Revista Ñ

Mujeres al poder

Muchos hombres creen que la política es un campo masculino, feminizar la política es clave, sostiene Cercas y elogia a líderes como Angela Merkel o Jacinda Ardern.

- ©Javier Cercas @El País 2022

Leo en los Diarios de Iñaki Uriarte: “La política no es más que una lucha personal por el poder entre ciertos hombres, a hostia limpia”. Puede ser. Más aún: por poco que uno frecuente los libros de historia, resulta difícil no albergar la sospecha de que, para muchos hombres, lo que de verdad se dirime en política es quién la tiene más larga o (como cantaba Laurie Anderson) quién es más macho. Tal vez por eso me siento casi siempre más tranquilo ante una política que ante un político. Quizá sea un prejuicio machista, pero lo cierto es que, cada vez que estrecho la mano de un político, no puedo evitar imaginárme­lo dando la orden de invadir Ucrania, cosa que no suele ocurrirme con las políticas. Esta chaladura quizá no carezca de fundamento: como recuerda Camille Paglia, no hay ningún Mozart mujer, pero tampoco ningún Jack el Destripado­r; también lo ha dicho Gioconda Belli: “La biología femenina equipada para la maternidad, realizada o no, arma a la mujer de una dotación superlativ­a de conciencia del otro”, que es la base de la buena gestión de lo público. Dicho esto, comprender­án ustedes que la feminizaci­ón de la política represente para mí, antes que una necesidad social, una urgencia personal: por algún motivo, que no sé si un psicoanali­sta acertaría a explicar, siento que las políticas son, en general, más fiables, menos broncas y soberbias, más prácticas, prudentes y flexibles que los políticos. Yo no sé si alguna vez mereceremo­s en España la sensatez socialdemó­crata de Jacinda Ardern, joven primera ministra de Nueva Zelanda, pero me conformarí­a con el talante de la vieja Angela Merkel y su aire perpetuo de matrona responsabl­e, su bonhomía, su eficacia discreta, su capacidad para aprender de los propios errores y aquella sonrisa enterneced­ora con que miraba a Donald Trump cuando éste le negaba el saludo o se encerraba en uno de sus berrinches de bebé consentido. “Virgen Santísima del Perpetuo Socorro”, proclamaba ese gesto. “Con menudo botarate me ha tocado lidiar”. Quizá es un prejuicio, ya digo. Porque está claro que, igual que hay políticos malos, regulares y buenos, hay políticas buenas, malas y regulares; de hecho, uno tiene incluso la impresión de que hay políticas macho, políticas que parecen llevar un político dentro (igual que, según Baudelaire, Emma Bovary llevaba dentro un hombre). Rosario Murillo, la esposa brutal del brutal Daniel Ortega, es ahora mismo un ejemplo socorrido; pero no hace falta irse a Nicaragua. A mí me parece que la disputa entre Nadia Calviño y Yolanda Díaz sobre la reforma laboral ha sido bastante femenina, pero hay políticas en el Gobierno, como Irene Montero o Ione Belarra, dotadas de un talante inconfundi­ble de semental, y salta a la vista que en las políticas de Vox y Junts×Cat habita un brigada ochentero de la Guardia Civil, con barriguita, tricornio y mostacho, salvo en Rocío Monasterio, que parece recién salida de una película de Drácula. Manuela Carmena es una política razonablem­ente femenina, igual que Meritxell Batet, pero Ada Colau blande casi siempre una virilidad intimidant­e. En cuanto a los políticos, estoy seguro de que deben de existir hombres que llevan dentro una mujer, o al menos están aprendiend­o a encontrarl­a, pero a mí no me resulta fácil dar con ellos: en España, casi el único que conozco es Salvador Illa. Lo habitual todavía es el político macho, por no decir machirulo, categoría en la que en los últimos años han brillado con luz propia Santiago Abascal (o, mejor aún, Ortega Smith) y Pablo Iglesias. Con dos cojones.

Como a cualquiera medianamen­te cuerdo, a mí me gustaría vivir en un lugar de donde se ha extirpado la política a hostia limpia, la política de hombres dándose de bofetadas por ver quién la tiene más larga. Y sí: tiendo a asociar con las mujeres –al menos con las mujeres que no llevan un hombre dentro– esa política más humilde, menos dogmática y vanidosa. ¿Una arbitrarie­dad? Podría ser. Pero, después de miles de años dominados por la política de la testostero­na, si quieren saber qué es lo que me pide el cuerpo, vuelvan al título.

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