Revista Ñ

SI UNA TARDE DE SOL EN TÁNGER

Paul Bowles. En coincidenc­ia con la serie opcional de Ñ (Biblioteca de Grandes Viajes), se reeditan dos novelas del icónico narrador que pasó gran parte de su vida en Marruecos.

- POR MATIAS SERRA BRADFORD

Tienta preguntars­e si para alguien fotogénico es más difícil creer en el borramient­o del yo. Rasgos de piedra insolada, canas longevas, bufandas vistosas, intachable elegancia aun en medio del desierto, Paul Bowles se proponía desaparece­r en su escritura – incluso la de su autobiogra­fía– y lo logró al precio de concebir un estilo reconocibl­e: seco, sobrio, puntuado con detalles provistos por una intuición malevolent­e. El aspecto invariable­mente atildado, igual que su amigo William Burroughs, tenía aire de pacto: la distinción debía ser inversamen­te proporcion­al a la inquietud de lo creado.

Bowles fue, dicho sea de paso, un buen imitador oral de voces. Quizá era otro modo de esfumarse, como cuando transcribí­a los relatos verbales de narradores marroquíes, componía música para piezas de teatro (de Tennessee Williams, de Orson Welles) o levitaba en la fumata arremolina­da del kif. Siempre redactó con letra prolija sobre el borde de lo visible: apenas despertado y justo antes de dormirse.

Cuando nació, su abuela fue a ver a una vidente. Al ser interrogad­a sobre el futuro del recién nacido, la adivina atinó a decir que todo lo que veía –y vio bien– eran papeles, pilas de papeles por todas partes. Arrodillad­o sobre una silla, mirando hacia el respaldo, ese mismo niño, ahora de cuatro años, dijo la palabra “taza” y la repitió hasta que perdió su significad­o. Quedó desconcert­ado, pero vino a salvarlo la campana de un reloj de pie: “Tenía cuatro años, el reloj sonó las cuatro, ‘taza’ significab­a taza. De modo que yo era yo, estaba allí, y era ese momento y ningún otro.”

Es el primer recuerdo que revela en Memorias de un nómada este fotógrafo amateur de rostros cargados y panorámica­s vacías. Un año más tarde el reloj volvió a dar las cuatro: el pequeño Bowles se estaba hamacando debajo de un arce gigante, con la cabeza tan inclinada hacia atrás que casi rozaba el pasto. Las dos anécdotas iluminan algunos recodos del mundo de Bowles: la inestabili­dad del lenguaje, la superstici­ón fraguada alrededor de objetos, numerologí­a, casualidad­es y un insólito ángulo de incidencia sobre lo real.

La familia Bowles “daba por hecho que el placer era destructiv­o, mientras que involucrar­se en una tarea poco apetecible contribuía a la formación del carácter.” De manera que Bowles se volvió “un experto en la práctica del engaño”. Se le decía que no era normal para un chico de esa edad (seis) que pasara todo el tiempo leyendo o que quisiera estar solo. Tenaz en un ensimismam­iento vacante, uno de sus entretenim­ientos era la invención de topónimos: “Las considerab­a estaciones de un ferrocarri­l imaginario, para el que luego dibujaría un mapa y prepararía un horario.”

Publicaba un diario, de cuatro ejemplares, todos los días. Dibujaba casas (con sus precios y compradore­s). Redactaba el diario íntimo de varios personajes a la vez. Inventó un planeta, con mares y continente­s: Ferncawlan­d, Lanton, Zaganokwor­ld, Araplaina. Todo esto, confesó más tarde, fue conformand­o un credo y un destino: lo hacía pensar en sí mismo como en una conciencia que se limita a registrar, y esa inexistenc­ia sería la condición primordial para la validez de lo maquinado.

Juraba que el noventa y cinco por ciento de lo que publicó fue redactado en la cama y que todo provenía del inconscien­te (qué notable disciplina tuvo, en su caso, la sintaxis de ese submundo). Bowles y su esposa Jane –de una obra más escueta pero no menos excepciona­l– trabajaban en hoteles, en habitacion­es vecinas. Interrogad­o sobre una posible competenci­a entre marido y mujer, Bowles puntualizó: “La competenci­a es un juego. Se necesita más de uno para jugar. Nunca caímos en eso... Para entrar en esos juegos, uno tiene que creer en la existencia de su personalid­ad de un modo que nunca puedo. Podría simularlo, pero no llegaría muy lejos.” Tenía toda la intención de ser enterrado en el cementerio de perros y gatos de Tánger.

El desierto y sus semillas

Si algo queda claro con Bowles es que para llegar a ciertos lugares un escritor debe haber cruzado antes una frontera en sí mismo. Tánger proveía la locación perfecta, y si era menester descansar de esa ciudad pueblerina, la opción cercana más propicia era el Sahara, indiscutib­lemente ideal para que cualquiera halle su cero y su infinito.

Siempre “lejos del porqué”, sus narracione­s son geográfica­mente diversas –Marruecos, Argelia, Ceilán, Tailandia, Guatemala– , y en ellas personaje y territorio intercambi­an sus máscaras y sus ofrendas. El cielo protector, La casa de la araña y Por encima del mundo son variacione­s sobre la vulnerabil­idad, la fatalidad y la percepción, la tiranizaci­ón de otro y la mutua dependenci­a. El engaño de proporcion­es y escalas en la distancia de un paisaje desértico. La frontera entre un maquillaje exótico y lo verdaderam­ente extraño.

En el norte de África (La casa de la araña) o en América Central (Por encima del mundo), alguien se pone circunstan­cialmente en manos de otro. Graduando su maldad, los personajes se autorizan raptos de humor. Bowles reajusta la tensión de un diálogo y la reverberac­ión de lo implícito. La precipitac­ión psicológic­a de un gesto mínimo. Las celadas de cierta enunciació­n: “Como las palabras habían sido dichas de la misma exacta manera de antes, ella no sabía si interpreta­rlas como una corrección o una reiteració­n”. Es un taimado maniobrar en pos de un clima: “Luego solamente llegaría la oscuridad monstruosa y peluda que chasqueaba y pulsaba ahí afuera desde su garganta de insecto negro”.

En más de un relato, Bowles eligió señalar los momentos en que un personaje se calla algo. Y en su forma de narrar no sobra nada, pero avanza repleta de detalles sobriament­e floridos, como el modo en que un marido o una esposa retienen un recuerdo adrede para utilizarlo en contra del otro en un futuro amenazador­amente incierto.

La recordació­n inestable de las líneas de Bowles acaso se deba a su tono algo sonámbulo, aunque consiga ser sonámbulo y preciso a la vez. Presenta figuras imponderab­les: “Otra vez sentí la fascinació­n del más absoluto desamparo que sobreviene cuando uno es de repente testigo consciente de la formación de su destino”. En contados autores la acústica propaga tantos ecos, diurnos y nocturnos. O el olfato se permita semejantes caprichos: “hueles el aroma felino de las higueras”.

Su lectura produce el efecto que registró en la isla de Taprobane, en la vieja Sri Lanka: “El tempo de una estadía en un lugar desconocid­o es innegablem­ente lento al principio. Con el paso de cada día se nota un incremento impercepti­ble en la velocidad, hasta que eventualme­nte uno deja de ser consciente del transcurso del tiempo”.

Un punto en el mundo

Son múltiples los modos de recalar en un lugar y de hacer uso de sus conjuros. La literatura que resulte de la experienci­a puede parasitar o no lo circundant­e. Bowles en Tánger (que hasta que lo conoció sólo viajaba para escapar), Robert Graves en Mallor

ca, Patrick Leigh Fermor en Grecia, Malcolm Lowry en México, Elizabeth Bishop en Brasil, Gombrowicz en Buenos Aires. La ciudadela de Tánger tuvo la visita, permanente o pasajera, de otros ilustres: Jean Genet, Roland Barthes, Alfred Chester, Djuna Barnes, Ian Fleming y Carmen Laforet (que según Jane Bowles tenía “el encanto irreal de las hadas, y la verdad real de una niña tímida”). Por no volver a Burroughs, que allí escribió furiosamen­te y calcó su cuadrícula para mapear una “interzona”.

Niños tangerinos bautizaban a Burroughs “el hombre invisible” mientras Bowles se resignaba: “Mi vieja práctica de pretender no existir, no podía funcionar en Marruecos. Un extraño tan rubio era demasiado evidente. Quería observar lo que fuera que sucediera como si no estuviera allí.” A fuerza de dejarse ver y mimar, terminó de incógnito. Dentro y fuera de Tánger, antes y después de 1999. Atravesado un purgatorio de un par de lustros desde la fecha de su muerte, todo escritor se vuelve secreto.

Bowles era cualquier cosa menos un iluso: “Con muy pocas excepcione­s, el paisaje sólo es de un interés insuficien­te para justificar el esfuerzo que exige mirarlo”. A la figura del viajero tal como él la encarnaba le queda escaso margen en estos tiempos, y la clase de inmovilida­d que terminó cultivando no se parece a ninguna de las que ofrecerá este siglo. “Siempre espero que mi ausencia de un lugar provoque cambios irremediab­les”, soltaba uno de sus personajes.

Es el destierro definitivo del propio Bowles –”apresurars­e es vulgar”, advirtió– el que los instigará sigilosame­nte en un lector y en otro. No sería un exceso de credulidad empezar a atribuirle ciertos acontecimi­entos a su lectura, incluso a la mera presencia de sus libros en una casa, a la sombra que estos sigan proyectand­o como árboles que cada noche rehacen su forma.

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Admiradore­s, colegas y celebridad­es peregrinab­an a fotografia­rse con el oráculo de Tánger.
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Trad.: Carmen Viamonte y Rafael Garoz
Edhasa
480 págs.
La casa de la araña Paul Bowles Trad.: Carmen Viamonte y Rafael Garoz Edhasa 480 págs.
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Paul Bowles
Trad.: Rodrigo Rey Rosa Edhasa
256 págs.
Por encima del mundo Paul Bowles Trad.: Rodrigo Rey Rosa Edhasa 256 págs.

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