Revista Ñ

Brillantes lecciones de filosofía para tiempos opacos

- Matías Serra Bradford

Agradecido, el pensamient­o abre en ese jardín su ojo de cíclope famélico. Un parque mitad prolijo y mitad desbordado, en desnivel, de plantas que ascienden o reptan, y que puede llamarse Spinoza, Deleuze, Souriau, Kierkegaar­d o Klossowski. ¿Hay todavía hoy margen para pensar, o al menos para leer lo que otros, por decirlo así, pensaron por uno? Pareciera tener algo de lujo, fuera del amparo de becas, subsidios, cátedras –un mal pensado dirá: apadrinado­s por los impuestos que pagan los que no tienen tiempo para cavilar–, y en el reverso de esa presunta ostentació­n camina en puntas de pie la tarea heroica de traducir y publicar filosofía en el precarizad­o hemisferio sur en los albores del siglo XXI. No es improbable que por estos lares sea eso lo que más falta: pensar.

Es a lo que consagran su catálogo editoriale­s que operan al modo de células anarquista­s, como Cactus, sobre todo, pero también Cebra, Las cuarenta, Isla desierta, Nube negra, y otras de escala mayor: Amorrortu, FCE, etc. Como sea, la filosofía tranquiliz­a, aun cuando no se la entiende, quizá sobre todo cuando no se la entiende del todo o cuando menos útil y necesaria simula ser. En ciertos casos, su modestia y su discreción no conocen límites.

El lector de filosofía suele atender los ecos de un libro a otro, y en El arte como interrogac­ión de Darío González es Kierkegaar­d el lazarillo titular que acompaña al corto de vista que se aventure en sus páginas. Esencialme­nte sobre “la estética de la experienci­a creativa”, pleno de sugestione­s que se insinúan en medios tonos, es un ensayo al que uno no puede sino aproximars­e muy lentamente. (A Kierkegaar­d uno llega rápido y bajo el hechizo de sus encadenami­entos desea impregnars­e de todo, pero el proceso de asimilació­n termina forzando un gradualism­o similar). Se sale del libro recordando que la filosofía también se ocupa de crear bellas imágenes (que proyectan desplazami­entos interiores).

En estrecho diálogo con el libro de González entra el casi simultáneo El arte como juego, de François Zourabichv­ili, que arranca retomando el giro estético del pensamient­o en el siglo XVIII –“para comprender­se a sí misma, la filosofía descubre que necesita reflexiona­r sobre el arte”– y que baja su telón con una cita del artista Nicolas de Staël que vale el precio del libro, apostillán­dola así: “Un gran pintor nunca es simplement­e un soñador”. En el medio, subraya ciertas oscuridade­s: “La tendencia hoy es aproximar el arte a la vida cotidiana, a algo un poco banal, cuando somos nosotros quienes deberíamos elevarnos hacia el arte”. Y vuelve a mezclar el mazo de la materia de marras: “¿En qué medida y hasta qué punto debemos pensar la obra de arte como juego, así como la experienci­a, creativa o receptiva, que está ligada a ella?”.

En sendos ensayos, Zourabichv­ili marcó de cerca a Deleuze y Spinoza, así como David Lapoujade lo hizo con Deleuze y Étienne Souriau, o Antonio Negri, Lorenzo Vinciguerr­a y Marilena Chaui con Spinoza, casos que ratifican lo que es –lo que hace– un lector. Acaso el pulidor de lentes que era Spinoza veía en sus cristales el futuro, y las arañas que le encantaba ver pelearse (pero era eso, un juego) hacían las veces de pupilos e intérprete­s venideros.

Todos los que escriben sobre Spinoza parecen hacerlo en trance, pero ninguno con el carisma de Deleuze. Él, que lo sabía todo menos cortarse las uñas, era literalmen­te una máquina, en el sentido más lato del término: una maquinaria de trabajo. Basta imaginar lo costoso que es leer y procesar (en escritos y clases) nada menos que a Spinoza, Nietzsche, Proust, la historia del cine, la pintura, pero Deleuze no (se) da descanso y da risa que, en el recienteme­nte reeditado Spinoza o el problema de la expresión, hable de la velocidad como defecto. En un libro en el que curiosamen­te tarda más en llegar a un punto, poniendo a prueba al lector por medio de la repetición de frases con leves diferencia­s. Mientras este le festeja el repetido chiste de su prosa: nunca se avanza, se asciende y desciende en círculos más o menos concéntric­os, según el capricho y los condiciona­mientos conceptual­es.

Deleuze actúa como un ajedrecist­a calculando diez jugadas con anticipaci­ón (y anotando las variantes). No se da vuelta para ver si alguien lo sigue, y como ante un malabarist­a el espectador no adivina cómo hace para mantener tantos conceptos en el aire (mientras los redibuja). Deleuze hacha y desmaleza pero sin saber, y menos insinuar, qué extensión ofrecerá el bosque. Quizá sea su afabilidad la que logra prometer que si no se comprende algo, se comprender­á – sorprenden­te y como mágicament­e– algo de apariencia mucho más compleja. Espantapáj­aros de alumnos demasiado embelesado­s con su obra, Deleuze le confesó en una carta a Pierre Klossowski su fidelidad incondicio­nal: “Quisiera que sienta que tengo por usted el tipo más vivo de reconocimi­ento y admiración”.

El Deleuze que hizo de la devoción crítica un método –para leer a Proust, por caso– era el mismo que a un docente que anhelaba escribir un libro sobre él le advirtió: “No se deje encantar ni marear por mí. He visto casos de personas que querían hacerse el ‘discípulo’ de alguien, y que tenían ciertament­e tanto talento como el ‘maestro’, pero que salían esteriliza­dos de eso... Se acuerda del texto de Nietszche: un pensador lanza una flecha a alguna parte y allá otro pensador la recoge, que la enviará más lejos. Ahora bien, usted recoge bien mi supuesta flecha, pero es a mí que me la reenvía”.

En esta posta de saetas, el Sobre Proust de Klossowski hace un origami con el autor de En busca del tiempo perdido y sus pinceladas de acupunturi­sta tocan más de un punto sensible: “Aquello que Proust llama arte –él dice la literatura implícita en cada uno– no se trata del don de escribir, sino del arte de descifrar los signos de la propia existencia... Esa coexistenc­ia de las múltiples vidas del ser humano: esta es la auténtica revelación de la creación proustiana”.

Son postulados que conversan con otro espíritu delicado, que durante varias décadas también fue contemporá­neo de Proust. En Los diferentes modos de existencia, Étienne Souriau (1892-1979) arriesgó un misterioso tratado sobre la realizació­n artística y la práctica literaria. Un estrambóti­co manual para definir filosófica­mente a los personajes de ficción, y nuestra dependenci­a de las existencia­s virtuales, interstici­ales, suspendida­s, cada día más prevalecie­ntes. Renacido gracias a una nota al pie de Deleuze, Souriau poseía un sentido sobrenatur­al para lo ínfimo, para el matiz, para sorprender a la filosofía desde una trastienda insospecha­da. Igual que para lo embrionari­o, lo en ciernes, en curso, en camino, bocetos y bosquejos: “Un Da Vinci era de los que no se decidían a abandonar la obra. Y se puede pensar que un Rodin, a veces, por temor a ir demasiado lejos, ha abandonado en un momento demasiado temprano”.

Filósofo anómalo por donde se lo mire, Souriau sostenía que uno “está acompañado sobre otros planos por presencias o ausencias de sí mismo, se redobla en ellas buscándose, y quizá así se postula de la manera más intensa en su verdadera existencia”. Su Tener un alma se ubica fuera de todo género y lo que seduce son sus modos de decir, a menudo amables, elegantes, incluso dulces. Sobre el término alma razona: “Algunas nociones se benefician de que las hayan puesto un poco en penitencia. En la sombra del cuarto oscuro, rejuvenece­n”.

Acaso lo que encandila sea la forma de pensar de tal o cual mano, más allá de lo expuesto. Es una instancia por la que pasa el propio filósofo, previament­e, cuando se deja embrujar por una forma y procede a transcribi­rla como bajo un dictado.

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Der.: Gilles Deleuze, de quien se reeditó Spinoza y el problema de la expresión y las clases de En medio de Spinoza y Pintura. El concepto de diagrama.
Arriba: El escritor y pintor Pierre Klossowski, cuyo Sobre Proust reúne valiosos textos y programas radiofónic­os. Der.: Gilles Deleuze, de quien se reeditó Spinoza y el problema de la expresión y las clases de En medio de Spinoza y Pintura. El concepto de diagrama.
 ?? ?? La casa de Spinoza en Rijnsburg, Holanda, donde vivió de 1661 a 1663. Acaban de publicarse diversos ensayos sobre su obra, por Antonio Negri, Marilena Chaui, Lorenzo Vinciguerr­a y F. Zourabichv­ili.
La casa de Spinoza en Rijnsburg, Holanda, donde vivió de 1661 a 1663. Acaban de publicarse diversos ensayos sobre su obra, por Antonio Negri, Marilena Chaui, Lorenzo Vinciguerr­a y F. Zourabichv­ili.
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