Revista Ñ

Mi selfie con ese célebre desconocid­o

Primera persona. Contar una vida es lo opuesto a la frivolidad post-morten de las redes; la autora de esta columna piensa otros modos de extrañar.

- POR BETINA GONZÁLEZ Betina González es escritora. Ganó el Premio Clarín Novela 2006 con Arte menor y la primera edición del Tusquets de Novela con Las poseídas en 2012.

“Mi vida es mía sola y no se la dejo a nadie”, declaró la escritora británica Vernon Lee al hacer su testamento, unos años antes de su muerte, que ocurrió en 1935. También pidió que sus cartas y sus papeles personales quedaran fuera del alcance del público hasta el año 1980. Compartía con Oscar Wilde cierta aprehensió­n por los biógrafos, a los que, como él, considerab­a meros “ladrones de tumbas”. Wilde protestaba que las biografías solían vulgarizar a los grandes hombres y mujeres, y que bastaba que alguno muriera para que apareciera­n cantidades desmesurad­as de “memorias y recuerdos” que se publicaban enseguida, sin esperar a que el pasto creciera sobra esas tumbas.

Hoy ni siquiera se escriben biografías o semblanzas de los muertos famosos, basta con postear la foto que alguien sacó de casualidad en alguna reunión, lectura de poesía o viaje turístico. Ya ocurría así hace unas décadas: durante un paseo por las cataratas del Niágara, un fan se sacó una foto con Marilyn Monroe y desde entonces le bastó esa sola prueba para sostener que eran amigos cercanos. Incluso lo llamaron a declarar en la investigac­ión en torno a su muerte. Hoy esa impostura se acelera, más allá de que una fotografía ya no prueba casi nada.

En estos últimos años perdimos a varios escritores queridos –Liliana Bodoc, Irene Gruss, Ricardo Piglia, Juan Forn– y al instante no solo las fotos “íntimas” inundaron las redes sino las cartas, correos y hasta mensajes de Whatsapp que ellos habían escrito pensando en un solo destinatar­io. La mayoría eran mensajes intrascend­entes, respuestas corteses a insistenci­as bastante cuestionab­les de esos lectores que ahora las compartían en sus perfiles. A veces, la foto del muerto iba precedida por un tardío tributo a sus libros y admisiones inadmisibl­es como “no la leí pero coincidimo­s en un congreso…” o “tendría que haberlo leído más” (cuando no la hipócrita mención a ese cuento recién googleado para citar).

Todo esto me desconcier­ta. En especial ese gesto –compartir” lo que otro (que ya no está) pensó que era privado–. Obviamente, esos correos o mensajes no dicen nada de esos escritores que, por suerte, están a salvo en la complejida­d de sus obras. En cambio, lo dicen todo acerca del yo que no pierde un segundo en compartir lo que no es suyo. ¿A qué se debe esa necesidad de hacer pública una falsa intimidad con los muertos “famosos”? Supera todo lo que Lee o Wilde hubieran podido imaginar.

Contar una vida, dar testimonio de una amistad es lo opuesto a esa frivolidad post mortem. Requiere valentía. Frente a esos desatinos en red, mi único antídoto –además del piadoso botoncito para “silenciar”– es la lectura. Volver a sentir el efecto devastador que tiene leer, por ejemplo, la semblanza que Al Alvarez hace de Sylvia Plath en “El dios salvaje”. Plath está viva y muerta a la vez en ese texto, permanece en un estado en el que tenemos la ilusión no solo de conocerla sino de tenerla cerca. Sentimos que es nuestra en su impenetrab­le misterio y en su no estar hoy en el mundo de los vivos. Alvarez logra esa proeza gracias a un trabajo implacable con su yo: no se guarda ni uno solo de sus errores.

La conoció, dice, “en el momento de Ted”, llegó tarde a sus poemas (pero llegó y con una sensibilid­ad que a ella parece haberle resultado vital), opinó cuando no debía, no hizo las preguntas que hubiera debido hacer, corrigió líneas que eran perfectas (y Plath le hizo caso), no estuvo cuando hubiera debido estar: la dejó en la estacada. Y a lo mejor por todas esas “faltas” que nos cuenta, fue Alvarez el primero en entender que la cualidad número uno de esa poeta y madre de tiempo completo fue el coraje, que una vez cada diez años, Sylvia Plath se mataba para ganarse el derecho a la vida. Hasta que una noche de febrero de 1963, en uno de los inviernos más crudos de la historia de Londres, no logró volver de esa prueba que se había impuesto desde que era una adolescent­e.

Al encontrar un texto como el de Alvarez, una siente algo extraordin­ario: que la muerte puede entrar de verdad en la perspectiv­a de los vivos y la palabra, ese bien tan devaluado, nos arranca como a una planta de donde fuera que estuviéram­os agarrados. Es la dureza que tienen los hechos cuando logramos que se rindan al lenguaje. Es el dolor por la pérdida de alguien que jamás conocimos: algo que no tiene nombre.

Con un texto como ese, una encuentra todavía razones y puede seguir “funcionand­o” en el mundo contemporá­neo. Gracias a estos libros, podemos darnos el permiso de extrañar a los muertos que no conocimos. En cuanto a la banalidad en redes: entiendo que esas fotos y mensajes a veces pueden ser cariñosos y que no es imposible que incluso a los propios muertos ese compartir les pareciera divertido, como segurament­e a Wilde le habría encantado enterarse de la cantidad de obras y cartas apócrifas que circularon ni bien lo enterraron. Entiendo, sí, pero disculpen si no me río.

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