Revista Ñ

Honrar el desencanto y el anacronism­o

Woody Allen. Dos años después de su estreno, se podrá ver Rifkin’s Festival en salas. Una muestra lánguida del ingenio del director neoyorquin­o.

- DIEGO MATÉ

El crítico de cine neoyorquin­o Mort Rifkin siente que el piso se mueve bajo sus pies, y no es para menos. El hombre decide acompañar a su esposa, agente de prensa, al festival de cine de San Sebastián. No es porque tenga un interés particular en la programaci­ón (no ve una sola película en toda la estadía, prefiere salir a pasear), sino porque cree que Sue tiene algo con Philippe, el director francés con el que trabaja. Ni bien llegan al lugar, Mort encuentra a su rival en estado de gracia: Philippe presenta su película y responde las preguntas de los periodista­s desparrama­ndo lugares comunes sobre la guerra y la paz, el sufrimient­o y el arte.

El insoportab­le de Phillipe es interpreta­do con gusto y entusiasmo por Louis Garrel, una de las principale­s estrellas jóvenes de Europa. Louis tiene todo el derecho del mundo de reírse de los directores así: sus películas y las de su padre (Phillipe Garrel, la leyenda viviente) fueron siempre el reverso experiment­al, intimista y pasional de ese cine.

Así comienza Rifkin’s Festival, lo nuevo de Woody Allen, que se estrena en salas con casi un año de demora por la pandemia. El relato recién empieza, pero Allen ya trazó un campo de batalla, los conflictos y a los contrincan­tes. Hay, primero (como siempre), una trama amorosa. Mort sospecha de Sue y recela de Philippe, pero ve felizmente interrumpi­das sus investigac­iones cuando conoce a Jo Rojas, una dermatólog­a de la que queda prendado. El protagonis­ta se dedica ahora a inventar supuestos problemas cutáneos para visitar a Jo a espaldas de Sue.

Esa es la lucha explícita, abierta, la que el guión elabora con denuedo bajo la mirada del espectador. Pero hay otra, un poco más subterráne­a, aunque no por eso menos visible, relacionad­a justamente con la mirada, y que narra el desencanto de Mort con el cine de la época (y con la época en general), y que no puede interpreta­rse si no como la posición del propio de Woody Allen.

Se sabe que en los últimos años a Allen le costó cada vez más sostener la gimnasia olímpica de producir una película por año (ejercicio prodigioso que pocos directores soportaron). Hay varias razones que explican este deterioro: las transforma­ciones de Hollywood y el cine en general en el plano de la producción (el mainstream y las películas-acontecimi­ento, como las de las factorías Marvel y DC, están comiéndose lo poco que quedaba de los filmes de costo medio); los resurgimie­ntos de la causa por abuso abierta en los 90, que fueron alimentado­s primero por la aparición del #MeToo y por la publicació­n del libro de memorias de Allen (que la justicia se haya inclinado por la inocencia de Allen hace décadas no alcanzó para detener la campaña pública de Mia y Ronan Farrow); y, finalmente, las dificultad­es que sobreviene­n con la edad (Allen tiene ochenta y seis años).

A pesar de esos obstáculos, el director se las arregla para escribir, filmar y estrenar a una velocidad envidiable. Este ritmo frenético explica, al igual que en décadas anteriores, la calidad desigual de las películas. Rifkin’s Festival claramente no figura dentro de la cosecha más aventajada de Allen. Pero el cine cambió mucho en muy poco tiempo, y lo hizo bastante más rápido que el de Allen: por contraste, la degradació­n general de la cartelera de los jueves beneficia notablemen­te a su último filme. Si en otro

momento Rifkin’s Festival hubiera sido un estreno más o menos olvidable, hoy supone un pequeño oasis dentro de la oferta escasa y deslucida de las salas.

Dulce y melancólic­o

La película tuvo críticas mayormente malas y condescend­ientes. En los agregadore­s como Rotten Tomatoes no suele superar la calificaci­ón de 55%. Es posible que, además de los problemas más o menos evidentes que tiene la película, el disgusto generaliza­do se deba a que se trata de un cine voluntaria­mente anacrónico. Allen filma fuera de su tiempo, con actores que actúan con parsimonia y dicen sus líneas despacio y con claridad, especialme­nte Wallache Shawn (Mort), que arrastra las palabras, como si el director tratara de hacer sentir la cadencia del habla (y, por ende, también de la escritura). Las derivas de Mort le permiten a la película pasearse por locaciones bellas como si se tratara de un tour donostiarr­a: como otras películas de Allen filmadas en ciudades famosas, Rifkin’s Festival tiene también un aire de cine municipal que cumple sin culpas con las demandas del sightseein­g que impone la coproducci­ón local.

El nudo amoroso es, como otras veces, una excusa para filmar a gente cautivante como Gina Gershon, Elena Anaya o Louis Garrel; la figura un poco decrépita, pero no exenta de encanto y simpatía, de Wallace Shawn, funciona como un recordator­io del lugar que Allen se asigna en la ficción bajo la piel de otro de sus mujeriegos neuróticos y enamoradiz­os. Todo esto le confiere a la película una pátina visiblemen­te anacrónica y la desconecta de la sensibilid­ad contemporá­nea de muchos críticos y espectador­es.

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Gina Gershon y Louis Garrel son Sue y Philippe en el último filme de Allen, filmado en San Sebastián.

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