Revista Ñ

Aquí es donde vive la serpiente

Poemas. Wallace Stevens fue uno de los versificad­ores más inteligent­es, originales e influyente­s del siglo veinte. Dos textos suyos bastan como entrada a un mundo que parece creado por un encantador de ofidios

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De Las auroras de otoño (1950)

I

Aquí es donde vive la serpiente, la sin cuerpo. Su cabeza es aire. En cada cielo, por la noche, debajo de su cola se abren ojos que nos miran.

¿O esto es otro culebrear fuera del huevo, otra imagen al final de la caverna, otra sin cuerpo para la vieja piel?

Aquí es donde vive la serpiente. Éste es su nido, estos campos, estas colinas, estas teñidas distancias, y los pinos encima, ya lo largo y al costado del mar.

Esto es forma engullendo lo informe, piel relampague­ando hacia desaparici­ones anheladas, y el cuerpo de la serpiente relampague­ando sin piel.

Ésta es la altura emergiendo y su base estas luces pueden finalmente alcanzar un polo en la semi cerrada medianoche y encontrar la serpiente allí,

en otro nido, el amo del laberinto de cuerpo y aire e imágenes y formas, inexorable­mente en posesión de la felicidad.

Éste es su veneno: que hemos de desconfiar incluso de esto. Sus meditacion­es en los helechos, cuando se movía tan apenas para estar segura del sol,

nos hizo no menos seguros. Vimos en su cabeza, anillada de negro sobre la roca, el animal moteado, la hierba móvil, el Indio en su claro del bosque.

VIII

Siempre puede haber un tiempo de inocencia. Nunca existe un lugar. O si no existe un tiempo, si no es cosa de tiempo, ni de espacio,

existiendo, a solas, en su idea, en un sentido contra la calamidad, no es por ello menos real. Para el filósofo más frío y más anciano

hay o debe de haber un tiempo de inocencia como puro principio. Su naturaleza es su fin, que debería ser y no ser a un tiempo, una cosa

que estimula la piedad de un hombre piadoso, como un libro al atardecer, hermoso pero falso. como un libro al alba, hermoso y verdadero.

Es como una cosa de éter que existe casi como predicado. Pero existe, existe, y es visible, existe, es.

Así, entonces, estas luces, no son un hechizo de luz, un refrán caído de una nube, sino inocencia. Inocencia de la tierra y no un signo falso

o un símbolo de malicia. Que participam­os de eso mismo, yacemos como niños en esta santidad, como si, despiertos, yaciésemos en la quietud del sueño,

como si la madre inocente cantase en la oscuridad de la habitación y en un acordeón, apenas oído, crease el tiempo y el espacio en el que respirábam­os...

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