteres cereza, amarillo, verde, cereza.

¿Cómo abstraerse por un solo instante de la hora presente?

Estoy en un páramo de lodo donde una hierba rara suelta un jugo como de esponja; sobre este escenario se precipita, de un verde putrefacto, el crepúsculo. Nada lo limita, más que el cielo y, a la izquierda, los barracones de madera blanca cuyo fuerte olor a mantequill­a me envuelve. Los charcos de aguas estancadas restituyen al cielo lavado, vacío de lluvias, la imagen de una luna de aluminio. Por los caminos llenos de baches, las ruedas oruga de la artillería pesada forman surcos vertebrado­s de un agua malva.

 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina