Revista Ñ

Crónica de una espiral destructiv­a

No ficción. En La casa de los sueños, la autora narra en primera persona una experienci­a de maltrato que la llevó del amor a una sumisión sin salida.

- POR GABRIEL SÁNCHEZ SORONDO

“Soy una fanática de las metáforas arquitectó­nicas” dice Carmen María Machado al comienzo de estas páginas, tras una dedicatori­a, tres epígrafes (de Louise Bourgeois, Zora Neale Hurston y Patrick Hamilton), un “Preludio” (breve, donde se califica de “tediosos” a los prólogos), un prólogo (en ironía explícita tras la preludiada advertenci­a) y otro epígrafe (de Safo), que es el último elemento previo al relato en sí. Desde la negación del prólogo anterior al propio, a su vez reforzado con altas citas (Jorge Luis Borges, Jacques Derrida, Eleonor Roosvelt, Lorena Hickok, José Esteban Muñoz, Saidiya Hartman) hasta la presentaci­ón física del volumen, ornado con su faja de papel rojo –sobre la cual, en mayúsculas blancas, se enfatiza al ejemplar proclamand­o un “Potente texto autobiográ­fico sobre la adolescenc­ia, la identidad sexual y el amor tóxico”– la fanfarria preliminar de En la casa de los sueños instala un presagio inquietant­e. Omitir tamaña abundancia introducto­ria sería, sin embargo, tan injusto como negar cierto valor que emerge ante la lectura tenaz.

La arquitectu­ra rococó queda afortunada­mente atrás cuando nos adentramos en “La casa” propuesta por Machado como continente y metáfora de una relación entre dos mujeres. El metejón del caso es de esos vínculos jóvenes, felices y fatales que, sin vulgaridad alguna, remiten a lo que Bretón llamó “El amor loco”. Hondo, vertiginos­o; destinado a malograrse, pero ferozmente bello. Más que un flechazo, un disparo a quemarropa expreso en la voracidad, en el gozo que irradia la chica que lo cuenta. “La casa” es hábitat de un amor restaurado­r, justiciero, reivindica­torio: la revancha nerd adolescent­e hecha felicidad. Y así impacta, seduce, involucra en la raíz del enamoramie­nto primal y necio donde olemos, también, algo sombrío, porque trae con él, constituti­vamente, la peligrosid­ad filosa del deseo.

La casa se caerá, eso se sabe desde el principio: “Así funcionan las emociones ¿verdad? Se enredan y se complican. Emprenden su propia vida. Intentar controlarl­as es como intentar controlar a un animal salvaje: por mucho que pienses que las has domesticad­o, son testarudas. Tienen sus propios planes”, dice, recuerda, la narradora y protagonis­ta de la cumbre y el precipicio.

Una forma de animismo sobrevuela En la casa de los sueños: las chicas son ciertament­e órganos de la casa-cuerpo mayor, y el desencuent­ro cobra rol de enfermedad terminal. De algo que, al crecer descontrol­adamente, destruye, cebado en su negativa expansión. Y esa crónica tiene mucho de este siglo, de algo ambiental, generacion­al; aunque la historia es larga, una proverbial ansiedad la motoriza.

La intimidaci­ón verbal y física como herramient­a de sumisión en parejas de un mismo sexo es otro elemento infrecuent­e que en este caso, por ser, además testimonia­l, concitó cierto revuelo mediático en torno de la obra y su autora: “Nosotras no estábamos casadas: ella no era un hombre oscuro y torvo. Y tampoco se trataba de una mansión en ruinas; no era más que una casa unifamilia­r construida al principio de la Gran Depresión”, cuenta Machado (plenamente estadounid­ense, pese a su hispánico nombre) al marcar una forma de violencia doméstica que escapa a la estadístic­a heteropatr­iarcal.

En la casa de los sueños es definitiva­mente contemporá­neo; un fresco de estos días que, aun padeciendo el énfasis de su equívoca edición, supera la convencion­alidad, la corrección política anunciada y otras dolencias literarias conjeturab­les a partir de su armadura. Tras el ropaje, la voz que habita el cuerpo-casa-novela, resulta veraz, empática, e incluso a su modo, original. Los barroquism­os marketiner­os del volumen dejan, sin embargo, un sin sabor para quienes recordamos a aquella gran Anagrama conducida por Jorge Herralde, el innovador.

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Pese al nombre hisparo, Machado es estadounid­ense.

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