POR LA MEMORIA VISUAL
Entrevista con Luis Priamo. Coleccionista, editor y archivista de la historia fotográfica argentina, piensa que las fotos construyen la experiencia sensible del pasado.
Este es un diálogo atravesada por la pandemia. Comenzó a mediados de mayo de 2021 por correo electrónico. Ese día Luis Priamo, coleccionista y uno de los mayores expertos en fotografía patrimonial argentina, recordó la historia de su trabajo como transportista en el correo del pueblo. “Tenía 14 años y era el encargado de llevar la correspondencia a la estación para entregarla en los vagones postales que venían con los trenes, tanto de pasajeros como de carga, y recibir las cartas y encomiendas que traían para el pueblo. Los trenes ya no eran nada puntuales y me pasaba horas allí”, anotó aquel otoño.
Luego, vendría la historia del loro Pepe y la de la caja de fotos familiares capaz de aplacar los ánimos del niño cuando se enfermaba, las primeras expediciones detrás de otras cajas de fotografías que las familias del pueblo guardaban (y otros pueblo, y más pueblos). “Ese fue el origen de mi actividad en la investigación y recuperación de fotografía antigua. Su estímulo no fue el interés por la historia de nuestra foto, sino el de la conservación de la memoria fotográfica de mi región natal, que es la de mi gente campesina y de mí mismo”, anotó más recientemente durante el verano.
En diciembre, Luis Príamo cumplió 80 años. Tiene dos enormes cualidades: la primera, haber construido –a partir de imágenes que él mismo rescató– la memoria fotográfica del último siglo y medio en el país, e iluminado a creadores notables como el cordobés Fernando Paillet (1880-1967). La segunda, ser un virtuoso contador de historias. Este viernes, mientras posa para los retratos que acompañan esta edición, sus recuerdos se enlazan en las páginas de Ñ para dar cuenta de un pasado fascinante, hecho de palabras y de tomas.
–¿Cómo era Franck en su infancia?
–Cuando yo era niño Franck tenía algo más de seiscientos habitantes en el área urbana (675, afirmaba mi hermano Rogelio, que trabajaba en la comuna y hacía la cobranza de impuestos). No había industrias, solo talleres mecánicos, carpinterías, una pequeña fábrica de hielo y otra de mosaicos, y la cremería de la Milkaut, cuya única usina pasteurizadora y fábrica de manteca estaba en Santa Fe. Todas las calles eran de tierra y un camión regador evitaba a diario las polvaredas. Había una pequeña central telefónica (muy pocos particulares tenían teléfono), instalada en una casa de familia. Teníamos usina eléctrica de corriente continua, cosa infrecuente en pueblos como el nuestro. En las horas pico de la noche no daba abasto y debían apagar las luces de las calles, una en cada esquina, y el pueblo quedaba a oscuras hasta las diez.Q ue yo recuerde, había poca pobreza y ninguna indigencia.En esos años adolescentes experimente la mayor y quizá única aspiración intensa y clara de mi vida, que no tenía nada que ver con la fotografía, el cine o la literatura: ser telegrafista en el correo central de Santa Fe, como mi hermano Rogelio. Zeus me atendió y fui nombrado en 1958. Allí trabajé hasta 1974, cuando vine a Buenos Aires. –¿A quiénes retrataban las fotos de su casa? –En nuestra casa y en todas las del pueblo, estoy seguro, había una caja con fotos de familia. Mi relación con las nuestras se dio en la infancia, y dependía de mi estado de salud. Si estaba sano, ni las miraba. En cambio si pescaba una gripe, una de las pocas alternativas que tenía mi madre para entretenerme era darme la caja de fotos para que volviera a repasarlas. En mi caso, era una buena táctica. Las fotos no eran muchas, pero me tenían concentrado un buen rato. Una de ellas la usé en dos libros. Es de Fer
nando Paillet y la tengo todavía. Muestra la trilladora grande de Juan Grenón, de Esperanza, en pleno trabajo durante la campaña de 1927, donde la figura de mi padre, horquilla en mano y con una pequeña marca identificatoria que le hizo mi hermano Rogelio sobre su cabeza, se recorta de pie sobre la plataforma. Estas fotos, comunes en las zonas cerealeras del país desde fines del siglo XIX, eran buen negocio para el fotógrafo, ya que las compraba el dueño de la trilladora y los obreros como mi padre. –¿Cómo se interesó por las fotos?
–La carrera del Instituto, como se sabe, era de cine documental, duraba tres años y tenía tres especialidades: dirección, fotografía y producción –yo decanté por la primera–. En una ocasión fui parte de un documental de época que transcurría en el centro de la provincia, mi región natal, y para conseguir las fotos necesarias debimos viajar al Archivo General de la Nación, porque tanto en Santa Fe como en los pueblos de alrededor no existían, o existían repositorios precarios de fotos antiguas del lugar a disposición de investigadores y usuarios. Esto motivó una inquietud natural: ¿cómo era posible que para conseguir fotos similares a las que mi madre guardaba en su ropero tuviéramos que ir a Buenos Aires? El tema fue madurando y en 1973 un compañero fotógrafo, Pablo Courtalón, Pucho, me propuso rastrear y reproducir en 35mm fotos antiguas de la pampa gringa para hacer nuestro propio archivo y así preservar imágenes que a la larga, se perderían. El primer archivo que curé fue el de casa, por supuesto, y otros pocos de Santa Fe. Luego visitamos Franck, San Carlos Centro, San Carlos Sud y Esperanza, reuniendo un archivo de unos cuatrocientos negativos que aún conservo. En eso estábamos cuando la persecución política con allanamientos, amenazas y crímenes que comenzó en 1974 nos dispersó y yo me vine a Buenos Aires.
–¿Qué es lo que permite a una fotografía narrar la historia de un lugar que no se puede encontrar en otro tipo de documentos escritos? –La fotografía antigua presenta momentos del pasado de una región, de su devenir y evolución; registra sus cambios visibles, sus gentes y costumbres. Los textos históricos clásicos del poblamiento y desarrollo económico y social de la pampa gringa santafesina (de Gastón Gori, Ezequiel Gallo, James Scobie) me permitieron comprender la formación de la sociedad de donde vengo de un modo racional, intelectual para decirlo de un modo apresurado. En cambio las imágenes fotográficas antiguas que rastreamos me dieron, también expresado en sentido general, una experiencia sensible de ese pasado; o más precisamente, de su memoria. Las obras de Ernesto H. Schlie o Fernando Paillet, por ejemplo, permiten aproximarnos a cierta vivencia de la cultura gringa de un siglo y pico atrás, y sus imágenes más logradas alcanzan expresión simbólica de aquel mundo. Es decir, entran al terreno del arte.
–¿De qué manera los medios influyeron en el tipo de registro fotográfico que se hacía en las primeras décadas del siglo XX?
–Fueron justamente los medios gráficos modernos a partir de la posibilidad técnica de imprimir fotografías junto con textos (el proceso de tono continuo a través de los clásicos tacos de plomo ya desaparecidos), los que apagaron casi súbitamente la producción de fotografía comercial, como se le llamaba a los géneros de tipos y costumbres. Esto sucedió en nuestro país a partir de la aparición de Caras y Caretas, en 1898. Lo que mantuvo viva la actualidad del género fue la aparición y boom de las postales. –Trazar una historia es, indefectiblemente, dejar zonas aún sin conocer. ¿Falta algo por documentar en la historia de la fotografía en el siglo XX en la Argentina?
–El libro Buenos Aires, Memoria Antigua es una antología de fotos de tipos y costumbres del siglo XIX en esta ciudad. Fue proyectado con la cuasi seguridad de que conocíamos bien la producción más importante del período. Es posible que haya alguna producción de fotógrafos aficionados que no conocemos, pero estamos seguros de que la de los profesionales las conocemos bien, ya que hicimos seis libros antes de la antología. En ellos rastreamos a fondo la producción de todos ellos. Es decir, con los conocimientos que recogimos en veinte años de trabajo y seis libros, más algunas exposiciones, podemos plantear una historia de la fotografía documental porteña del período con seriedad. Esto, personalmente, creo que puedo hacerlo también en la ciudad de Santa Fe, y parcialmente en esa provincia, donde recogí tres mil imágenes de reproducción en veinte pueblos y ciudades. Pero veinte pueblos y ciudades representan apenas una parte de la producción en el resto de la provincia, de modo que para poder describir la actividad fotográfica provincial, falta investigar más.