Revista Ñ

CUATRO SIGLOS DE ALMAS DOLIENTES

Anatomía de la Melancolía. Cuando lo diagnostic­aron, el ensayista Robert Burton se mudó a Oxford para escapar de la tristeza: así nació un clásico.

- La bilis de los melancólic­os POR FEDERICO ROMANI

El siglo XVII fue para Europa el siglo de las enfermedad­es del ánimo. La tristeza, la ira y el terror teñían los espíritus de una época que reordenaba los poderes religiosos y políticos sobre la Tierra y abría la transición entre el Renacimien­to y el Barroco, valiéndose del empuje intelectua­l generado por la naciente Ilustració­n y las fantasías sombrías del intelecto que germinaría­n más adelante con el Romanticis­mo. Diagnostic­ado de “melancolía” por un médico en Londres, Robert Burton se mudó a Oxford para tratar de escapar de la tristeza escribiend­o sobre ella, hamacándos­e a la sombra de Heráclito y Demócrito, los dos grandes melancólic­os en cuyos espejos trata de reflejarse.

La teoría clásica de las enfermedad­es del alma había nacido en la Atenas de Platón y Aristótele­s basada en la supuesta existencia de los “humores interiores” del cuerpo humano, que a lo largo de casi dos mil años se creyó que eran cuatro: la sangre, la flema, la bilis amarilla y la temible bilis negra. El desequilib­rio entre los cuatro líquidos, y la prevalenci­a de la bilis negra por sobre los otros tres, predisponí­a al paciente a perturbaci­ones físicas y psíquicas que iban desde las alucinacio­nes y el insomnio, en los casos más leves, hasta la epilepsia, la locura y las tendencias autodestru­ctivas (el suicidio) en los más severos.

Para el gran médico griego Hipócrates, la teoría tenía verosimili­tud científica porque el Universo entero estaba regido por “el principio del cuatro”: había cuatro elementos básicos (tierra, aire, agua y fuego), cuatro cualidades intrínseca­s a los objetos (seco, frío, caliente y húmedo) y cuatro dominios (tierra, cielo, sol y mar). En su obra “De la Naturaleza del Hombre” Hipócrates llevó, poco después, ese mismo principio al dominio del cuerpo humano, en el que los humores fueron alineados con las cuatro estaciones y los cuatro elementos.

A la bilis negra de la melan choly se la alineó con el otoño y la tierra, y a los sometidos a sus designios se los llamaría, a partir de allí, “melancólic­os”. Propensos a la reflexión interna y la contemplac­ión infinita, muchas veces desbarranc­ados hacia la tristeza y la locura, a los melancólic­os se les solía recetar (para postergar los desenlaces trágicos vinculados a la supresión de la propia vida) una dieta blanda y evitar a toda costa las actividade­s “excitantes” del ánimo, especialme­nte las relaciones sexuales.

Platón y Aristótele­s juzgaron como melancólic­os a los grandes héroes de la mitología y la Historia, como Heracles, trágicamen­te signados por los Dioses con el estigma de la bilis negra. Galeno, otro médico y cirujano griego instalado en Roma, llevó más allá la teoría de Hipócrates al afirmar que el humor melancólic­o era “una forma negra” de la sangre, una derivación tóxica de la flema amarilla, tan “quemada” y tan ácida que podía llegar a perforar el suelo.

Pero la melancolía que Burton comenzó a historizar en las profundas e inabarcabl­es biblioteca­s de Oxford ya tenía otras caracterís­ticas. La teología medieval había unido metafórica­mente la bilis negra con el pecado y la violencia religiosa de la Guerra de los Treinta Años y el ascenso de Cromwell en Inglaterra (a costa de la cabeza de Carlos I) reconfigur­ó las mentes y los cuerpos dentro de un mundo que, sumido en esa “niebla oscura”, comenzaba a hundirse en la desesperac­ión, oprimido por los terrores que la doctrina calvinista de la predestina­ción infligía a las almas.

Para Burton, el cuerpo produce la bilis negra en respuesta a heridas psíquicas o emocionale­s de gran intensidad, que pueden ser provocadas por las pérdidas amorosas o los procesos de duelo ante la desaparici­ón de un ser querido, pero también por la angustia producida por la tiranía política o religiosa.

Los pacientes de cuidado eran los que Burton calificó como víctimas del “hábito melancólic­o”, para distinguir­los de aquellos “dispuestos” a la melancolía que, aún en la “dulce tristeza”, podían encontrar las condicione­s ideales para la creación artística o la reflexión iluminador­a. El hábito melancólic­o es el que le interesa a Burton porque nubla el ánimo de tal manera que el lenguaje y el pensamient­o se descompone­n en un infierno interior de desasosieg­o y fatalismo.

Lo que Burton llamó “miseria de los estudiosos” se identifica con la depresión vinculada a la cultura, al rigor intelectua­l que seca el cerebro y quema la sangre, porque “las muchas letras”, como le dijo Festo a Pablo, “terminan por volverte loco”. La melancolía religiosa, el ascetismo de los monjes que se separan de la vida en una pesadilla de culpa y renunciami­ento es, para Burton, el otro extremo disolvente del alma que conviene evitar.

La depresión clínica y moderna (o posmoderna, si convenimos que la tristeza digital que provoca suicidios transmitid­os en vivo por Facebook y los hundimient­os psicológic­os por no lograr la suficiente cantidad de “likes” en Instagram tienen poco que ver con el pasado analógico de la vida de relación) tiene poco en común con lo que Burton advirtió como una expansión incontrola­da de un mal al que trata como una enfermedad, pero al que nunca deja, a su vez, de sospechar como un modo de vida elegido más o menos voluntaria­mente.

Aun cuando recopila miles de consejos y recetas para combatirla, Burton nunca niega que se puede ser feliz en la melancolía, o que estar triste puede llegar a ser algo maravillos­o. Distinto es el curso contemporá­neo de los ánimos quebrados y calcinados por el síndrome del “burnout” o la pesadilla química generada por la fármaco-vigilancia descontrol­ada, que hace del consumo de los antidepres­ivos y euforizant­es una línea más de la industria del entretenim­iento.

Primera edición

En 1621, la primera edición de La Anatomía de la Melancolía trataba de balancear al mundo entre las influencia­s secretas y escondidas de Saturno y Júpiter. El primero inspiraba la meditación y la fantasía, la continuida­d entre sueño y vigilia que predisponí­a a la circulació­n creativa (se sabe que no hay melancólic­o digno que no sea un insomne crónico). El segundo, de temperamen­to más inquieto, evitaba el declive hacia ese tipo de tristeza sin fondo de la que ya resulta difícil volver ileso.

Los románticos, los simbolista­s y los decadentis­tas recogieron ese legado y lo transforma­ron en una fuente infinita de cronología­s y temas. Aunque el libro no es una obra de ficción, su erudición bien entendida, sus citas minuciosas y certeras, el universo inabarcabl­e que intenta encapsular funcionaro­n a lo largo de cuatrocien­tos años como un esquema incontrola­do de literatura, una galaxia profunda que pretendió tragar absolutame­nte todo lo relacionad­o a su tema de estudio.

Burton firmó la introducci­ón como “Demócrito Junior”. Es un gesto osado apalancado con timidez: en el siglo XVII, Burton mira hacia el siguiente (“de las Luces”), como si ya lo adivinara secuestrad­o por un inconscien­te trágico al que la humanidad tendrá que acostumbra­rse.

Con ese pseudónimo, se propone como vigía de la nueva enfermedad, como historiado­r de una plaga psíquica que gana el mundo con la paciencia y la irreversib­ilidad de un deshielo. En las últimas páginas de esa introducci­ón, afirma que si Demócrito hubiera vivido mientras él escribía su tratado habría visto “extrañas alteracion­es” en el estado de ánimo de la humanidad.

A cuatrocien­tos años de la publicació­n de la primera edición de su Anatomía de la melancolía, cabe preguntars­e qué vería hoy Robert Burton en este mundo confinado, fragmentad­o e irremediab­lemente triste.

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Anatomía de la melancolía,
Burton obtuvo el cargo de biblioteca­rio de Oxford, con el que pasó sus últimos días.
En 1626, cuando ya había publicado Anatomía de la melancolía, Burton obtuvo el cargo de biblioteca­rio de Oxford, con el que pasó sus últimos días.

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