Unos cuantos libros conducen a Roma
Biblioteca Vaticana. Mediante la digitalización, la prestigiosa institución reduce la distancia entre sus obras y los profesores y universitarios.
El 13 de abril de 1923, el prelado francés Eugenio Tisserant y su asistente zarparon de la ciudad portuaria italiana de Trieste para comprar libros. Al año siguiente, tras recorrer librerías y colecciones privadas repartidas por todo Oriente Medio y Europa, regresaron con 2.700 volúmenes, y así nació la biblioteca del Pontificio Instituto Oriental, escuela de posgrado dedicada al estudio de la rama oriental del cristianismo.
“Estuve encaramado en una escalera, entre el polvo y el calor”, recordaba Tisserant sobre su estancia en Constantinopla. A los estudiosos de la Iglesia de hoy día esa tarea les resulta mucho más fácil. Algunos textos del instituto de Roma, que llegaron a sumar unas 200.000 obras, acaban de ser digitalizados y estarán al alcance del público mundial, sin necesidad de viajes ni escaleras. Las primeras versiones digitalizadas estarán a disposición del público a mediados de 2022, producto de una iniciativa que puso en contacto al instituto con empresas tecnológicas de EE.UU. y Alemania.
Las compañías comprendieron de inmediato el valor del proyecto. Muchos libros proceden de países como Siria, Líbano e Irak, donde la guerra y otros disturbios ponen en peligro colecciones enteras. Otros proceden de países donde la censura autoritaria era una amenaza. “No somos un hospital, no estamos en los campos de Siria”, dicen sus autoridades, “pero tenemos alumnos que vienen de allí y estudian aquí porque nuestros recursos no han sido destruidos por la guerra”.
Aunque la mayoría de los títulos del instituto no son reconocibles para el público general, son preciosos para los estudiosos. Sus volúmenes cubren todo el espectro del cristianismo oriental, que engloba las tradiciones y confesiones que se desarrollaron en los primeros siglos de la Iglesia en Jerusalén y Oriente Medio, y que se extendieron por Grecia, Turquía y Europa oriental, hacia el norte hasta Rusia, hacia el sur hasta Egipto y Etiopía, y hacia el este hasta la India. Fabio Tassone, director de la biblioteca, dijo que se escanearon con prioridad los libros más demandados, que tratan de la liturgia oriental y el estudio de los primeros escritores cristianos de las iglesias orientales. Se digitalizaron hasta ahora unos 500 volúmenes, con planes de continuar el proceso a futuro.
Los esfuerzos de Tisserant por comprar libros reflejan la amplitud de la misión del instituto y la profundidad de su compromiso. En 1923, su asistente, el sacerdote católico oriental Cyrille Korolevskij, partió hacia Rumania, Transilvania, Hungría y Polonia, antes de llegar finalmente a Vilna, la capital de Lituania. “Esperaba llegar a Bosnia, pero se vio obligado a renunciar”, recordaba Tisserant en una carta escrita en 1955, momento en el que ya era una estrella en ascenso. Tisserant pasó a dirigir la Biblioteca Vaticana y, como decano del Colegio Cardenalicio, presidió más tarde las misas fúnebres del papa Pío XII en 1958 y del papa Juan XXIII en 1963.
Muchos libros que el instituto llegó a reunir procedían de países que formaban parte de la Unión Soviética. En consecuencia, la biblioteca cuenta con algunas joyas inesperadas, como una colección completa de los diarios Izvestia y Pravda del periodo soviético, que incluyen números que no se pueden encontrar en Rusia, dijo Tassone, “porque los hicieron desaparecer”. El instituto, que está elaborando un programa de tarifas para el acceso a los volúmenes digitalizados, seguirá escaneando la colección incluso después de que sus socios solidarios se hayan ido.
La pandemia ha puesto de manifiesto el valor del proyecto. Lejla Demiri, que ocupa la cátedra de doctrina islámica en la Universidad de Tubinga (Alemania), escribió en un correo electrónico que los dos años de confinamientos y cuarentenas habían demostrado “lo crucial que es tener acceso digital a las fuentes académicas”.