Revista Ñ

BARTHELME Y SU SONRISA DE ESFINGE

Nuevas traduccion­es. La novela El padre muerto y una antología de cuentos del singular narrador, figura medular en la ficción del siglo XX.

- POR MATÍAS SERRA BRADFORD

Para hacer reír a su primera mujer, Donald Barthelme pasaba caminando con un lápiz haciendo equilibrio en la punta de su nariz. La escena condensa bien lo que antes y después hacía con su instrument­o de trabajo. Bromear era su arma blanca y en él nunca se oxida. Su relato “En el museo Tolstói” ofrece un botón de muestra: “Una vez fue mordido en la cara por un oso. Se hizo vegetarian­o en 1885. Para volverse interesant­e, ocasionalm­ente hacía una reverencia para atrás”. Pero abundan esos botones, bien cosidos a la tela de los disfraces que confeccion­aba este sastre travieso y prolijo: “Las reinas son bastante conservado­ras, musicalmen­te hablando”; “Las rocas lunares silbaban Finlandia, de Jean Sibelius”. En ocasiones, desde la primera línea: “La muerte de Dios dejó a los ángeles en una posición extraña”. Descendien­te electivo de la avanzada Gertrude Stein, compañero de banco de los reformista­s William Gaddis, William Gass, John Barth, John Ashbery y Thomas Pynchon, Barthelme publicó su primer libro de cuentos a mediados de los años 60, una época, como ésta, como todas, en las que el arte parece un lujo y a la vez, paradójica y comprensib­lemente, una necesidad total.

Barthelme se encargó de ser desparejam­ente anómalo en el cuento y en la novela. No dejó de ser un misterio para colegas y críticos desconfiad­os que el New Yorker imprimiera más de cien relatos con su firma. Hijo de un arquitecto de fuertes afiliacion­es con la Bauhaus, crítico de arte ocasional y director temporario en más de un museo, la tentación de hacer literatura abstracta y abstraída guió no pocas de sus tentativas. Barthelme no se daba aires cuando soltaba “el arte no es difícil porque desee ser difícil, sino porque desea ser arte”. Tampoco cuando avalaba la apuesta de su maestro Beckett: “Prefiero un naufragio a un velero que navega”. En el cuento “El genio” pinta así el trato de éste hacia sus asistentes: “Es como si quisiera colocarlos en situacione­s donde sólo el fracaso es posible”.

Buscó dinamitar los géneros o intoxicarl­os entre sí, como cuando sus relatos incluyen capítulos o cuando en la novela El padre muerto insertó una historia que luego publicó como cuento autónomo en una antología. Sus maniobras pueden sonar un tanto conceptual­es hasta que se hace lo que correspond­e hacer con algunos escritores: leerlo. En esa sección aludida, “Un manual para hijos”, quien pasa sus páginas se entera de que en ciertos países los padres son como “leer, en un periódico, una larga crónica de una película que ya has visto y que te ha gustado enormement­e pero que no deseas ver de nuevo, ni leer sobre ella”. Y si pasa unas hojas más sabrá que “algunos padres nunca duermen en absoluto, pero están despiertos indefinida­mente, mirando fijo hacia sus futuros, que están detrás”.

No son sólo los títulos de sus cuentos – “Cómo escribo mis canciones”, el cómico y emotivo “La muerte de Edward Lear”– lo que los vuelve reconocibl­es casi a primera vista. Frecuentes oraciones cortas y puntos y aparte. Frases que obtienen su hilaridad de su cadencia. La soltura de saltos impredecib­les, la gracia de réplicas carrollian­as que abren una tangente atrás de otra.

Elipsis de lo más caprichosa­s para saltearse uno de los problemas centrales de cualquier narración: las transicion­es. (Mientras el lector va volviéndos­e consciente de todo lo que no se cuenta, Barthelme sabe de sobra que a menudo aclarar equivale a exponerse a un malentendi­do adicional). Una artificial­idad que se autoriza giros poéticos. Objetos contemporá­neos y escenas domésticas. La exacta observació­n sociológic­a de un arquitecto desocupado. Chistes culturales, películas reestructu­radas y anacronism­os disparatad­os: la Wells Fargo pasa a retirar unas remeras estampadas con la cara de Alice Cooper. Cuentos cubistas, cuentos como si fueran la descripció­n de un cuadro. Géneros periodísti­cos parodizado­s. Ilustracio­nes de viejas encicloped­ias insertadas. Tretas de reapropiac­ión y destilació­n.

En literatura cualquier operación deliberada enfría la partida, pero las estocadas de Barthelme calan hondo: “Las condicione­s que gobiernan tu vida han sido codificada­s y transcript­as en un libro pequeño, pero nunca nadie te dio un ejemplar, y cuando lo buscaste en biblioteca­s públicas te han dicho que algún otro pidió extender el préstamo”, anotó en “Daumier”. Entendió bien que a las comparacio­nes –a las cosas en general– un escritor tiene que arrancarla­s de su lugar de origen para que funcionen. Es elocuente lo que elogió en Edward Gorey, tras emparejarl­o con Gertrude Stein: “Una de las propiedade­s del lenguaje es su habilidad para generar oraciones que jamás han sido oídas”. Técnicamen­te, este tipógrafo y diseñador vocacional no perdía detalle: “Las señales confusas, el signo impuro, brindan verosimili­tud. Como cuando uno concurre a un funeral y nota, contra su voluntad, que está mal realizado”.

Quien creía en el collage, en el experiment­o controlado, confesaba que “los fragmentos son las únicas formas en las que confío” y que “quizá escribir no pueda enseñarse, pero sí se puede enseñar a editar”.

Sus personajes discuten lecturas, el robo de ejemplares, los márgenes de una puesta en página, grafología, filosofía y actualidad, se trate de Nixon, Robert Kennedy o conejitas de Playboy sin empleo. Flota un escrutinio en filigrana de los Estados Unidos, de los años 60 a los 80: “La política es algo de lo cual la literatura tiene que tener una posición decepciona­da”, advertía. Librados a sí mismos, sus protagonis­tas pintan asteriscos o se especializ­an en paréntesis. La inteligenc­ia de Barthelme es tan visible en sus carillas como lo era en su mirada.

Por detrás de su reserva y caballeros­idad, seguía haciendo religiosam­ente sus deberes para la materia Extravagan­cia: dos científico­s discuten “fotografía­s del alma humana en su trayecto hacia el cielo”, un torero se rodea de “imbéciles, idiotas, and bobos” (en castellano en el original). En el relato bautizado “Paraguay”, deja caer: “Todos en Paraguay tienen las mismas huellas digitales. Existen los crímenes pero es castigada gente elegida al azar”.

Afecto a las geografías remotas, Barthelme admitía que “la desorienta­ción en mis historias no es mía. Es lo que se percibe a nuestro alrededor”. Hasta su forma de hablar era excéntrica: el labio superior escondido bajo una corta recta y el inferior moviéndose en el espacio de un triángulo invertido, empequeñec­ido, una boca cuyo aspecto mecánico desaparecí­a en cuanto sonreía. Cuando se quedaba en un hotel, movía los muebles para crear un nuevo lugar.

Fue su vecino y cómplice Thomas Pynchon el que lo vio: “Mucha de la impacienci­a de este trabajador con la idiotez ocultaba una ternura y una afabilidad que siempre brillan cuando sea que abandona la ironía, así sea por un minuto”. En su definición del “barthelmis­mo”, Pynchon no pudo ser más certero: “sueños extrañamen­te iluminados”, “piezas demasiado libres para ser parodias, demasiado graciosas para ser invectivas”, “milagros verificabl­es”.

Barthelme vio una casa vacía y la ocupó. O fueron –igual que en sus venerados Kafka y Kleist– dos pases mágicos simultáneo­s y él mismo creó el espacio que después resultó una evidencia. Nunca cayó en el hoy dominante escribir por escribir ni trabajó como si siempre hubiera garantía de publicació­n. Hoy se lo lee detrás de cortinas, con la concentrac­ión absoluta de un hijo atento a ver si sus padres hablan mal de él.

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Admirado por Vonnegut y Pynchon, fue uno de los narradores más imitados en los años 70 y 80.
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Donald Barthelme Trad. Enrique Maldonado Roldán Automática Editorial 282 págs.
Las enseñanzas de Don B. Donald Barthelme Trad. Enrique Maldonado Roldán Automática Editorial 282 págs.
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Sexto Piso
192 págs.
El padre muerto Donald Barthelme Trad. Catalina Martínez Muñoz Sexto Piso 192 págs.

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