Crónica de una espiral destructiva
No ficción. En La casa de los sueños, la autora narra en primera persona una experiencia de maltrato que la llevó del amor a una sumisión sin salida.
“Soy una fanática de las metáforas arquitectónicas” dice Carmen María Machado al comienzo de estas páginas, tras una dedicatoria, tres epígrafes (de Louise Bourgeois, Zora Neale Hurston y Patrick Hamilton), un “Preludio” (breve, donde se califica de “tediosos” a los prólogos), un prólogo (en ironía explícita tras la preludiada advertencia) y otro epígrafe (de Safo), que es el último elemento previo al relato en sí. Desde la negación del prólogo anterior al propio, a su vez reforzado con altas citas (Jorge Luis Borges, Jacques Derrida, Eleonor Roosvelt, Lorena Hickok, José Esteban Muñoz, Saidiya Hartman) hasta la presentación física del volumen, ornado con su faja de papel rojo –sobre la cual, en mayúsculas blancas, se enfatiza al ejemplar proclamando un “Potente texto autobiográfico sobre la adolescencia, la identidad sexual y el amor tóxico”– la fanfarria preliminar de En la casa de los sueños instala un presagio inquietante. Omitir tamaña abundancia introductoria sería, sin embargo, tan injusto como negar cierto valor que emerge ante la lectura tenaz.
La arquitectura rococó queda afortunadamente atrás cuando nos adentramos en “La casa” propuesta por Machado como continente y metáfora de una relación entre dos mujeres. El metejón del caso es de esos vínculos jóvenes, felices y fatales que, sin vulgaridad alguna, remiten a lo que Bretón llamó “El amor loco”. Hondo, vertiginoso; destinado a malograrse, pero ferozmente bello. Más que un flechazo, un disparo a quemarropa expreso en la voracidad, en el gozo que irradia la chica que lo cuenta. “La casa” es hábitat de un amor restaurador, justiciero, reivindicatorio: la revancha nerd adolescente hecha felicidad. Y así impacta, seduce, involucra en la raíz del enamoramiento primal y necio donde olemos, también, algo sombrío, porque trae con él, constitutivamente, la peligrosidad filosa del deseo.
La casa se caerá, eso se sabe desde el principio: “Así funcionan las emociones ¿verdad? Se enredan y se complican. Emprenden su propia vida. Intentar controlarlas es como intentar controlar a un animal salvaje: por mucho que pienses que las has domesticado, son testarudas. Tienen sus propios planes”, dice, recuerda, la narradora y protagonista de la cumbre y el precipicio.
Una forma de animismo sobrevuela En la casa de los sueños: las chicas son ciertamente órganos de la casa-cuerpo mayor, y el desencuentro cobra rol de enfermedad terminal. De algo que, al crecer descontroladamente, destruye, cebado en su negativa expansión. Y esa crónica tiene mucho de este siglo, de algo ambiental, generacional; aunque la historia es larga, una proverbial ansiedad la motoriza.
La intimidación verbal y física como herramienta de sumisión en parejas de un mismo sexo es otro elemento infrecuente que en este caso, por ser, además testimonial, concitó cierto revuelo mediático en torno de la obra y su autora: “Nosotras no estábamos casadas: ella no era un hombre oscuro y torvo. Y tampoco se trataba de una mansión en ruinas; no era más que una casa unifamiliar construida al principio de la Gran Depresión”, cuenta Machado (plenamente estadounidense, pese a su hispánico nombre) al marcar una forma de violencia doméstica que escapa a la estadística heteropatriarcal.
En la casa de los sueños es definitivamente contemporáneo; un fresco de estos días que, aun padeciendo el énfasis de su equívoca edición, supera la convencionalidad, la corrección política anunciada y otras dolencias literarias conjeturables a partir de su armadura. Tras el ropaje, la voz que habita el cuerpo-casa-novela, resulta veraz, empática, e incluso a su modo, original. Los barroquismos marketineros del volumen dejan, sin embargo, un sin sabor para quienes recordamos a aquella gran Anagrama conducida por Jorge Herralde, el innovador.